Читать книгу Los ángeles sepultados - Patricia Gibney - Страница 20

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—De verdad que odio el colegio, ¿tú no? —Sean Parker se apoyó contra el muro de la orilla del canal y le dio una patada a la mochila. El canal rodeaba Ragmullin, y le gustaba ese tramo porque no se podía ver desde la escuela, al final de la calle.

Por debajo del flequillo demasiado largo, miró a su amiga, Ruby O’Keeffe. Tenía un cigarrillo en la boca y un mechero en la mano, y trataba de parecer guay, cosa difícil vestida con el uniforme. Su cabello oscuro lucía un corte bob por encima de los hombros, y tenía unas cuantas marcas de acné en las mejillas, pero Sean suponía que era guapa. Le gustaba, pero no de esa manera. Compartían el interés por los videojuegos, y se habían hecho buenos amigos al final del año pasado, cuando el colegio de Sean comenzó a aceptar chicas.

—¿Quieres uno? —dijo Ruby, ofreciéndole el paquete.

El chico negó con la cabeza mientras la miraba. Ruby era alta, pero le faltaba mucho para alcanzar a Sean, que medía casi metro ochenta. Había cumplido dieciséis años en abril, aunque su madre aún lo trataba como a un niño.

—Ya sabes que los odio. Mi padre murió de cáncer, y ahora, el amigo de mi madre, su novio, tiene leucemia. —Sean bajó la vista hacia la hierba que había a sus pies para esquivar la mirada penetrante de Ruby.

—¿Tu padre fumaba? —La chica se ató la fina chaqueta alrededor de la cintura. Sean sabía que le acomplejaba su peso, pero a él le parecía que estaba bien.

—No.

—Si no lo mataron los pitis, relájate un poco. —Ruby encendió el cigarrillo.

Sean la observó echar humo por la comisura de la boca, lejos de él.

—Boyd, el novio de mi madre, sí que fuma.

—¿Sigue fumando a pesar de tener cáncer?

—Tiene un cigarrillo electrónico, pero lo he visto fumar a escondidas un par de veces.

—¿Te cae bien?

—Sí.

—¿No crees que está intentando…, ya sabes…, ocupar el lugar de tu padre?

Sean no sabía por qué, pero ese comentario le molestaba más que el hecho de que Ruby fumara.

—Nadie podría ocupar nunca el lugar de mi padre. Boyd lo sabe. Es un buen tío. Trata bien a mi madre, y a mí también. Me ve. ¿Lo entiendes?

—Sí, lo entiendo. ¿Sabes?, eso es bueno; no debe de ser fácil vivir en una casa llena de chicas —dijo Ruby con una sonrisa pícara.

—Y que lo digas. —Sean tomó una bocanada de aire fresco que capturó el aroma del humo del cigarrillo. Sus dos hermanas mayores lo estaban arrinconando poco a poco, consiguiendo echarlo de casa. Incluso su sobrinito Louis podía ser un grano en el culo a veces, sobre todo ahora que había empezado a caminar y a sacarlo todo de los armarios.

—En algún momento vendrá a vivir con nosotros —dijo.

—¿Quién?

—Boyd.

—¿Tenéis una habitación para él?

Sean había pensado mucho en eso, y no estaba seguro de que le gustase demasiado.

—Probablemente comparta habitación con mi madre.

—Qué asco. Es como… faltarle al respeto a tu padre o algo.

Ahora Ruby sí que lo había molestado, porque ese pensamiento lo había perseguido durante los últimos meses. Pese a todo, sintió que tenía que salir en defensa de Boyd.

—Ya han pasado cinco años desde que mi padre murió. Creo que mi madre tiene derecho a ser feliz —dijo a la defensiva—. Sea como sea, la casa en la que vivíamos con papá se quemó, y ahora vivimos en una de alquiler. Todas nuestras cosas se quemaron, las cosas de papá y…

—¡Eh! Solo lo decía.

—Ya, y todos van a decir lo mismo, pero me da igual. Me gusta Boyd.

—Pero… ¿se va a morir también? —Ruby tiró la colilla y la aplastó con el zapato.

—Cállate. Venga, que vamos a llegar tarde a clase.

