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El principio del fin I

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Completado el último encargo, había comunicado oficialmente su salida. Ello suponía tener que devolver en mano su tarjeta de identificación digital y firmar, en presencia de su enlace, un documento interno denominado F.C.O.[1] . A tal fin debían verse en una cafetería, frente a la Diputación de Sevilla. Aguardaba turno de entrada para acceder al parking Jocaral, junto al paseo de Catalina Ribera, cavilando sobre el año que, pese a acabar en 13, no estaba, al menos para él —que en unos meses cumpliría los 50— respondiendo al mal fario que las supersticiones señalan sobre tal cifra. Otros anteriores, sin esa superchería como excusa, habían sido peores, empezando por cuando se marchó de Jaén en 2005, o quizá no tanto. El sonido de un claxon le sacó de la disquisición. A la salida del estacionamiento, de manera tan refleja como innecesaria, revisó la nota con las coordenadas[2] de la cita:

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—¿Tú?

—La misma.

—No me lo puedo creer.

—Créetelo. Soy yo.

—¿Qué haces aquí?

—¿A ti qué te parece?

—No me jodas que eres enlace.

—Lo soy, desde hace años.

—No lo sabía.

—Lógico, esto funciona así. Ni entre nosotros podemos desvelar nuestra pertenencia, y, quienes estamos arriba, con más motivo.

—Y encima, nunca mejor dicho, eres de la cúpula, ¡joder! No sabes cuánto me alegro de verte. Le pregunté a Gonzalo por ti y me dijo que estabas en Asuntos Exteriores.

—Claro. Como tú ahora, vendiendo quesos en Antequera, ¡no te digo!

—Ya, pero esta vez mi tienda no la uso de tapadera: el negocio que he montado con dinero del paro es mi retiro definitivo.

—Cuando me pasaron tu ficha, que decía que habías montado un negocio de alimentación, hasta el momento en que se concretó la cita de hoy, creí que lo tendrías de caparazón: vamos, que no te ibas a desligar de nosotros.

—Le he dado muchas vueltas, pero en mi vida soy así de inflexible. Una vez que decido algo, no hay marcha atrás. Estoy agotado, han sido muchos años currando como un cabrón.

—Anda ya. No te veo yo a ti fuera de todo esto.

—Estoy decidido. Hoy dejo oficialmente la organización, y también el periodismo.

—Eso no se deja nunca.

—Lo sé. Siempre, hasta que me vaya al hoyo, seré periodista.

—Y dale con lo de irse al hoyo. Eso ya lo decías cuando nos conocimos, siendo apenas dos críos.

—De críos nada, nada de nada. No se me olvidará aquella noche en Úbeda.

—Anda, calla, calla.

—No me callo ni debajo agua.

—Ja, ja, ja, eres la leche.

—Mira, quiero hacer otras cosas que nada tengan ver con a lo que me he dedicado desde que nací. En el parto salí con un bolígrafo, un bloc de notas y una grabadora para entrevistar a la matrona.

—Ala, exagerao.

—Pues para llevar tantos años en Madrid no has perdido el acento.

—Será que las raíces nunca se olvidan.

—Si hubiera sabido que mi enlace eras tú, te habría traído, además de flores, una bolsa de magdalenas. Están buenísimas. Me las recomendó mi hijo Sergio. Las hacen en Jimena, pasa un mes y no se ponen sequeronas: siguen tiernas, riquísimas.

—Mira que eres. Entonces, por lo que dices, el negocio bien, ¿no?

—Llevo solo un par de meses con la tienda, aunque me defiendo bien como tendero.

—Tendero, ja, ja, ja... hacía la tira de tiempo que no escuchaba esa palabreja.

—Oye, sigues casada con Muñiz, ¿no?

—Ni me lo nombres. Y tú, ¿cómo sabes eso?

—No eres la única. Yo también me entero de todo.

—¿Has venido directo?

—No. He pasado primero por el juzgado.

—¿Para lo de tu sentencia de Onda Jaén?

—No. Esa es del TSJA de Granada.

—Y, ¿qué sabes?

