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IV

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«No te quedes a ver los barcos venir». Esas ocho palabras, dichas por Carlos Cano, le quedaron grabadas. Fue lo último que oyó al terminar de entrevistarle en los camerinos del teatro Asuán. Allí mismo, ya sin grabadora de por medio, el cantautor le adelantó que le dedicaría A ver los barcos venir, uno de los temas de su repertorio. Además de la entrevista, el artista granadino tuvo el detalle de concederle una serie de íntimas reflexiones nacidas, como todo lo que salía de Carlos Cano, de su triste alma andaluza. Aquel mes de febrero del 86, a unas semanas del referéndum sobre la OTAN, le extrañaba que, precisamente en aquellas fechas, la Junta hubiese pensado en él para clausurar el I Certamen Nacional de Canción de Autor para Jóvenes Intérpretes. «Si esta gente cree que voy a renunciar a mis convicciones, es que no me conocen».

Entre otras, sus convicciones pasaban por rechazar la incorporación de España a dicha alianza. Que no creía en fronteras ni banderas. Que Andalucía había perdido su espíritu crítico, y que los andaluces resultaban ser una bicoca para el poder de turno. A un palmo de distancia, con su voz profunda, recitó una de las estrofas de Las murgas de Emilio el Moro, canción que formaba parte de su entonces último trabajo discográfico, Cuaderno de coplas.

—No sé por qué te lamentas en vez de enseñar los dientes, y por qué llamas «mi tierra» a aquello que no defiendes.

Como presentador del concurso y del concierto final, Pedro —tenía entonces 22 años— salió emocionado, y, saltándose el guion, lanzó una frase propia que quiso dedicar al artista: una frase —afirmó al público— a la que se había aferrado desde que decidió ser periodista:

—La libertad de expresión no está para halagarla, sino para ejercerla.

Inmediatamente después, serio, elegante, sobriamente vestido con camisa blanca y pantalón negro, Carlos Cano llenó el escenario del Asuán, y ofreció un espléndido recital en el que incluyó, entre otras, La murga de los Currelantes, Tango de las madres locas, Andalucía Superstar, El día de San Román, Política, No seas saboría, Los jornaleros se van y Habaneras de Cádiz.

Carlos Cano falleció a las cinco y media de la madrugada del martes 19 de diciembre de 2000, unos segundos después de que le hubiera dicho al médico, que acababa de hacerle un reconocimiento, que se encontraba bien. Mientras el facultativo salía de la habitación, Cano sufrió una parada cardiaca. «Se le ha roto el único trozo de arteria que quedaba suyo, y se ha roto en un sitio terrible», explicó el doctor Juan Miguel Torres, jefe de la Unidad de Críticos. Los médicos tenían previsto anunciar su traslado a planta por su buena evolución. El cantautor había pasado los últimos días desconectado de todos los aparatos mecánicos, a ratos levantado, de buen humor, y charlando con el personal auxiliar y con sus familiares. La autopsia reveló que la lesión se había producido en un lugar diferente del que motivó una intervención a vida o muerte el pasado 28 de noviembre. Sus restos fueron trasladados al salón de plenos del Ayuntamiento de Granada, donde fue instalada la capilla ardiente.

«Me cachis en los mengues —pensaba Pedro entre indignado y melancólico—, con la panda de impresentables que hay jodiendo por ahí, y Carlos y Antonio enterrados —suspiró antes de continuar, tratando de superar el nudo de su garganta y, por fin, siguió contando y escribiendo que tuvo el privilegio de compartir confidencias con ambos, que los dos le hablaron, como debe hacerse, mirando a los ojos—. No todos los hombres lo hacen —aseguró, deteniéndose en un episodio muy diferente a los anteriores».

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