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IV

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El antedicho requerimiento de Sancho, en lo concerniente a bajar el sonido del tocadiscos, no sentó nada bien a su cuñada, porque consideraba que le había parecido como si el marido de su hermana quisiese que Andrés, amigo de Pedro y primo de Dulce, apagara del todo el aparato reproductor de vinilos con canciones de John Denver que le había podido comprar echando más horas que un reloj en la peluquería que regentaba en la calle Arroyo, cerca de la iglesia de San Ildefonso, de la que todos los días a las 12, coincidiendo con el Ángelus, salían los sones del canto mariano que recordaba el descenso y aparición de la Virgen de la Capilla, tal y como lo contaba, en 1628, Bartolomé Ximénez Patón, secretario del Santo Oficio.

«Que a la hora de medianoche del sábado, a diez días del mes de junio de 1430 años, iba una gran procesión de gente muy lucida y con muchas luces, y en ella, siete personas que parecían hombres, que llevaban siete cruces: iban uno detrás de otro, y que las cruces parecían a las de las parroquias de esta Ciudad, y los hombres que las llevaban iban vestidos de blanco o con albas largas hasta los pies. En lo último de esta procesión iba una Señora más alta que las otras personas, vestida de ropas blancas con una falda de más de dos varas y media; y iba distinta de los demás la última, y no iba cerca della otra persona, de cuyo rostro salía gran resplandor, que alumbraba más que el Sol, porque con él se veían todas las cosas alrededor, y contorno, y las tejas de los tejados como si fuera a medio día el Sol muy claro, y era tanto lo que resplandecía, que le quitaba la vista de los ojos, como el sol cuando le miran en hito. Esta Señora llevaba en sus brazos un niño pequeño también vestido de blanco, y el niño iba sobre el brazo derecho. Detrás desta Señora venían hasta 300 personas, hombres y mujeres, estas cerca de la falda de la Señora, y ellos algo más atrás».

Así debió ocurrir el descenso desde los cielos de la Virgen de la Capilla, copatrona de la ciudad con Santa Catalina y alcaldesa mayor de Jaén, imagen de estilo gótico y de autor anónimo, realizada en el siglo XVI. La Virgen fue coronada en 1930 por el cardenal Pedro Segura y Sáenz, y posteriormente recoronada en 1956, fecha en la que la madre de Andrés pidió a su entonces pretendiente que acudiese a pedir la puerta, porque así se lo inculcaron sus padres, Casto Conejo Risueño y Andrea Vello Tieso, abuelos de Dulce, la cual yacía gozosa en una hamaca de franjas verdes y blancas, como la bandera de Andalucía, región que iba camino, entonces, de convertirse en comunidad autónoma.

El cuatro de diciembre de 1978, 11 fuerzas políticas firmaban en Antequera el denominado Pacto Autonómico Andaluz bajo las banderas de España y de Andalucía. Los representantes de los partidos firmantes coincidieron en señalar que este documento era «el más importante de toda la historia de Andalucía», y señalaron como objetivo principal la resolución de los problemas políticos, económicos, culturales y sociológicos de Andalucía. En virtud del pacto, los partidos firmantes —PSOE, UCD, PCE, AP, DC, PTA, PSA, ORT, ID, RFE (Reforma Social Española) y ACL (Acción Ciudadana Liberal)— se comprometían a impulsar y desarrollar los esfuerzos, encaminados a conseguir para Andalucía, en el más breve plazo de tiempo, la autonomía más eficaz en el marco de la Constitución. Precisamente, uno de los primeros acuerdos aprobados por el Ayuntamiento de Jaén, constituido tras las elecciones municipales de abril de 1979, fue apoyar el Pacto de Antequera. Aquella primera Corporación estaba presidida por Emilio Arroyo López, un profesor de Geografía del Colegio Universitario Santo Reino, que, con treinta y pocos años, asumió la tarea de poner orden y racionalidad en un consistorio sin recursos y falto de organización. Arroyo, al contrario que su padre, falangista, se encontraba muy imbuido por la doctrina social de la Iglesia y el Concilio Vaticano II. Pese a su militancia socialista, antepuso criterios de gestión a los de carácter ideológico, ingeniándoselas para hacer funcionar el Ayuntamiento y conseguir avances en infraestructuras.

