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II

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Dulce, prima de su amigo Andrés, se encontraba en el chalet a medio terminar que la familia Molina tenía en una parcela del Puente Tablas. Enterada de la afición de Pedro por las damas, dijo que le apetecía jugar con él en el trastero con techo de uralita que había junto a una higuera en un lateral de la alberca que servía de piscina. El citado trastero, que además de albergar un cutre catre ejercía funciones de vestuarios, le pareció que resultaría algo incómodo por la cantidad de cachivaches que tenía alojados. Sin embargo, Pedro accedió, persuadido de que Dulce —pese a las estrecheces, el pestilente olor y las moscardas— lo habría propuesto porque ahí nadie les molestaría. La prima de Andrés, criada en el toledano pueblo de El Toboso —ennoviada quizá prematuramente de un tal Alonso Quijano que se encontraba haciendo la mili en Ceuta— tenía 17 bien cumplidos. Igual que a su primo, a Dulce le encantaba la música del cantante John Denver, hasta el punto de ir a todos lados con un radiocasete tamaño A3 del que exclusivamente emanaban canciones country del compositor norteamericano.

Dulce era una lozana moza de piel echada en harina y de abundante melena anaranjada, aspecto que, con seguridad, no le venía otorgado por quien decía, con protuberante orgullo, ser su progenitor, Sancho Montuno, posiblemente pariente de Vicente Montuno Morente, al que Jaén tiene dedicada una de sus calles más empinadas a través de la cual se llega al barrio de La Alcantarilla, donde está la iglesia de San Eufrasio.

El templo parroquial comenzó siendo la conocida como Ermita de San Félix, fundada el 25 de mayo de 1717 por un notario, de familia acaudala y religiosa, de nombre Luis Garrido-Ayuda. Un hermano suyo, perteneciente a la Orden de los Capuchinos, fue misionero y obispo en África, donde, después de fundar cinco hospitales fue mártir, y murió quemado vivo por los Sarracenos. Estando enfermo, Garrido-Ayuda recibió la visita de unos clérigos capuchinos: estos pernoctaron unos días en su casa, y al marcharse le obsequiaron con una pequeña imagen del primer santo de esta institución, San Félix de Cantalicio. Entonces, se invocó a él y sanó de su enfermedad.

En agradecimiento construyó la que fue la ermita de San Félix, transformada después en la Parroquia de San Eufrasio, patrón de la Diócesis de Jaén. Antes de ello, la ermita acogió la fundación de la cofradía del Cristo de Charcales (Cristo del Arroz). A finales del siglo XIX los hortelanos de toda la zona, especialmente las conocidas como Huerta Baja y Senda de los Huertos y Valondo, fundaron una cofradía con el nombre de San Félix, ofreciendo al santo todos los años el primer fruto de sus huertas, que eran las cerezas. Estas se bendecían y se repartían gratuitamente a los asistentes en la misa del día 18 de mayo, día de la festividad del Santo, junto con rosquillas.

Retomando las peculiaridades del engendrador de la lozana moza, se trataba este —que repetía orgulloso ser su padre— de un hombre de andares notablemente almorranaos; rudo, bravucón, de voz metida en orza, entrado en kilos, de metro cincuenta, moreno aceituna y escasa cabellera zaína. Nació en Andújar y emigró a La Mancha en busca de un destino brillante. Mientras esa reluciente venidera vida llegaba o no, todos los años, por abril, el tal Sancho Montuno se aferraba a plegarias marianas, acudiendo como fiel devoto a la romería de la Virgen de la Cabeza.

En 1947, aprovechando la celebración del IV centenario del nacimiento de Cervantes, destacados personajes de la cultura provincial remitieron un escrito a los ilustrísimos señores directores generales de Regiones Devastadas, solicitando la colocación de una lápida de bronce en la fachada del santuario mariano con las palabras dedicadas por el célebre escritor a la Romería del Cabezo en su obra póstuma Los trabajos de Persiles y Sigismunda. Dicha solicitud la firmaron Ángel Cruz Rueda, Cecilio Barberán, Manuel Mozas Mesa, Antonio Alcalá Venceslada, Salvador Vicente de la Torre y Vicente Montuno Morente. La obra lapidaria se encargó al escultor Jacinto Higueras, y fue realizada en 1954 por acuerdo de la Diputación y el Ayuntamiento de Andújar.

Dulce, la Montuno, según la llamaba Andrés, el amigo de Pedro, había heredado poco, muy poco, de Sancho, y mucho, bastante, de la madre que la parió, de nombre Adelina, como la balada de Richard Clayderman. Fruto de dichos genes femeninos, portaba unos descomunales pechos que, tersos, se le desbordaban por arriba, por abajo y por ambos lados del bikini con estampado floral que lucía orgullosa, igual que la medalla de la Virgen del Rocío, que, enganchada a una gruesa cadena dorada, abrazada por sus abombados senos, le llegaba hasta media cuarta más arriba del ombligo. Dulce disponía de un trasero —más moderno que el de su excitante mamá— equipado con doble airbag, de manera que una eventual colisión carecía de riesgo, haciendo a todas luces innecesario seguir los perspicaces consejos de Paco Costas en el programa de TVE La segunda oportunidad.