—Ya llegamos tarde —respondió ella—. Deberíamos habernos quedado en Pizzaland.

—La pizza era un asco. Vamos, ahora tengo informática y no quiero perderme la clase. —Sean recogió la mochila y se la colgó del hombro. Las palabras de Ruby rebotaban en su cerebro, chocando contra las paredes de su cráneo. Le había hecho la única pregunta que le aterrorizaba contestar.

La muerte.

¿Cuándo volvería a llamar a su puerta?

* * *

Marianne O’Keeffe cerró el portátil. Escribir dos mil palabras no estaba mal, aunque fueran una basura. Había escuchado que era algo universal, que los primeros borradores siempre eran terribles. Al menos, los suyos lo eran. Tal vez por eso todavía no le habían publicado ningún libro.

El hombre llegaría en cualquier momento. Habían fijado la cita hacía semanas, pero tenía que asegurarse de que Kevin estaría en el trabajo, así que había llamado a la oficina hacía media hora para confirmar que la visita podía seguir adelante.

Se echó un poco de su perfume más caro detrás de las orejas, Million. «Como nunca vas a ganar un millón…», le había dicho Kevin las últimas Navidades, al entregarle el caro perfume en un cofre de regalo.

—Lo ganaré si me salgo con la mía —masculló mientras se rociaba el pelo y las piernas, por si acaso. Hizo una mueca frente al espejo al pensar que Kevin ni siquiera había pagado el precio total. El muy roñoso. Había encontrado la etiqueta de «Descuento de 50 por ciento» en la parte de atrás de la caja. Estaba segura de que la había dejado ahí a propósito.

Sonó el timbre y comprobó su aspecto una vez más. Blusa blanca de algodón con una camisola roja de seda por debajo, pantalones apretados de cuero negro, y sus botines negros con un tacón de cinco centímetros. En sus diecisiete años de matrimonio, Kevin casi nunca la había halagado por su aspecto o estilo. Pero ella sabía que era guapa, así que podía irse a la mierda.

Corrió a abrir la puerta.

—Hola —dijo el joven—. ¿La señora O’Keeffe?

Traje azul oscuro y zapatos marrones. Cómo odiaba esa combinación, pero suponía que era la moda.

—Llámeme Marianne. Entre.

El hombre llevaba la tarjeta con su nombre colgada al cuello con un cordón. Aaron Mohan. Tenía que admitir que el nombre le sentaba bien. Seguro que a su paso se mojaban muchas cosas.

—La cocina es el lugar más cómodo para hablar —comentó ella mientras lo guiaba por el estrecho pasillo hasta la amplia estancia con electrodomésticos incorporados. La verdad es que sospechaba que Kevin había puesto micrófonos en el cuarto donde trabajaba. ¿Paranoia? Tal vez.

—¿Té, café?

—Un vaso de agua fría me iría bien. La cafeína me pone hiperactivo —rio Aaron. Marianne pensó que sonaba un poco nervioso.

—¿Del grifo está bien?

—Sí, gracias.

Marianne llenó un vaso. Kevin no permitía que compraran agua embotellada. «Demasiado plástico arruina el ecosistema», repetía una y otra vez. Como si lo supiera todo sobre el tema. Kevin no sabía una mierda de nada, pero le gustaba aparentar que era un experto en todo.

—Aquí, siéntese. —Condujo a Aaron hasta el módulo central de la cocina, y el joven le ofreció una silla. Qué encanto.

—Tiene una casa preciosa. Las ventanas en voladizo extragrandes de la fachada son muy elegantes —dijo—. ¿Es de nueva construcción?

—Tiene unos dieciocho o diecinueve años. Yo diseñé la mayor parte, con la ayuda de mi padre. —Pero omitió que el dinero también era de su padre—. La pinté y redecoré el año pasado.

El joven miró la pared.

—Vaya. ¿Es de sesenta y dos pulgadas?

Marianne miró el televisor de pantalla plana.

—No tengo ni idea —rio.

Aaron pasó la mano por la encimera.

—¿Granito?

—Cuarzo —respondió ella, consciente de que estaba impresionado.

