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III

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Lo perentorio —dada la gravedad del trance— era ganar tiempo con el que acicalar una coartada mínimamente convincente que, sin cancanear, le valiera para no dar pábulo en el Puente Tablas a habladurías que mitigasen el buen nombre que tenía la familia Molina, lo cual sería tremendamente injusto, conociendo como conocía la impoluta trayectoria del padre de su amigo Andrés como carnicero en el polígono. Una carnicería que le había recomendado poner su compadre Pepito Olid, quien llevaba muy a gala ser descendiente de Juan de Olid, escudero del condestable de Jaén, de cuyo señor se separó para servir los designios fijados por su majestad don Enrique IV, partiendo en busca de un unicornio, como tan profusamente narró Juan Eslava Galán. Esa fantástica novela, premiada y publicada por Planeta.

Pedro tenía siempre a gala decir que fue la primera que leyó, consciente de que leía una novela y, que encima, le encantó. A Eslava, a quien ya siendo periodista llegó a entrevistar en más de una ocasión, solo le conocía entonces de vista, al cruzarse con el profesor por los pasillos del instituto Virgen del Carmen durante aquel curso académico 78/79.

En su estreno como estudiante de 1º de B.U.P. la experiencia más esperada por cualquier pipiolo era participar en el entierro de la sardina, una actividad que se hacía coincidir con el último día lectivo antes de las vacaciones de Navidad. Los de niveles superiores se encargaban de recorrer los pasillos alentando al resto a desalojar las aulas y sumarse a un cortejo multitudinario encabezado por una especie de caja fúnebre.

La práctica totalidad de alumnos del masculino recorría en procesión los alrededores al son de coplillas tarareadas en señal de alegría por la finalización del primer trimestre. La comitiva solía detenerse a las puertas del instituto Santa Catalina de Alejandría, conocido como El femenino, en busca de que las chicas se sumaran al festín. Las más atrevidas lo hacían causando la ovación de los muchachos y el lógico revuelo en el resto que, asomadas a los ventanales, saludaban y unían sus voces al jolgorio callejero.

Pero si injusto podía ser el suministro de cuartos al pregonero para —con lo acontecido en el trastero del chalet del Puente Tablas— desprestigiar el negocio de carnicería del padre de Andrés; tanto o más injusto sería para oscurecer la brillante consagración de la madre del amigo de Pedro como peluquera. Consagración que ella misma había explicitado mientras deglutía patatas fritas; ofreciendo —de esa asquerosilla manera— una sorprendente demostración de habilidad para llevar al unísono ambos cometidos: hablar y masticar.

Esa aludida consagración se la ganó la señora peluquera, madre de Andrés, la mañana del viernes 12 junio de 1970. Ese día, del que hacía ya nueve años, dos meses y 17 soles, fue llamada por la dirección del Parador de Turismo de Santa Catalina, con el loable fin de moldear ligeramente el peinado a madame Ivonne de De Gaulle, la esposa del general, expresidente de la vecina y republicana Francia. Muy a su pesar, carecía de testimonio gráfico de su quehacer con madame Ivonne, pero sí la página de La Vanguardia, correspondiente a la crónica firmada por Vicente Oya Rodríguez sobre las andanzas por aquellos días del significado octogenario francés. El recorte de la mencionada crónica dijo conservar —patatas fritas en boca de por medio— en un lugar prominente de su peluquería de la calle Arroyo.

Dicha vía, llamada también Mimbres, Benito Pérez Galdós, y, finalmente, Teodoro Calvache, era originariamente una vaguada natural por donde discurrían las aguas pluviales y fecales buscando los extramuros de la urbe. De ahí su nombre de Arroyo. En 1640, el Cabildo decidió que fuesen encauzadas y, posteriormente, una vez urbanizada, acogió las viviendas de modestas familias de labradores. Teodoro Calvache Martínez nació en esta calle en 1841.

A lo largo de su vida consiguió una fortuna con la que hizo importantes donaciones para sus vecinos, hasta fallecer en 1921. Esta calle fue durante muchos años tránsito obligado de los entierros que se encaminaban al viejo cementerio de San Eufrasio; también lo era de la banda de música cuando se dirigía a la plaza de toros, y el espacio urbano que protagonizaba la verbena de San Bernabé.

Pero, con independencia de dar cuartelillo a su imaginación, aquella tarde de domingo del 79, para no menoscabar la reputación del matrimonio Molina y, por añadidura, de sus respectivos negocios de carnicería y peluquería, Pedro, ante todo, lo que quería, sin mayor dilación, era salir pitando del trastero, arguyendo que debajo de la uralita hacía más calor que planchando en el Sáhara y, con tanta gente dentro, no había forma de respirar.

