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DOMINGO 4º

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«Este fue el origen de Jesucristo: María, su madre, estaba comprometida con José y, cuando todavía no habían vivido juntos, concibió un hijo por obra del Espíritu Santo. José, su esposo, que era un hombre justo y no quería denunciarla públicamente, resolvió abandonarla en secreto. Mientras pensaba en esto, el Ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: “José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que ha sido engendrado en ella proviene del Espíritu Santo. Ella dará a luz a un hijo, a quien pondrás el nombre de Jesús, porque él salvará a su Pueblo de todos sus pecados”.

Todo esto sucedió para que se cumpliera lo que el Señor había anunciado por el Profeta: ‘La Virgen concebirá y dará a luz a un hijo a quien pondrán el nombre de Emanuel’, que traducido significa: “Dios con nosotros”.

Al despertar, José hizo lo que el Ángel del Señor le había ordenado: llevó a María a su casa, y sin que hubieran hecho vida en común, ella dio a luz un hijo, y él le puso el nombre de Jesús» Mt 1,18-24

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«El Verbo de Dios (...) se compadeció de nuestra raza y lamentó nuestra debilidad y, sometiéndose a nuestra corrupción, no toleró el dominio de la muerte, sino que, para que lo creado no se destruyera ni la obra del Padre entre los hombres resultara en vano, tomó para sí un cuerpo y éste no diferente del nuestro. Pues no quiso simplemente estar en un cuerpo, ni quiso solamente aparecer, pues si hubiera querido solamente aparecer, habría podido realizar su divina manifestación por medio de algún otro ser más poderoso. Pero tomó nuestro cuerpo, y no simplemente esto, sino de una virgen pura e inmaculada, que no conocía varón, un cuerpo puro y verdaderamente no contaminado por la relación con los hombres. En efecto, aunque era poderoso y el Creador del universo, prepara en la Virgen para sí el cuerpo como un templo y lo hace apropiado como un instrumento en el que sea conocido y habite. Y así, tomando un cuerpo semejante a los nuestros, puesto que todos estamos sujetos a la corrupción de la muerte, lo entregó por todos a la muerte, lo ofreció al Padre, y lo hizo de una manera benevolente, para que muriendo todos en él se aboliera la ley humana que hace referencia a la corrupción (...), para que, como los hombres habían vuelto de nuevo a la corrupción, él los retornara a la incorruptibilidad y pudiera darles vida en vez de muerte, por la apropiación de su cuerpo, haciendo desaparecer la muerte de ellos, como una caña en el fuego, por la gracia de la resurrección»4.

LA REINA DEL ADVIENTO

El Adviento nos visita al final de la primavera e inicios del verano, con un trasfondo de flores, de perfumes y de rumor de pájaros, que prestan el marco adecuado para celebrar en la alegría, una verdadera liturgia de la vida.

Adviento es un tiempo femenino. En las lecturas bíblicas previas a la Navidad, desfilan distintas mujeres que se preparan a ser madres. Algunas de edad avanzada, como Isabel; otras estériles, como las madres de Sansón y de Samuel.

Es todo un entorno femenino, que con fragancia a jazmines florecidos, centra la escena en la figura de María, la reina del Adviento. Aquella que le dijo al indio Juan Diego: “Acaso, yo no soy tu madre, ¿no soy la fuente de tu alegría?; ¿tienes necesidad de alguna otra cosa?”.

Esta dimensión femenina, le da a esta última semana una dimensión muy especial, la de una madre que está por dar a luz. Después vendrá el tiempo navideño, en que nuestra atención se desplazará hacia el Niño recién nacido.

En nuestras latitudes, llegando al fin del año, un ambiente de cansancio y nerviosismo conspira contra el espíritu del Adviento. Tendremos que rescatar su dimensión contemplativa.

En medio de sueños, silencios y misterios, como los que vivieron José y María, la esperanza lo madura, y lo convierte en tiempo de acogida y de escucha receptiva al don de un Dios que salva.

4. San Atanasio de Alejandría, La Encarnación del Verbo, 8 (trad. en: Atanasio. La Encarnación del Verbo, Madrid, Ed. Ciudad Nueva, 1989, pp. 45-46 [Biblioteca de Patrística, 6]).

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