—Puedo comenzar de inmediato —dijo el joven mientras se aflojaba el nudo de la corbata y se desabrochaba el último botón de la camisa blanca. ¿Lo estaba haciendo sentir incómodo? Marianne esperaba que no.

—¿Hace mucho que trabaja para la empresa? —Un poco de charla insustancial.

—Eh…, entré después de terminar la universidad, hace años, cuando tenía veinticuatro.

No parecía lo bastante mayor para haber terminado la secundaria, menos aún la universidad, pero Marianne supuso que debía de estar en la treintena.

—¿Le gusta el trabajo?

—No está mal —dijo, y bebió un poco de agua—. El sueldo es decente. Pero me gradué en Historia y Lengua. Me gustaría dar clases en algún momento.

—¿Por qué no lo hace?

El joven se removió incómodo en el taburete.

—Envié mi currículum a varios colegios, pero como nadie me llamó ni para hacerme una entrevista, tenía que ganarme la vida de alguna manera. Así que aquí estoy, tasando inmuebles para la agencia inmobiliaria de mi padre.

—¿Por qué no le hicieron ninguna entrevista?

—No se puede ser profesor sin experiencia, y no se puede conseguir experiencia sin un trabajo.

—Un círculo vicioso.

—Supongo.

Señor, pero qué tierno era. Marianne se inclinó hacia él y le apretó la mano. Algo parecido al terror cruzó los ojos del joven. ¿De verdad era tan vieja y horrenda? Por el amor de Dios, solo tenía treinta y ocho años. Se apartó y señaló la carpeta sobre la mesa.

Aaron se levantó y deslizó una tarjeta de visita sobre la encimera de cuarzo.

—Le dejaré esto. Bien, ¿por dónde quiere empezar?

Exacto, ¿por dónde? Marianne sonrió para sí misma. Esto iba a ser divertido.

* * *

Lo observó trabajar durante unos veinte minutos, midiendo de pared a pared en cada habitación, con una aplicación del móvil y un aparatito en la mano que emitía pitidos. Reservó su cuarto para el final.

Lo condujo hacia su habitación, caminando sobre la alfombra peluda, y anunció:

—Y este es el dormitorio principal. Disculpe el desorden.

No había desorden. Nunca había desorden en su lujosa casa. Y sí, era su casa, aunque a Kevin le gustaba aparentar ante cualquiera que quisiera oírlo que era suya. Las escrituras estaban a nombre de Marianne. Era su única victoria frente a él. Puede que pensara que controlaba todo en su vida, y tenía que admitir que a veces la aterrorizaba, pero resultaba útil dejarle creer que podía pisotearla.

—Bonita habitación. Es muy grande —comentó Aaron, y su maquinita volvió a pitar—. La casa es impresionante. Vale una suma considerable. Lo verá cuando tenga calculada la tasación. Pero no tendrá problemas para venderla, si es lo que quiere.

Se había quitado la chaqueta en el piso de abajo y se había remangado la camisa. Habían adoptado una amistosa rutina mientras iban de habitación en habitación. Ella se había ofrecido a ayudarlo, y él le había dicho que no hacía falta. Vio cómo le temblaban las manos mientras sostenía los dos aparatos y hablaba en la grabadora del móvil. Comprobó una y otra vez que todo estuviera correcto. Las gafas de diseño con montura metálica se le resbalaban un poco en la nariz, y le habían salido unas manchas de sudor bajo los sobacos, pero lo único que Marianne olía era una colonia amaderada.

—Me gusta pensar que esta casa es como una obra de arte —dijo—. Como he mencionado, yo misma la diseñé, aunque a mi marido le gusta pensar que tuvo alguna influencia. ¿Ve ese horrible armario de caoba? —Aaron asintió—. Insistió en que tenía que estar en nuestro dormitorio. Era de su madre. ¿Se lo imagina, despertar cada mañana y ver el viejo armario de tu suegra?

—Supongo que es un poco extraño —comentó él.

Ella lo miró y vio su sonrisa en la comisura del labio.

—Más bien bastante —rio.

—¿Por qué conservarlo si lo odia?

—No lo sé. —Pero sí lo sabía. Lo conservaba para hacer creer a Kevin que había conseguido una victoria sobre ella.