—Hace dos semanas han fallado a mi favor.

—¡Hostias, Pedrín!

—Eso mismo me dije yo cuando me enteré.

—Estarás contento, ¿no?

—Por supuesto, pero no solo por la indemnización; más aún —créeme— por lo que dice el Tribunal.

—¿Qué dice?

—Me lo sé de memoria. Afirman haber llegado al convencimiento de que el motivo de la rescisión del contrato obedeció a que los tres grupos políticos estaban disconformes con las críticas que yo les hacía en radio y televisión.

—Eso es para enmarcar.

—Me tienen que indemnizar con los 300000 euros que figuraban en el contrato, más los intereses de casi diez años de pleito. ¡Que ya está bien, cojones!

—Enhorabuena, me alegro mucho.

—Gracias. Fíjate, lo de la tele empezó por el Plan Aníbal.

—Me suena.

—Claro, son procedimientos de actuación que mandáis. Recuerdo que el Aníbal venía en un manual de 2001. Todavía lo conservo.

—Ya te decía que me sonaba. Bueno, lo importante, ¿cuándo te pagan la indemnización?

—Bruuu, eso está jodido, pero que muy jodido. Los hijos de puta del Ayuntamiento siempre tienen algo para escabullirse de sus responsabilidades. ¡Qué cabrones están hechos!

—Y los de la Comunidad de Madrid, los de las Diputaciones, los de la Junta con los EREs…, uf, está todo lleno de mierda. Oye, en los juzgados te habrás cruzado con la jueza Alaya, ¿no?

—No, que va. No he estado allí, si no en uno de lo social, por la avenida Buhaira.

—¿Qué se te ha perdido ahí?

—Nada, un tema laboral, la empresa de los mantecaos —para la que trabajé hasta enero pasado— no me pagó la última nómina, y ahora le va tocar hacerlo con recargo. Otro jefe cipote.

—Enhorabuena otra vez. Venga, dame tu tarjeta y firma aquí.

—Toma. Por cierto, una vez que he acabado el último encargo y me voy, toda la información que disponéis de mí desaparece de las clouds, ¿no?

—Absolutamente toda. Tú estás, como todos los que se van, limpio. Solo falta sacarte del Hacking Team, pero tranquilo, tu rastro ya es insignificante.

—No quedará rastro, pero a mí no se va a olvidar en la vida. La última vez hicisteis que me mudara, cancelar el ADSL, borrar todos los archivos de la nube, destruir el disco duro del portátil y cambiar de banco.

—¿Se lo has contado ya todo a tu mujer?

—No, nada, nada. Le conté solo lo del posible traslado a Madrid, que coincidió justo cuando, en Málaga, un tío de recursos humanos de Vértice me hizo la entrevista.

—Ah, sí, ¿para qué era?

—Para sustituir a Fernando Jáuregui en la dirección del Confidencial. Eso, salvo ella, tampoco lo sabe nadie. Pensarán que tengo más chominás en la cabeza que Furnieles.

—¿Quién es ese?

—Una juguetería que había en Jaén, por la plaza Los Jardinillos. ¿No te acuerdas?

—No. Creía que era un tío, como aquel concejal que te echó la culpa de haber perdido las elecciones.

—Ese es más tonto que un cepazo en un llano. En el PP le pusieron Panzoneti, y yo le bauticé como el Tarugo de Mágina.

—¿Sigue todavía de concejal?

—No, al inútil lo colocaron para hacer bulto en el Consejo Consultivo de Andalucía. ¿Quieres saber lo que el presidente del tinglado ese le dijo al alcalde sobre él?

—Cuenta, cuenta.

—Que si no había en Jaén un tío todavía más tonto.

—Y el alcalde, ¿qué le contestó?

—Que se le preguntase a Zarrías, que era quien lo había colocado allí.

—Ja,ja,ja,ja,ja. Qué bueno. No le pondrías tú Virrey a Zarrías, ¿no?

