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LA SANGRE Y LAS CÉLULAS SANGUÍNEAS

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La sangre es una parte importante del sistema de defensa. Está compuesta por un líquido amarillento (llamado plasma) y por células sanguíneas que flotan en este fluido. El corazón es el órgano encargado de bombear la sangre por todo el cuerpo. Los principales vasos sanguíneos se ramifican en otros de menor tamaño, formando una red de finos capilares, de modo que la sangre pueda llegar a todos los tejidos. La sangre distribuye el oxígeno de los pulmones por todo el cuerpo y elimina el dióxido de carbono y los materiales de desecho. Transporta nutrientes a todos los tejidos corporales; luego se encarga de llevar los residuos a los riñones y al hígado para su eventual eliminación. También ayuda a mantener la temperatura adecuada.

Por último, la sangre nos proporciona una fuerza de combate en movimiento, compuesta por glóbulos blancos, que constituye nuestro principal ejército inmunitario. Cuando nuestros sistemas están en buen estado, somos capaces de sintetizar en torno a dos mil nuevas células inmunes cada segundo. ¡Menudo ejército! Sería una buena fuerza disuasoria si los gérmenes tuvieran cerebro. Los glóbulos blancos o leucocitos están presentes tanto en la linfa como en la sangre. Algunos incluso pueden penetrar en los tejidos cuando se les necesita para combatir una infección.

Plaquetas

Las plaquetas son pequeños fragmentos que circulan en el torrente sanguíneo y participan de forma importante en el sistema de defensa, al ser capaces de agregarse y formar coágulos cuando se produce una herida. Eso evita que nuestros cinco litros de sangre se cuelen por el orificio y nos desangremos. El plasma contiene una sustancia llamada fibrina, que forma una especie de malla en el lugar de la herida, a la que se adhieren las plaquetas. Tenemos entre ciento cincuenta mil y cuatrocientas mil plaquetas por milímetro cúbico de sangre.

Glóbulos rojos

Hay unos veinticinco billones de glóbulos rojos o eritrocitos en el cuerpo de un hombre adulto, o unos cinco millones por milímetro cúbico de sangre. Más que soldados, los glóbulos rojos son como robots, ya que, dos o tres días antes de llegar a la madurez y abandonar la médula ósea donde se forman, expulsan el núcleo; eso los incapacita para volverse a dividir y formar nuevas células, por lo que están destinados a destruirse al cabo de unos cuatro meses.

Tras abandonar la médula ósea, penetran en el torrente sanguíneo, donde su papel se limita a actuar como contenedores para transportar oxígeno. Sin embargo, en su superficie llevan unas almohadillas de succión o puntos de conexión. Si cualquiera de estos veinticinco billones de glóbulos rojos tropezara con un cuerpo extraño al efectuar su ronda de transporte de oxígeno, podría usar las almohadillas de succión para detenerlo y entregarlo a los glóbulos blancos.

Glóbulos blancos

Hay tres tipos de glóbulos blancos.

Granulocitos

Los granulocitos, por su parte, se dividen en neutrófilos polimorfonucleares (PMN, por sus siglas en inglés), eosinófilos y basófilos. Los eosinófilos y basófilos representan como máximo el 6 % del total de glóbulos blancos y tienen una presencia significativa en las alergias y las infecciones parasitarias. Los PMN son células muy pequeñas y representan del 50 al 70 % del total de glóbulos blancos. Son fagocíticos, lo que significa que son capaces de «devorar» a cualquier bacteria extraña con la que se tropiecen.

Las enzimas que liberan PMN exterminan a los agentes extraños, pero son lo suficientemente fuertes para digerir PMN de menor tamaño. El pus que aparece en la zona de la infección es, por lo tanto, una mezcla de bacterias muertas y de los PMN que han sucumbido en la lucha para conquistar al enemigo.

Monocitos

Los monocitos tienen un tamaño mucho mayor que los glóbulos rojos y los PMN, y son esencialmente macrófagos. Aunque representan menos del 10 % del total de glóbulos blancos, desempeñan un papel esencial. Fagocitan cualquier elemento extraño o de desecho, y limpian la sangre, los tejidos y la linfa como una aspiradora eficiente y selectiva. Eso significa, en realidad, que hay guardias apostados por todo nuestro cuerpo cuyo único propósito es deshacerse de cualquier material no deseado.

Los macrófagos y otras células fagocíticas de la sangre y la linfa se alimentan de células muertas o descompuestas, y de cualquier material de desecho o agente invasor. Desayunan, almuerzan, cenan, meriendan e incluso disfrutan de un atracón a altas horas de la noche mientras nos protegen de cualquier ataque.

Los macrófagos también son grandes fábricas químicas, capaces de producir, por lo menos, cuarenta enzimas y proteínas inmunes para destruir al enemigo. En tiempos de paz, desempeñan otras actividades como fabricar las enzimas necesarias para la coagulación sanguínea y el transporte de grasa.