Los padres y tíos de Dulce, más calmados del solivianto por el grito de la Montuno, asintieron al unísono, signo inequívoco de que les pareció razonable dicha sugerencia, hábilmente esgrimida a tenor de la complicada coyuntura acaecida, sobre la cual ya había acudido a interesarse con afanes de cotilla empedernida una verdulera con puesto en el Mercado de Peñamefécit, construido en 1968 por el Ayuntamiento, gracias a un préstamo concedido por el Banco de Crédito Local. A la verdulera le acompañaba su marido taxista, que tenía más cabeza que Bernardo López.

Este jiennense fue el segundo de seis hermanos en una familia dedicada al comercio. Inició sus estudios en el instituto de la calle Compañía, pero en 1850 se trasladó a Granada, e ingresó en el colegio de San Bartolomé para proseguir con el bachillerato y la carrera de Derecho. A finales de 1858, estando en Madrid, publicó su oda Asia, en el periódico republicano La Discusión. Pasó desapercibido hasta que, en 1866 publicó en El Eco del País, donde era redactor, su celebérrima oda patriótica El dos de mayo, que obtuvo tan formidable éxito. Desde entonces, Bernardo López García fue conocido como El cantor del dos de mayo, oscureciéndose injustamente toda su obra anterior y posterior, llegando a ser proverbial el recitado de su primera estrofa:

Oigo, patria, tu aflicción

y escucho el triste concierto

que forman, tocando a muerto,

la campana y el cañón...

Antimonárquico y de tendencias revolucionarias, participó en los sucesos de Loja, lo que le valió ser apartado del Romancero de Jaén que se preparó con motivo de la visita de Isabel II. No perdió contacto con su ciudad, manteniendo relaciones amorosas con Patrocinio Padilla, joven jiennense, con la que tuvo una hija, María de la Aurora. En 1865 se casó con Patrocinio, que fallecía tres años más tarde. Meses después Bernardo se enamoró apasionadamente de Concha López, hija de su amigo y editor el impresor Francisco López, que se opuso frontalmente al casamiento por la indigencia del pretendiente. En 1867 publicó a su costa la primera edición de sus Poesías, que apenas se vendió: la miseria y las privaciones arruinaron su salud. A mediados de 1868 marchó a Madrid, donde fallecía el 15 de noviembre de 1870.

Fuera ya del trastero donde había sucedido lo aún por desvelar —idos ya la verdulera y el taxista, con Dulce bastante aliviada— estaban reunidos los dos matrimonios en torno a una fuente de ponche elaborado con un litro de gaseosa Revoltosa, dos de vino tinto Savin, trozos de canela en rama y sabrosas rebanadas de melocotón comprados en Simago. Los excelsos ingredientes no se correspondían con un aspecto agraciado del mejunje, que no aparentaba estar fresco, más bien calentón. ¿El motivo? las exiguas frigorías de la nevera que —a años luz de la gama Otsein que vendía entonces en Jaén Comercial Juaniguez— generaba muchísimo más ruido que frío.

Sancho Montuno, con una gorra de Industrias El Ángel y una camiseta de Pavimentos Litón, con más manchas que un papel de tallo, requirió a su sobrino Andrés para que disminuyese el volumen del tocadiscos que, igual que el radiocasete de Dulce, reproducía exclusivamente composiciones de elepés de John Denver comprados en la sección de música de Tejidos Gangas, cuyo encargado, Antonio Fernández —primo hermano de Pedro— había logrado colocarse tras abandonar Los Maristas sin terminar bachiller, con el consiguiente disgusto de su padre, Alonso Fernández Valenzuela.

El cargo, sin remuneración, que ocupó desde 1968 hasta noviembre de 1972 como delegado provincial de la Federación Andaluza de Fútbol le generó a Alonso algún disgusto que otro, porque había quienes le reprochaban tener el privilegio de entrar gratis a los partidos. Así, de viva voz, se lo espetó intencionadamente José Luis López Carmona, Biguri, directivo del Real Jaén, a las puertas del estadio La Victoria. Casualmente, en ese instante entraba un hombre que acudía en moto todos los domingos, colándose sin mostrar carnet ni acreditación, solo portando una barra de hielo metida en un saco que decía era para el ambigú de tribuna. «Este sí que entra de balde», le dijo Alonso a Biguri mientras le mostraba su carnet de socio. Luego, entre 1975 y 1980, como miembro de la directiva del club jiennense, presidida por José María Carrasco Sánchez, protagonizó una de las peripecias que batían todos los registros del absurdo. Se produjo en el descanso de un partido en el que estaba en juego el descenso. El árbitro, a las puertas del vestuario local, delante de Alonso Fernández, le expresó lo siguiente: «Estoy harto de decirle a los jugadores que se tiren dentro del área, y no se tiran. Yo no puedo hacer más por ustedes». Pedro, además de seguir con atención las vicisitudes directivas de su tío, les estaba muy agradecido por haberle regalado, cuando cumplió cinco años, un banderín del Real Jaén correspondiente al primer Trofeo del Olivo, disputado el fin de semana del 10 y 11 de junio de 1967.

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