—Es muy grande.

—Es útil para guardar sábanas y almohadas. —Ahora lamentaba haberlo mencionado—. Hay un baño en suite, con grifos chapados en oro. ¿Quiere medirlo?

—Eh…, echaré un vistazo.

El joven desapareció, y Marianne se alisó las arrugas de la blusa. Una mirada en el espejo le dijo que el contorno de su camisola roja de encaje era visible. Bien.

Se sentó en la cama, cruzó las piernas y esperó.

Cuando el joven salió del baño, la mujer dio unos golpecitos sobre la cama.

—Siéntese un momento, Aaron. Estoy cansada de tanto deambular por la casa.

—Será mejor que me vaya, señora O’Keeffe. Tengo que regresar a la oficina. Es…

—Shhh. Siéntate.

Se sorprendió cuando Aaron hizo lo que le había pedido. La colonia resultaba más penetrante ahora que lo tenía cerca. Alargó el brazo y le cogió la mano. El joven se levantó de un salto.

—De verdad que me tengo que ir. Le pido disculpas si le he dado una impresión equivocada. Este es mi trabajo y…

Marianne se puso en pie y le cogió la mano para tirar de él. Luego lo besó en los labios, bloqueando sus palabras.

El joven se soltó de un tirón.

—¿Ha perdido la cabeza?

Ella ahogó sus palabras con otro beso cuando le aplastó la boca con la suya y lo empujó otra vez hacia la cama. El calor la hacía temblar, y se deshizo de todas sus inhibiciones. Eso era lo que quería. Un hombre atractivo retorciéndose bajo su cuerpo.

De repente, Aaron dejó de moverse. Marianne separó la boca de la suya y lo miró a los ojos. ¿Estaba muerto?

Cayó de espaldas cuando el joven la apartó de un empujón, saltó de la cama y huyó del dormitorio. Oyó sus pasos por las escaleras, el ruido de la cerradura y el suave golpe de la puerta al cerrarse.

—Mierda.

* * *

Aaron Mohan caminó en círculos por la ciudad durante kilómetros, hasta el puente de Dublín y de vuelta hasta el puente del ferrocarril. Estaba nervioso, aunque no por esa mujer, O’Keeffe. Qué tía tan asquerosa. ¿Quién se creía que era? No, tenía un montón de cosas mucho más importantes en la cabeza, y no quería volver a la oficina.

Como si fuera un niño, se puso a patear piedras al agua turbia y verdosa del canal, observando las ondas extenderse por el cieno. Las cañas crujieron, y le pareció ver una rata trepando a toda prisa por la orilla opuesta. Se estremeció y siguió caminando.

Debería ir a casa, cambiarse de ropa, y luego reunirse con ellos y decirles que se olvidaran de todo. Le sonó el móvil y leyó el mensaje.

¿HAS VISTO LAS NOTICIAS HOY?

No, no las había visto. Abrió la aplicación de noticias, fue a las locales y comenzó a bajar. Habían encontrado un torso en las vías del tren de Ragmullin, en la parte de la ciudad más cercana a Dublín. El lado opuesto a donde se encontraba él. Aun así, miró a su alrededor como loco.

Volvió a meterse el móvil en el bolsillo y siguió caminando, ahora más rápido, pateando piedras mientras avanzaba. Algo en las noticias le había puesto la piel de gallina. No, no tenía nada que ver con lo que había descubierto.

Volvió a sonarle el móvil.

¿LO HAS LEÍDO?

Todo en mayúsculas. ¿Por qué? Respondió.

Sí. No tiene nada que ver conmigo.

¿ESTÁS SEGURO?

Sí. No me toques los cojones.

LOS MUERTOS HAN DESPERTADO.

¿Qué clase de mierda era aquella? Se aflojó la corbata, como si eso pudiera impedir que el sentimiento de terror lo asfixiara hasta matarlo. Miró a su alrededor, desquiciado, volviendo la cabeza como un idiota. No había nadie más en el camino, solo él, y los patos y las ratas y los peces en el agua. Entonces, ¿por qué sentía como si alguien lo estuviera observando?

«A tomar por culo», pensó, y echó a correr.

Los ángeles sepultados

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