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DOMINGO 2º

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«En aquel tiempo, Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos: su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz. De pronto se les aparecieron Moisés y Elías, hablando con Jesús. Pedro dijo a Jesús: “Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si quieres levantaré aquí mismo tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y se oyó una voz que decía desde la nube: “Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección: escúchenlo”. Al oír esto, los discípulos cayeron con el rostro en tierra, llenos de temor. Jesús se acercó a ellos y, tocándolos, les dijo: “Levántense, no tengan miedo”. Cuando alzaron los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús solo. Mientras bajaban del monte, Jesús les ordenó: “No hablen a nadie de esta visión, hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos”» Mt 17,1-9

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«Hoy, en el monte Tabor, Cristo ha reelaborado la imagen de la belleza terrestre y la ha trasformado en icono de la belleza celestial. Por eso está bien que yo diga: ¡Este es un lugar terrible! Es nada menos que la casa de Dios y la puerta del cielo (Gn 28,17). Hoy el Tabor y el Hermón se han alegrado a la vez (cf. Sal 88 [89],13); han invitado a todo el universo a alegrarse. El país de Zabulón y de Neftalí se han unido a la fiesta y han bailado bajo el sol. Hoy, Galilea y Nazaret han participado en la danza y han animado la fiesta con coros. El Monte Tabor se alegra por la fiesta y arrastra a la creación hacia Dios, renovándola.

Hoy, en efecto, el Señor ha aparecido verdaderamente en la montaña. Hoy la naturaleza humana, creada al principio a imagen de Dios, pero oscurecida por las figuras deformantes de los ídolos, ha sido trasfigurada en la antigua belleza del hombre creado a imagen y semejanza de Dios (Gn 1,26-27). Hoy en la montaña, la naturaleza, que se había extraviado en la idolatría en las montañas, ha sido transformada sin dejar de ser la misma, y ha brillado con la claridad resplandeciente de la divinidad. Hoy, en la montaña, el que estaba vestido con sombrías y tristes túnicas de pieles, de que habla el Génesis (cf. 3,21), se ha puesto el vestido divino, envolviéndose en la luz como en un manto (Sal 103,2). Hoy en el monte Tabor ha aparecido misteriosamente la condición de la vida futura del Reino de la alegría. Hoy, de manera sorprendente, los antiguos mensajeros de la Antigua y Nueva Alianzas se han reunido junto a Dios sobre la montaña, portadores de un misterio lleno de paradojas. Hoy, en el monte Tabor se traza el misterio de la cruz que por la muerte da la vida: así como Cristo fue crucificado entre dos hombres en el monte Calvario, ahora se alza con divina majestad entre Moisés y Elías…

En el Sinaí los símbolos fueron diseñados prefigurativamente; en el Tabor resplandece la verdad. Allí la oscuridad, aquí el sol; allí las tinieblas, aquí la nube luminosa...»12.

MUERTE Y TRANSFIGURACIÓN

Los amantes de la música clásica tal vez hayan escuchado un hermoso poema sinfónico, compuesto por el compositor germano Richard Strauss y titulado: “Muerte y transfiguración”. En él, el autor se identifica con el drama de un artista, que recién durante su agonía, y en la última hora, alcanza a percibir la realización del ideal por el que había luchado toda su vida.

Esto puede ayudarnos, salvando distancias, a meditar en el misterio de la Transfiguración del Señor; sin olvidarnos que los misterios son más para ser contemplados que para ser penetrados.

Jesús, no les ocultó a sus discípulos el anuncio de la cruz; que asumió hasta las últimas consecuencias. Pero quiso en un cuarto intermedio, transmitirles un mensaje de consuelo; es decir, garantizarles que el fin no sería la cruz sino la luz. Avanzada del triunfo de Jesús sobre la muerte, y promesa de resurrección para los que aún peregrinamos.

Nosotros en el camino de la vida hemos tenido chispazos de luz o nos hemos sentido iluminados por personas que se nos han cruzado en diversas circunstancias. Ellas se convirtieron en mojones preferenciales de nuestra historia.

Cuentan que un joven novicio fue a visitar a un viejo monje para preguntarle qué debía hacer para progresar en la virtud. El anciano le habló largamente de las exigencias y sacrificios que tendría que asumir.

El novicio estuvo conforme con el desafío, pero le pidió un signo que lo motivara y le asegurara que valía la pena jugarse la vida. El monje, poniéndose de pie, y guardando silencio, abrió sus brazos en cruz, y abrazando el horizonte, se fue convirtiendo en una antorcha de fuego, radiante de luz. El joven entonces comprendió, que: “El Señor es como llama de fuego, que arde en la zarza sin consumirla”.

12. San Anastasio Sinaíta, Sermón para la Transfiguración de Cristo (trad. en: Lecturas cristianas para nuestro tiempo, Madrid, Editorial Apostolado de la Prensa, 1973, K 24).

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