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DOMINGO 2º

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«En aquel tiempo se presentó Juan el Bautista, proclamando en el desierto de Judea: “Conviértanse, porque el Reino de los Cielos está cerca”. A él se refería el profeta Isaías cuando dijo: ‘Una voz grita en el desierto: Preparen el camino del Señor, allanen sus senderos’.

Juan tenía una túnica de pelos de camello y un cinturón de cuero, y se alimentaba con langostas y miel silvestre. La gente de Jerusalén, de toda la Judea y de toda la región del Jordán iba a su encuentro, y se hacía bautizar por él en las aguas del Jordán, confesando sus pecados.

Al ver que muchos Fariseos y Saduceos se acercaban a recibir su bautismo, Juan les dijo: “Raza de víboras, ¿quién les enseñó a escapar de la ira de Dios que se acerca? Produzcan el fruto de una sincera conversión, y no se contenten con decir: ‘Tenemos por padre a Abraham’. Porque yo les digo que de estas piedras Dios puede hacer surgir hijos de Abraham. El hacha ya está puesta a la raíz de los árboles: el árbol que no produce buen fruto será cortado y arrojado al fuego. Yo los bautizo con agua para que se conviertan; pero aquel que viene detrás de mí es más poderoso que yo, y yo ni siquiera soy digno de quitarle las sandalias. Él los bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego. Tiene en su mano la horquilla y limpiará su era: recogerá su trigo en el granero y quemará la paja en un fuego inextinguible”» Mt 3,1-12

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«Juan es la voz, Cristo es la Palabra. Cristo existió antes que Juan, pero junto a Dios, y después de él, pero entre nosotros. ¡Gran misterio, hermanos! Estén atentos, perciban la grandeza del asunto una y otra vez. (...) Juan representaba el papel de la voz en este misterio; pero no sólo él era voz. Todo hombre que anuncia la Palabra es voz de la Palabra. Lo que es el sonido de nuestra boca respecto a la palabra que llevamos en nuestro interior, eso mismo es toda alma piadosa que la anuncia respecto a aquella Palabra de la que se ha dicho: En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios; ella estaba en el principio junto a Dios (Jn 1,1-2). ¡Cuántas palabras, mejor, cuántas voces no origina la palabra concebida en el corazón! ¡Cuántos predicadores no ha hecho la Palabra que permanece en el Padre! Envió a los patriarcas, a los profetas; envió a tan numerosos y grandes pregoneros suyos. La Palabra que permanece envió las voces, y, después de haber enviado por delante muchas voces, vino la misma Palabra en su voz, en su carne, cual en su propio vehículo. Recoge, pues, como en una unidad, todas las voces que antecedieron a la Palabra y resúmelas en la persona de Juan. Él personificaba el misterio de todas ellas; él, sólo él, era la personificación sagrada y mística de todas ellas. Con razón, por tanto, se le llama voz, cual sello y misterio de todas las voces»2.

¡CADA VEZ MÁS CERCA!

Los cristianos no creemos en el mito del eterno retorno, y en que todo vuelva a repetirse. Sabemos que cada paso que damos, nos acerca más al encuentro pleno y definitivo con el Señor. Pero la condición que él nos exige es reanimar nuestro espíritu de conversión.

¿Pero qué es la conversión? La conversión es el esfuerzo que hacemos para retomar con corazón purificado el seguimiento de Cristo. Muchos piensan ingenuamente, que uno se convierte de una vez para todas; pero esto no suele suceder siempre así.

La conversión es una gracia que Dios nos regala. Hay que pedirla y recibirla “setenta veces siete”, por pura gratuidad.

Convertirnos, significa redimensionar nuestra escala de valores. Retomar un camino jalonado por momentos litúrgicos fuertes de iglesia, como puede ser el del Adviento. Convertirse implica practicar las virtudes y combatir los vicios de nuestra naturaleza humana.

Cuentan de un anciano monje que se cruzó con una famosa cortesana rodeada de su dorado séquito. Al verla, se quedó contemplándola un largo rato, deslumbrado por su hermosura. Sus discípulos estaban escandalizados. Pero él con lágrimas en los ojos les dijo: “Observen cómo esta mujer luce y se adorna con lo mejor que tiene, para seducir a los hombres. En cambio, nosotros, ¡con qué poco espíritu de conversión nos preocupamos por buscar agradar al Señor, y para llamar su atención!”.

2. San Agustín de Hipona, Sermón 288, 4 (trad. en: Obras completas de san Agustín, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1984, t. XXV, pp. 138-139 [BAC 448]).

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