No mueren necesariamente en el curso de un ataque y sobreviven durante un tiempo. Pero, incluso después de su muerte, siguen siendo útiles, porque otros macrófagos los descomponen, al estilo caníbal, y los usan como alimento.

Linfocitos

Los linfocitos representan entre el 20 y el 30 % del recuento total de glóbulos blancos (según el nivel de infección de una persona en un momento determinado). Son el grupo de células más competentes y versátiles para deshacerse de «visitantes no deseados». En un cuerpo adulto normal, hay alrededor de un billón de linfocitos. Los principales centros de producción son los ganglios linfáticos, el bazo, el timo, las placas de Peyer, el apéndice y otros tejidos linfoides.

Algunos linfocitos tienen memoria, de modo que, cuando tiene lugar una segunda o tercera invasión por parte del mismo tipo de bacteria, el sistema inmunitario puede entrar en acción de inmediato en vez de perder el tiempo reaprendiendo viejas lecciones. Al abordar la infección en cuanto se produce, esta suele ser mucho más leve que el primer ataque. Los linfocitos tienen un método específico para dividirse rápidamente cuando están siendo atacados; eso significa que pueden generar refuerzos casi inmediatamente, incluso cuando la persona aún no sabe que ha sido atacada. Esta rápida división está muy condicionada por los nutrientes, por lo que un buen nivel de vitamina C, por ejemplo, es esencial. Todos los linfocitos son capaces de desplazarse por los tejidos, la linfa y el torrente sanguíneo, cosa que asegura su memoria y su distribución por todo el organismo. Los principales tipos de linfocitos son las células T y B.

Linfocitos T

No todos los linfocitos T desempeñan la misma función, pero todos pasan por el timo (el principal ordenador inmunitario) para ser programados antes de distribuirse por el organismo. Algunos van desarmados y patrullan realizando labores de vigilancia, mientras que otros transportan mortíferas cabezas nucleares. Proporcionan la respuesta inicial a los virus, las células tumorales y el rechazo ante trasplantes. Pero transcurren tres o cuatro días antes de que las células T los reconozcan y se decidan a atacar.

Las células T auxiliares (T4 o TH, por sus siglas en inglés) cooperan con otros integrantes del ejército inmune, pero no van armadas. Si hay un invasor de identidad dudosa, las células T son las que deciden si se trata o no de una amenaza. También se encargan de verificar una invasión y de poner en marcha el sistema inmunitario. El virus de la inmunodeficiencia humana causante del sida tiende a invadir estas células, cosa que deja al paciente con un bajo número de linfocitos T4 y engaña al cuerpo para que mantenga el sistema inmune desactivado, aunque tenga lugar una invasión importante.

Las células T supresoras (T8 o TS, por sus siglas en inglés) son las encargadas de desactivar el sistema inmunitario (tanto las células B como las T) cuando finaliza la infección y la recuperación es completa. Al igual que las células auxiliares, tampoco van armadas.

Las células T citotóxicas disponen de un gran poder destructivo. Su función específica es buscar virus y otros microorganismos ocultos en el interior de las células. La mayor parte de los miembros del ejército inmune cuando tropiezan con una célula «propia» la reconocen y la dejan en paz, pero la célula T citotóxica tiene la capacidad de buscar y destruir cualquier célula corporal que tenga un traidor en su interior. Van equipadas con unos potentes «misiles» enzimáticos que descomponen y destruyen la célula infectada. Aunque apuntan a un blanco específico, hay muchas posibilidades de que estas potentes armas generen daños en las células adyacentes.

Las células T productoras de linfocinas también van equipadas con misiles, pero estos apuntan a los invasores que se desplazan entre las células propias del organismo. Tanto estas como las células citotóxicas estimulan la actividad de los macrófagos, ya que las linfocinas y otras armas químicas causan mucha destrucción y dejan células muertas y residuos que han de ser retirados.

Linfocitos B

Los linfocitos B se enfrentan principalmente a bacterias y virus que ya antes habían invadido nuestro cuerpo. Por eso sus ataques son muy específicos; además, a menudo necesitan la ayuda de otras células inmunes. La tarea de una célula B es conducir al microorganismo invasor hacia el interior de los tejidos, donde averigua su tamaño y su forma exacta. Luego fabrica una camisa de fuerza a medida, llamada anticuerpo, que se ajusta única y exclusivamente a este agente patógeno. Por último, organiza una línea de producción para fabricar miles de anticuerpos de este tipo, que luego vuelven a circular por el organismo.

Estos anticuerpos, a su vez, buscan a sus objetivos como pequeños misiles teledirigidos y se adhieren a las bacterias. El invasor se vuelve inofensivo, y se le retiene hasta que llegan los macrófagos o los PMN para devorarlo.

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