Durante ese primer mandato, apoyado por su grupo, el PSOE, los ediles del PSA y el PCA, hizo gala de su clara disposición al consenso, hasta el extremo de otorgar responsabilidades de Gobierno a todos los miembros de la Corporación, incluidos los diez de UCD (Unión de Centro Democrático) encabezados por Luis Miguel Payá, y el único genuinamente de derechas, elegido por Alianza Popular, Felipe Oya Rodríguez. En él delegaría la concejalía del área de Estadística a la que también accedió a sumar, a petición del propio Oya, el seguimiento del censo de reclutas bajo la denominación de Asuntos Militares.

Allí, en el porche del chalet a medio terminar del matrimonio Molina, en el Puente Tablas, el padre de la prima de Andrés concretó que lo que en realidad había pedido a su sobrino es que redujese el volumen y no que apagase el aparato, con la finalidad —por otra parte, muy juiciosa— de oír bien oídas las esperadas explicaciones de lo acontecido un ratillo antes en el trastero. Dicho altercado le había proporcionado un gran berrinche, no tanto por lo acaecido, sino por haberle pillado haciendo maniobras orquestales en la oscuridad con su excitante esposa en la habitación en la que, a diario, solía sestear su cuñado Molina.

Este era propietario de la modesta pero exitosa carnicería ubicada cerca del campo de fútbol Sebastián Barajas, en el populoso barrio del Polígono del Valle, zona de Jaén en la que, desde principios de los 70, y en sucesivas oleadas, se construyeron viviendas de promoción pública que iban ocupando familias venidas de otros puntos de la ciudad o la provincia.

Esos minutos recorridos entre el grito y el abandono del trastero depararon a Pedro el tiempo suficiente para perfilar en su cabeza una estratagema narrativa que no pareciese mendaz y, consecuentemente, poder salir sin daños, o con los menos posibles, de aquel embrollo. No estaban desconcertados, sino concentrados y con todas las miradas y oídos puestos en él. Así es que, la suerte estaba echada: Pedro tenía que comenzar su relato. Lo recordaba a la perfección:

«Al inicio de la partida de damas —que Dulce se había empeñado en echar conmigo en el trastero— al darse la vuelta para buscar un hueco en el que colocar el radiocasete por los muchos trastos que había en la estantería, saltó un ratón, el cual provocó una enorme alteración en Dulce, que cayó de culo al ver pasar al roedor de sus pechos al tablero, y, de ahí, al suelo. Arrinconado, el ratón pudo encontrar la muerte instantánea si yo hubiese acertado plenamente a propinarle el golpe de gracia que pretendí asestarle con el palo de una fregona. Tocado pero no hundido, el ratón se escapó por la puerta del trastero que Dulce había dejado entreabierta para que corriese algo el aire».

Así, tal cual lo acababa de reproducir, lo expuso aquella tarde de agosto del 79. Una fábula que pudo ensamblar en minutos para borrar cualquier vestigio de lo realmente acontecido: la cruenta envestida que él supuso era deseada y esperada por el culo de la Montuno. Pedro recordaba sonriente que los presentes se dieron, no solamente por enterados, sino también, por alta y gratamente satisfechos. Tanto fue así, que Sancho Montuno optó por llenarse otro vaso de ponche, su cuñado acudió a echarse un chapuzón en la alberca que hacía la veces de piscina en aquella hondonada del Puente Tablas, mientras que las hermanas y esposas de los susodichos se enzarzaban en una improductiva discusión sobre por dónde puñetas andaría el ratón malherido, si habría más roedores pululando por allí y acerca de la necesidad imperiosa de hacer sábado el domingo siguiente, Dios mediante, en el trastero del chalet a medio terminar, empezando por la estantería, que llevaba varios veranos apilada allí, llena de trastos más viejos que el hilo negro y, por ende, más inútiles que cortar niebla. Una dispersa estampa familiar que Dulce, postrada en una hamaca del porche, aprovechó para —complacida por haber dejado impoluta su honra respecto de su novio Quijano— lanzarle a Pedro un guiño aderezado con una oscura sonrisa a consecuencia de los restos de brea negra, comprada el día anterior a ese domingo de finales de agosto del 79 en la tienda de La Pilarica.

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