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ОглавлениеEL SECTOR
Mi traje no puede soportar el calor que hace aquí abajo. La capa exterior está casi derretida. Pronto desaparecerá la segunda. Entonces el escáner emite un parpadeo plateado y yo tengo lo que había venido a buscar. Por poco no me doy cuenta. Mareado y asustado, me aparto de los taladros. Una mano después de otra, remolco mi cuerpo hacia arriba, y me alejo a toda prisa del espantoso calor. Entonces algo se me engancha. Mi pie está atorado en uno de los engranajes que hay cerca de los dedos del taladro. Ahogo un grito de súbito pánico. El terror se va apoderando de mí. Veo cómo se funde el talón de la bota. La primera capa desaparece. La segunda burbujea. Lo siguiente será la carne.
Me esfuerzo por respirar hondo y acallo los gritos que se agolpan en mi garganta. Me acuerdo del arma. Saco la falce de la funda trasera. Es un filo terriblemente curvado, tan largo como mi pierna, diseñado para amputar y cauterizar los miembros que quedan atrapados en la maquinaria, justo como ahora. A la mayor parte de los hombres los invade el pánico cuando quedan atrapados, y por eso la falce es un arma desagradable con forma de media luna destinada a que la usen manos torpes. Aun siendo presa del terror, mis manos se mueven hábilmente. Hago tres cortes con la falce, que solo cortan nanoplástico en vez de carne. Al tercero, me agacho y, de un tirón, libero mi pierna. Al hacerlo, rozo el borde de un taladro con los nudillos. Un dolor lacerante me atraviesa la mano. Huelo a carne chamuscada, pero ya estoy fuera, trepando lejos del calor infernal, trepando de nuevo hasta mi asiento, riéndome durante todo el recorrido. Me entran ganas de llorar.
Mi tío tenía razón. Yo estaba equivocado. Pero no pienso permitir que él se entere.
—Idiota —es lo más amable que me dice.
—¡Demente! ¡Maldito demente! —aúlla Loran.
—Muy poco gas —le digo—. Ahora a perforar, tío.
Los acarreadores me toman el relevo cuando suena la sirena. Me impulso fuera de la perforadora, que dejo en el profundo túnel para los del turno de noche, y engancho una mano cansada en la cuerda que arrojan a este pozo de un kilómetro de largo para ayudarme a subir. A pesar de la quemadura supurante que tengo en el dorso de la mano, tiro de mi cuerpo hacia arriba por la cuerda hasta que salgo del pozo. Kieran y Loran caminan a mi lado hasta que nos unimos al resto en el graviascensor más cercano. Las luces amarillas penden del techo como arañas.
Mi clan y los trescientos hombres de Gamma tienen ya los pies puestos en los rieles de metal cuando llegamos al graviascensor rectangular. Evito a mi tío —que lleva encima un cabreo de mil demonios— y recibo algunas palmaditas en la espalda por mi proeza. Los jóvenes como yo creen que hemos ganado el Laurel. Saben cuánto helio-3 en bruto he sacado este mes; más que Gamma. Los viejos mierdas solo refunfuñan y dicen que somos estúpidos. Yo escondo la mano y meto los dedos de los pies debajo de los rieles.
La gravedad cambia y salimos disparados hacia arriba. Un esquirol de los gammas que no lleva ni una semana de óxido debajo de las uñas se ha olvidado de poner los pies debajo de los rieles, así que se queda suspendido en el aire mientras el ascensor se eleva en vertical durante seis kilómetros. Se nos taponan los oídos.
—Pero si tenemos un mojón flotante de Gamma —se mofa Barlow con los lambdas.
Por mezquino que suene, siempre es agradable ver a un gamma cagarla en algo. Tienen más comida, más ciscos para fumar y más de todo gracias al Laurel. Acabas por despreciarlos. Pero supongo que también es normal. Me pregunto si ellos nos odiarán ahora.
Ya basta. Agarro el nanoplástico de color rojo óxido de la escalfandra del chaval y tiro de él hacia abajo. Chaval. Qué gracia. Apenas tendrá tres años menos que yo.
Está muerto de cansancio, pero cuando ve el rojo sangre de mi escalfandra se yergue tenso, evita mirarme a los ojos y se convierte en la única persona que ha visto la quemadura de mi mano. Le guiño un ojo y creo que se caga en el traje. A todos nos pasa de vez en cuando. Recuerdo cuando conocí a mi primer sondeainfiernos. Creí que era un dios.
Ahora está muerto.
Una vez llegamos a la terminal, una enorme caverna gris de cemento y metal, nos quitamos la parte superior del traje y bebemos el aire fresco y frío de un mundo muy alejado de los taladros abrasadores. La peste y el sudor colectivos convierten la zona en un cenagal. Las luces parpadean a lo lejos y nos advierten de que nos apartemos de los rieles magnéticos del transbordador horizontal que hay al otro lado de la terminal.
No nos mezclamos con los gammas mientras avanzamos, en una tambaleante fila de trajes del color de la herrumbre, hacia el transbordador horizontal. La mitad con eles de Lambda, y la otra mitad con bastones de Gamma pintados en rojo oscuro en las espaldas de los trajes. Dos locutores jefes de escarlata. Dos sondeainfiernos de rojo sangre.
Un equipo de quincallas nos observa mientras recorremos el erosionado suelo de cemento. Sus duroarmaduras grises son simples y están gastadas, tan descuidadas como su pelo. Detendrían una hoja sencilla, puede que también una de iones, pero una hoja de pulsos o un filo las atravesarían como si fueran de papel. Pero solo hemos visto esas armas en la holopantalla. Los grises ni siquiera se preocupan de hacer demostraciones de fuerza. Las porras eléctricas les cuelgan a los costados. Saben que no tendrán que usarlas.