—A Zarrías yo le puse el Zar, después de que en el 96 Antonio Herrero me advirtiese de qué iba. Lo de Virrey, como también llamaban a Queipo de Llano, fue cosa de Fernando Arévalo. Un amigo periodista que se murió hará cosa de tres años, creo. Me llamaba a mí el Kamikaze.

—¿Y eso?

—Decía que me jugaba la vida todos los días en el micrófono. Yo es que les endiñaba a todos, empezando por los trileros del PSOE, siguiendo por los asalta trenes de IU y acabando por los caciques del PP. Gabino Puche y Gaspar Zarrías fueron a por mí en más de una ocasión.

—¿Qué te hizo Puche?

—Fue en el primer Gobierno de Aznar. Movió los hilos para impedir que entrase en la redacción regional de TVE en Andalucía. El jefe de informativos me llamó para disculparse. «Te han vetado —me dijo—, y, por primera vez en mi vida, he tenido que bajarme los pantalones».

—Qué putada. Y con Zarrías, después de lo que soltaste de las tomateras, te tendría fichado.

—Él y otros cuantos. Desde que en el 82 arranqué con deportes en Radio Guadalquivir, hasta que ahora he decidido retirarme, he pisado muchos callos. Siempre lo tuve claro: en periodismo se está para contar todo lo que pasa, independientemente del fulano o la merengana al que le pase.

—Ni que fueras José María García.

—Mejor Antonio Herrero... Bueno, en realidad los dos.

—¡Baja, Modesto!

—No me des marcha: soy muy bueno, lo sabes.

—Claro, de no ser así no habría propuesto tu nombre para que te vinieras a Madrid, pero estas decisiones se toman en equipo.

—Pues el equipo se equivocó. Te sorprenderá que diga esto sin conocer, siquiera, las demás opciones que teníais. Estamos los dos solos, y no te tengo que vender ninguna burra.

—Sí. Por cierto, de lo que pasó con las cintas, ¿nadie sabe nada?, ¿ni siquiera tu abogado?

—Oliván pudo olerse algo cuando hace unos meses le pregunté si conservaba todavía las diligencias del caso de Onda Cero. Me dijo que no. También le consulté a José Antonio López, un policía que fue secretario del SUP, pero pidió facilitarle unos datos y me pareció muy engorroso. Entonces tiré de contactos para localizar a María Jesús de la Vega, una compañera que coincidió conmigo en la radio. Di con ella en Jaén, y no recordaba casi nada de lo que me hizo tu marido.

—Ya no es mi marido, y te he pedido que ni lo menciones.

—Vale, perdona. Dame un correo para no perder el contacto.

—Lo siento, no puede ser.

—Dime, entonces, qué significa el guion bajo de tu identidad digital[3] que venía junto con las coordenadas.

—Que mi segundo apellido, López-Mestre, es compuesto.

—Ah, claro, hay que ver. Mira que me lo dijo tu hermano Gonzalo una vez que me lo encontré en Úbeda. Él, y por supuesto tú, salís en la novela. La tengo casi lista.

—Menudo bombazo vas a pegar si consigues que se traguen que llevas media vida metido y colaborando con los servicios de inteligencia del Estado.

—Me da igual. La verdad es la verdad, y lo hecho, hecho está.

—¿Cómo se titula la novela?

—La iba a titular Te vas a enterar, pero no.

—¿Entonces?

Guardó silencio y la miró. A pesar de que no la veía desde principios de los 80, cuando se conocieron una nochevieja, ella mantenía su maravillosa melena castaña con mechones claros, ojos grandes de color verde que seguían sin precisar maquillaje y eróticos labios carnosos, nada artificiales.

—O sea, que no me lo dices.

—No, me lo reservo. De todas maneras, si no te importa, llámame pronto. Igual te pido algo antes de publicarla.

—Venga, vale, lo haré: tú ganas.

—Esta vez sí, aquella vez, no. Perdí. Te fuiste con el guaperas y todavía me pregunto por qué.

—Me equivoqué.

—Ya.

—Bueno, vamos a dejarlo.

—Sí, mejor. Dame un beso. Salgo ahora mismo para Jaén.

—Venga, Pedro, adiós. Te llamaré.

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