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JESUCRISTO, NUESTRA COMÚN ESPERANZA DE GLORIA

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En memoria del P. Pedro Eugenio Alurralde, osb (14.01.1933 – 24.04.2020)


¡Cuántas veces escuchamos al P. Pedro utilizar esa frase, especialmente en la celebración de la Eucaristía! Ella sintetizaba el sentido de su vida: Jesucristo; y la meta anhelada: llegar a la eterna felicidad anunciando la gloria del Resucitado1.

La vida monástica del P. Pedro se caracterizó por un deseo ferviente de dar a conocer el seguimiento de Jesucristo en la vida monástica, propagarla, irradiarla e implantarla en diversas regiones de América Latina.

Fue un monje extremadamente “móvil”; tal vez para el sentir de muchas personas: “un poco mucho”. Es muy posible que nunca hayamos comprendido ese secreto “ardor” que lo movilizaba, el mismo que experimentaron los discípulos de Emaús de camino con el Resucitado.

Poco tiempo después de su ordenación sacerdotal (10.12.1967), fue designado primer prior del Monasterio autónomo de Los Toldos (19.05.1968). Pero pronto comenzó a sentir que debía ponerse al servicio de otras Comunidades del Cono Sur: en 1974, fue a colaborar con los monjes de la Abadía de Cristo Rey (El Siambón, Tucumán); y en 1976, como prior de este Monasterio, inició la fundación del Monasterio de Nuestra Señor de la Paz (Calmayo, Córdoba); poco más tarde, en 1977, fue elegido primer abad del Siambón, concluyendo su servicio abacial el 13 de noviembre de 1978.

No habían transcurrido seis años, cuando, en 1984, fue designado prior de la nueva fundación de la Abadía de Los Toldos en Paraguay: Tupäsy María, donde trabajó con mucho empeño hasta 1992. En esta etapa su cuerpo comenzó a dar signos de cansancio y a pedirle que transitara un poco más despacio sus días en la tierra.

Sin embargo, todavía tuvo fuerza suficiente como para colaborar con el Monasterio de Calmayo, a partir de la segunda mitad año 2004. El esfuerzo y la entrega que puso en este nuevo servicio fue mucho mayor de lo que el P. Pedro dejó traslucir hacia afuera. Sin duda, el costo físico que tuvo que pagar resultaría determinante para los años que seguirían.

Durante estas “peregrinaciones”, que así las consideraba, casi espontáneamente surgía la pregunta de quienes lo rodeábamos: ¿son en verdad necesarias? Su respuesta, en cierta ocasión, fue: “Como encadenado por el Espíritu, voy sin saber lo que me sucederá. Sólo sé que, de ciudad en ciudad, el Espíritu Santo me va advirtiendo cuántas cadenas y tribulaciones me esperan” (cf. Hch 20,22-23). Lo llamativo es que lo dijo en el inicio de su peregrinación, en tanto que san Pablo lo afirmaba en su despedida de los presbíteros de Éfeso.

En los períodos que bien podríamos llamar de “sosiego”, fue escribiendo varios libros, más bien breves, en los que volcaba sus vivencias, sus experiencias personales y comunitarias. De entre ellos cabe mencionar su “versión extractada de la Regla de san Benito”, a la cual en un segundo momento añadió un comentario, y finalmente publicó en un pequeño libro: “Tomando por guía el Evangelio”, prologado por el Cardenal Eduardo F. Pironio. Esta obra conoció varias ediciones, y en cada una de ellas introdujo pequeñas modificaciones.

La muy especial atención que le dedicó al texto de nuestro Padre san Benito, es el signo preclaro de la preocupación constante, ya mencionada, y principal del P. Pedro, la motivación de su existencia: dar a conocer la vida monástica benedictina, propagarla, irradiarla; que hubiera más monjas, más monjes y más monasterios en nuestros países de América Latina.

Esa meta, si se me permite la expresión, lo “perseguía”. Y por ello siempre tuvo un aprecio del todo particular por la Conferencia de Comunidades Monásticas del Cono Sur, siendo uno de sus iniciadores, y su primer presidente.

Los últimos años de la existencia terrena del P. Pedro no fueron fáciles. La progresiva cuasi inmovilidad que le impuso su ajetreado físico fue onerosa para él, y por momentos le hacía sufrir, privándolo de su proverbial alegría y buen humor. Pero nunca le impidió seguir participando activamente en la vida comunitaria. Más bien fue como un gran retiro espiritual que lo preparó para el encuentro definitivo con el Señor.

Dejemos ahora que el mismo P. Pedro nos regale, a modo de herencia espiritual, la explicación de su pedagogía del camino:

«La vida del hombre es habitualmente un largo camino. El hombre es tierra que anda. Pero cuando este camino se encara con óptica de fe, se convierte entonces en peregrinación, y el cristiano en peregrino.

El camino de los peregrinos de Emaús tiene un carácter ejemplar para nosotros los creyentes. Y la presencia del Señor resulta iluminadora.

Somos una Iglesia pascual que peregrina en la fraternidad, y que se nutre de tres vivencias pascuales, claramente explicitadas por el Señor resucitado a través de sus palabras y de sus gestos.

La primera está relacionada con el sacramento de la palabra hecha letra. El discípulo tendrá que ser un hombre de la Palabra, primero por escucharla y conocerla, y luego, por anunciarla. “Les interpretó en todo las Escrituras lo que se refería a él”.

La segunda vivencia pascual, está íntimamente vinculada con la Eucaristía, sacramento pascual por excelencia; en donde nos alimentamos de la palabra hecha carne. “Tomó el pan y pronunció la bendición; luego lo partió y se lo dio”.

La tercera está representada por el sacramento del hermano. “Nosotros sabemos que hemos pasado /pascua/ de la muerte a la vida, porque amamos a nuestros hermanos”.

Al asumir a nuestro hermano como un sujeto amable y no como un mero objeto de consumo, estaremos experimentando también una vivencia pascual. “¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?”.

Cuenta el Papa Gregorio el Grande (siglo VI) en su vida de san Benito, que un sacerdote fue a visitar al monje en la solitaria ermita donde vivía; y recordarle que ese día era Pascua. El hombre de Dios, mirándolo le dijo: “¡Verte a ti hermano, ha sido pascua para mí!”».

1. Cf. Col 1,27; Ignacio de Antioquía, Carta a los Efesios 21,2.

La Palabra del Señor

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