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III

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Pedro, desde casi siendo un crio, muchísimo antes de relacionarse con personas como Antonio Herrero, era muy exigente consigo mismo. No hizo caso a lo sentenciado por Elbert Hubbart: «No te tomes la vida demasiado en serio, nunca saldrás vivo de ella». Pensaba que tenía tantas cosas por hacer, y que disponía de tan poco tiempo, que aplicó a rajatabla lo que escuchó decir a su padre: «Res, non verba»[4] .

También le pareció imprescindible vivir siguiendo el consejo de Martin Luther King, según el cual, «Nadie se nos montará encima si no doblamos la espalda». Así es que, cuando las cosas se torciesen, haría lo que su madre le aconsejó: «Afrontar las adversidades sin perder nunca la esperanza», y, por añadidura, lo proclamado en El Quijote: «Confía en el tiempo, que suele dar dulces salidas a amargas dificultades». No morderse la lengua fue siempre otra de sus máximas, salvo en el caso que hubiera que aplicar la recomendación de Groucho Marx: «Es mejor estar callado y parecer tonto que hablar y despejar las dudas para siempre».

A la hora de referirse a la franqueza, Pedro consideraba que esa característica humana o manera de ser, llevada hasta sus últimas consecuencias, podía acabar deparando sorprendentes revelaciones, como aquella acaecida la noche de bodas de unos recién casados: él torero y ella modista:

—María, no sabía que no fueras virgen.

—Manolo, ni yo que te faltara un huevo.

—Lo mío fue en una corrida.

—Pues lo mío también.

El chiste, de los poquísimos que lograba retener y mal contar era tan simple como la anécdota sobre Moratinos en el Ministerio de Exteriores donde, al detectarse que los archivos estaban saturados de papeles, decidieron tirar documentos. Una secretaria dubitativa sobre la utilidad de unos legajos, le preguntó:

—Señor ministro, ¿tiramos también estos expedientes?

—A ver... pues... no sé... Bueno, tírelos, pero antes haga una fotocopia por si acaso.

Soltar una sonora carcajada era algo habitual en Pedro para acentuar su estado de buen humor, como también expresarse con tono duro cuando la situación así lo requería. Por ejemplo, el día en que decidió embarcarse en un asunto de tanta enjundia como escribir una novela. Yo no voy a hacer —le dijo con seriedad a su mujer— una retahíla o refrito de artículos de opinión y colocarlos en fila india como tantos periodistas. O escribo una historia que merezca la pena o me quedo quieto.

Así que se propuso poner negro sobre blanco, sin más límites que los dispuestos por su memoria, todo lo acontecido en su vida: fuese bueno, malo, regular, fértil o estéril, chanchullesco o versallesco, decente o indecente, refinado o vulgar, todo, absolutamente todo lo iba a contar. Estaba seguro de que el miedo que le hizo a veces —pocas, pero aun así demasiadas— claudicar, vender gato por liebre, relativizar clamorosas injusticias y difuminar fechorías ajenas, ese miedo estaría en otros, pero, en él, desde luego que no. A consecuencia de ello, uno de los párrafos del primer capítulo debía incluir una lección de sabiduría contada por aquella que más y mejor le conocía, y a la que, por mucho que se empeñase, jamás podía engañar: su conciencia.

—Pedro, si te dieran a elegir entre ser siempre libre o nunca sentir miedo, ¿qué elegirías?

—Por supuesto que ser libre toda mi vida. Amar a quien quiera, trabajar en lo que me plazca, comer y beber lo que me apetezca, viajar donde guste. Cosas que siempre he deseado. Carecer de miedo no me preocupa, soy una persona valiente.

—Has elegido, como dices, aquello que más ansías, lo que crees que te falta. Una libertad perenne de la que, sin embargo, no podrías disfrutar, aunque te fuese concedida conforme a tu elección.

—No estoy de acuerdo porque, si como decías, se me concediese la facultad de ser libre, nadie me podría impedir actuar libremente.

—Lo acabas de decir. Nadie te lo impediría. Pero, insisto, no podrías actuar libremente.

—¿Qué me lo iba a impedir?

—El miedo.

—Ni hablar. Te he dicho que soy una persona valiente.

—No lo dudo. Pero ante una situación de riesgo como encontrarte delante de un león, ser libre supondría poder decidir si enfrentarte o salir huyendo; mientras que carecer de miedo te garantizaría seguir tu camino sin prestar atención al animal. La libertad y el miedo son conceptos abstractos que luchan en nuestro interior. El primero, la libertad, deserta o queda amputada o atenazada por el miedo. Solo cuando este desaparece de nuestra mente actuamos libremente. Dicho lo cual, ¿quieres elegir otra vez?

Esa segunda vez, Pedro aseguró que habría elegido nunca sentir miedo.

Tras una breve pausa hecha con toda intención, prosiguió profundizando en cómo debía ser el relato novelado de su vida. Debían preponderar palabras que, en arte pictórico, vendrían a ser de estilo naif, comprensibles para pazguatos y euritos. Convenía advertir con tacto, a quien la leyese, que, en caso de surgir preguntas, las guardara para hacérselas una vez terminase, porque todo, desde lo más nimio a lo más complejo, acabaría cobrando sentido. Quería describir aquellas cálidas relaciones humanas sustituidas ahora por fríos y mecánicos mensajes virtuales. Retratar ambientes costumbristas que, aun sobrados de vulgaridad, eran auténticos, limpios y transparentes. Pasar sonriendo ante los lobos y las hienas que, mediante emboscadas, coartaron o interrumpieron su libertad. Que sapos y culebras quedasen retratados como son, como habían sido y como seguirían siendo porque, tal cual dejó escrito William Faulkner: «Se puede confiar en las malas personas, no cambian jamás». Por lo que, si unos y otras salían con ponzoña, no sería por inquina lejana o reciente, sino fiel reflejo de la estulticia que llevaban dentro, del nepotismo que abanderaban sin recato y con insultante descaro.

«Los demás —le cambió la cara—, los demás —reiteró, queriendo recalcar a quienes se refería en ese momento— contaban con una categoría humana suficiente para, lejos de socavar la historia de su vida, elevarla». Gente maravillosa con la que se había encontrado a sus próximos 50 años. Hombres y mujeres que, con independencia de la manera de pensar o del puesto que ocuparan, le aportaron gestos de complicidad o de aliento. Que le concedieron compresión y apoyo. Con quienes lloró de alegría y también de pena, se fundió en abrazos, estrechó manos e intercambió besos. Tanto el periodista Antonio Herrero como el cantautor Carlos Cano, decía Pedro, fueron referentes no por su manera de pensar que, en algunos aspectos, compartía, sino por mantenerse fieles a sus principios. Al conocerlos sintió la obligación de no ser veleta, tener convicciones firmes, un estilo propio, inflexible con los abusos del poder, crítico con su país, con su tierra, con su gente.

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