Otra curiosidad de aquel caluroso domingo 26 de agosto es que, a las diez de la noche, el fantástico Flamengo de Zico y el Ujpest Dozsa iban a disputar la final de la vigésimo quinta edición del Trofeo Carranza. Días antes, el Atleti —del que, junto al Real Jaén, Pedro era incondicional seguidor—, con Aragonés en el banquillo y jugadores como Reina, Arteche, Capón, Ayala y Rubén Cano, le había clavado 5-0 a la Real Sociedad en el Villa de Madrid. La fidelidad al club colchonero la mantenía desde que su cabeza quedara marcada para siempre durante la final de la Copa de Europa contra el Bayern de Múnich.

El mundo giraba alrededor de las doce menos cuarto del miércoles 15 de mayo de 1974, cuando su padre lo mandó a la cama bajo el reiterado y cansino «que mañana tienes que madrugar para ir a la escuela». Ya en el dormitorio, atento desde la litera de abajo a los comentarios de la retransmisión televisiva, incorporó alborozado la mitad de su cuerpo al escuchar que, en el 114, mediante un magistral lanzamiento de falta al borde del área, Luis ponía la copa casi en las vitrinas rojiblancas. Seis minutos más tarde se dio cuenta de que sangraba por la parte superior de su frente. Fue al escuchar que un tal Schwarzenbeck, de disparo lejano, batía a Miguel Reina en el último suspiro de la prórroga. En el partido de desempate, dos días después y con la herida en carne viva por el testarazo que se había dado con el somier de la litera de arriba, el Bayern se imponía al Atleti por 4-0, con doblete goleador de Uli Hoeness y Muller.

Desde entonces, Pedro mantenía que llevó siempre a gala que, al menos, «una del pupas» era suya. Como suya fue la satisfacción que, con 12 años, en mayo del 76, se llevó al enterarse por la retransmisión de Fernando García Camazón, a través de la onda media de Radio Popular que, tras empatar a cero en el campo del Ceuta, el Real Jaén C.F conseguía el ascenso directo a Segunda División.

Una hora antes de la llegada de la expedición, Pedro se encontraba en el graderío de tribuna del estadio municipal de La Victoria. Quería ver en primera fila a los héroes de una hazaña que se llevaba esperando un largo periodo de tiempo. Junto a él, dos aficionados sostenían un contencioso respecto a cuál fue el primer partido que la Sociedad Olímpica Jiennense —club que antecedió al Real Jaén— disputó en categoría nacional, considerada entonces la Tercera como tal.

—Te digo que fue contra el Algeciras. Lo recuerdo porque ese domingo, 29 de octubre del 44, empatamos a dos.

—Te equivocas de mes y de año. La Olímpica debutó en Tercera el 26 de septiembre, perdiendo en casa del Onuba de Huelva 4-0. Jugamos con la Balompédica Linense, con el Hércules de Cádiz, al que ganamos también 4-0 precisamente en la cuarta jornada; el Atlético Tetuán, Coria, Málaga, Algeciras, el Linares Deportivo y el Córdoba.

—Lo que yo te he dicho, el Algeciras aquel año nos empató.

—Que no, hombre, que no. Es cierto que en el grupo ocho de Tercera nacional estaba el Algeciras. Allí perdimos 2-0, y luego, el 30 de enero del 44, le metimos 4-0. Esa temporada ascendió el Málaga, y nosotros segundos.

—¿Seguro?

—Segurísimo. La Olímpica debutó aquí, en La Victoria, el tres de octubre del 43, y le ganó al Córdoba 4-3. Me acuerdo estupendamente porque coinciden año y resultado.

La discusión sobre el año del debut de la Olímpica en La Victoria acabó gracias a la aparición del capitán del equipo, el lateral derecho Juan Díaz Reina, llevado a hombros y con los brazos en alto, seguido de guardameta Marco, además de Jesús Laría, Ricardo, Blas Machado, Monterde, Solaegui, Salsamendi, Prados, Dolfi, Saavedra, Rafael Huertas, Lacalle y Zubitur. Todos, en el centro del campo, recibieron una cerrada ovación del repleto graderío de tribuna. La siguiente temporada, un gran equipo dirigido por Manolo Ruiz Sosa, cuya ficha anual ascendía a un millón de pesetas, a la que había que sumar un sueldo mensual de 40000, hizo vibrar de emoción a Pedro como socio en las gradas de preferencia. Soñaba con poder, de mayor, emular a José María García, a quien vio por primera vez en persona el 28 de noviembre de 1976.

El periodista se había trasladado a Jaén para comentar a pie de campo el «partido de la jornada», todo un derbi regional de Segunda División en el que se enfrentaban el Real Jaén y el Cádiz. Esa tarde estuvo más pendiente de los gestos y movimientos con micrófono y enormes auriculares de José María García que del partido, que concluyó con empate a dos. Otra soleada tarde aplaudió una remontada apoteósica al Rayo Vallecano, que se había adelantado en el marcador a los tres minutos. La escuadra jiennense, en la que sobresalía el mediocampista onubense Ángel por su excepcional toque de balón, la completaban Aguinaga, Martin Vila, Laría, Monterde, Sánchez, Machado, José Luis, Lacalle, Flores y Zubitur. Esa campaña, el Real Jaén estuvo en condiciones de ascender.

En su programa nocturno de la cadena SER, a continuación de Hora 25, Butano era inigualable.

Lanzaba diatribas de estilo inconfundible, mordaz, con apelativos como «chupópteros», «botarates» o «abrazafarolas» hacia Pablo Porta y José Plaza, máximos dirigentes de la Federación Española de Fútbol y del Comité Nacional de Árbitros. García escudriñó un controvertido caso desatado a la conclusión del campeonato liguero 76/77. Todo arrancó con el fichaje del delantero centro Paco Flores, procedente del Español de Barcelona, cuyo rendimiento fue excepcional para la magnífica clasificación obtenida por el Real Jaén.

Los términos del acuerdo alcanzado entre los presidentes, rubricados también por el futbolista, establecían que el club catalán podía recuperar al jugador abonando los mismos cinco millones que había recibido del conjunto jiennense para ficharlo. Dando por hecho que esta opción no la ejercería el Español, José María Carrasco, presidente del Real Jaén, acordó con la U. D Salamanca el traspaso de Flores, quien, igualmente conforme, estampó su firma. Una escandalosa duplicidad de contratos y ficha de un mismo jugador en dos clubes que mereció encendidas críticas de García.

El caso es que aquel domingo de agosto, sobre las cinco y media, en el chalet a medio terminar del Puente Tablas, una vez entornada la puerta del trastero con techo de uralita para, en caso muy improbable de que corriese algo de aire, pudiera colarse por ese diminuto espacio, Dulce advirtió a Pedro que era la primera vez que jugaba a las damas porque —según enfatizó en un elocuente tono de marisabidilla— las entendederas lúdico-recreativas de Quijano —así se refería a su novio recluta— no iban más allá de la brisca.

Tales precisiones resultaban tremendamente difíciles de atender debido, primordialmente, al rítmico vaivén, casi hipnotizador, de la dorada medalla entre unos sabrosos pechos y esbeltos pezones que se manifestaban con absoluta disposición y plena capacidad de reventar la prenda de baño de la Montuno, que, pertrechada de escaso mimo, colocó el radiocasete en una estantería con cacharros más antiguos que el humo, lo enchufó y tecleó el play.

De inmediato, mirando insinuantemente a Pedro —cuyas retinas aún retenían el deleite frontal del que estaba siendo obsequiado en exclusiva— le preguntó si prefería blancas o negras, a lo que este respondió que le daba igual, que se amoldaba a lo que ella gustase. Acto seguido, la prima de Andrés Molina se dio resuelta y nada comedida media vuelta, inclinó severamente la espalda, extendió sus brazos y abrochó sus manos a la estantería. Finalmente, escenificando una dulce rendición coincidente con el melódico estribillo de Sweet surrender, dijo: «Venga, dale».

El grito que pegó la Montuno tras el primer movimiento de Pedro sobresaltó en plena siesta a Sancho, a su contrayente y al matrimonio Molina, que, temiéndose lo peor, rogaron una oración por el alma de su hija y sobrina Dulce. Tardaron nada y menos en hacer acto de presencia en los aledaños del trastero. Dentro se encontraron una escena que dejó a los cuatro boquiabiertos y patidifusos. La Montuno en cuclillas, con los ojos fuera de las respectivas órbitas, sollozando de dolor y con el dedo índice —del que despuntaba una desconchada uña pintada en rojo pasión— señalando al causante de lo sucedido.

Pedro, a medio metro —porque el trastero así lo requería— colorado como un tomate de huerta, tratando disimuladamente de ocultar con su mano derecha lo que parecía ser, que en realidad lo era, una maloliente mancha marrón en su bañador color maizena, sacó de su repertorio la cara de pánfilo, como dando a entender que no había tenido nada que ver con el grito y posterior pingo de su compañera en la partida de damas.

Para salir del delicado impás, agachó la cabeza para interesarse por el estado de la Montuno, a la que, sofocada, seguía doliéndose del trasero. Parecía lógico que así fuera, sabiendo como sabía, según le había advertido su amigo Andrés, que se trataba de una moza borricotuna, pero muy sensible.

Informe Spagnolo

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