La obediencia es la mayor de las virtudes.
El capitán de los grises, Dan el Feo, un cabrón grasiento, me tira un guijarro. Aunque se le ha oscurecido la piel debido a la larga exposición al sol, tiene el pelo gris como el resto de su color. Le cae fino y enmarañado sobre los ojos, que se asemejan a dos cubitos de hielo envueltos en ceniza. Lleva el emblema de su color, un símbolo compacto y gris parecido al número cuatro con varias barras a los lados, a lo largo de sus manos y muñecas. Es cruel y severo, como todos los grises.
Oí que habían retirado a Dan el Feo de la primera línea allá en Eurasia, dondequiera que esté eso, cuando quedó lisiado y no quisieron comprarle un brazo nuevo. Ahora lleva un modelo antiguo. Se siente inseguro por ello, así que me cercioro de que vea que le echo un vistazo al brazo.
—Ya he visto que has tenido un día interesante, cielo. —Su voz suena tan rancia y pesada como el aire del interior de mi escalfandra—. Ahora eres un héroe valeroso, ¿eh, Darrow? Siempre supe que serías un héroe valeroso.
—El héroe eres tú —digo, y le señalo el brazo con la cabeza.
—Te crees muy listo, ¿eh?
—Solo soy un rojo.
Me hace un guiño.
—Saluda de mi parte a tu pajarillo. Frutita madura para darse un atracón. —Se pasa la lengua por los dientes—. Incluso para un roñoso.
—No he visto un pájaro en mi vida.
Excepto en la HP.
—Menuda cosa —ríe—. Espera, ¿adónde vas? —me pregunta cuando doy media vuelta—. Una reverencia a tus superiores no estaría de más, ¿no crees?
Hace un gesto de burla y mira a sus compañeros.
Hago caso omiso de su broma, me giro y hago una profunda reverencia. Mi tío me ve y aparta la vista con un gesto de repugnancia.
Dejamos atrás a los grises. No me importa hacer reverencias, pero probablemente le corte el cuello a Dan el Feo si tengo la oportunidad. Eso es como decir que viajaría hasta Venus en un cohete si alguna vez me apeteciera.
—Oye, Dago. ¡Dago! —Loran le grita al sondeainfiernos de Gamma. El tío es una leyenda. Todos los demás no son más que flores de un día. Puede que yo sea mejor que él—. ¿Cuánto has sacado?
Dago, una pálida tira de cuero con una sonrisita arrogante por cara, enciende un largo cisco y exhala una nube de humo.
—No sé —responde, arrastrando las palabras.
—¡Venga!
—Me da igual. Los recuentos en bruto nunca importan, lambda.
—¡Y una mierda que no! ¿Cuánto habrá sacado esta semana? —grita Loran mientras subimos al vagón.
Todo el mundo se pone a encender ciscos y a sacar licor. Sin embargo, todos escuchan con atención.
—Nueve mil ochocientos veintiún kilos —responde un gamma con orgullo.
Al oírlo, me reclino y sonrío. Oigo vítores de los lambdas más jóvenes. Las manos más viejas no reaccionan. Yo estoy ocupado pensando qué hará Eo con el azúcar este mes. Nunca nos habían dado azúcar hasta ahora, siempre lo habíamos conseguido ganándolo a las cartas. Y fruta. He oído que el Laurel te da fruta. Es probable que Eo se lo dé todo a los niños hambrientos para demostrarle a la Sociedad que no necesita sus premios. ¿Y yo? Yo me comería la fruta y haría política con el estómago lleno. Pero ella rebosa pasión por sus ideales, mientras que yo solo siento pasión por ella.
—Aun así no ganaréis —dice Dago con voz lenta mientras el vagón comienza a moverse—. Darrow es un cachorrillo, pero lo bastante listo como para saberlo. ¿Me equivoco, Darrow?
—Joven o no, soy mucho mejor que tu arrugado culo.
—¿Estás seguro de eso?
—A muerte. —Le guiño un ojo y le lanzo un beso—. El Laurel es nuestro. Esta vez manda a tus hermanas a mi sector a buscar azúcar.
Mis amigos se ríen y se dan palmadas en las placas de los muslos de las escalfandras.
Dago me mira. Al cabo de un momento, le da una profunda calada a su cisco, que brilla con fuerza y se quema rápidamente.
—Este eres tú —me dice.
Apenas medio minuto después, el cisco no es más que una colilla.
Tras desembarcar del transbordador horizontal, me meto en el ventilador con todos los demás. Es un sitio frío y mohoso, y huele exactamente como lo que es: una angosta nave de metal donde miles de hombres se despojan de las escalfandras en las que han sudado y meado durante horas, para darse una ducha de aire.
Me despego el traje, me pongo uno de los gorritos y camino desnudo hasta colocarme en el tubo transparente más cercano. Los hay por docenas, alineados en el ventilador. Aquí no hay ni bailes ni volteretas de orgullo. La única camaradería es el agotamiento y las suaves palmadas de las manos en los muslos, que crean un ritmo que acompaña a los zumbidos de los chorros de las duchas.
La puerta de mi tubo se cierra tras de mí con un siseo, y amortigua el sonido de la música. Un zumbido familiar sale del motor, seguido de una tremenda corriente de aire y de la reverberación de la succión. Entonces, el chorro lleno de moléculas antibacterianas ulula desde la parte superior de la máquina y me azota la piel para arrancarme la suciedad y la piel muerta y llevársela por el desagüe que hay al fondo del tubo. Duele.
Después, me separo de Loran y Kieran cuando ellos se dirigen al área común para bailar y beber en las tabernas antes de que el baile de las Laureales comience de manera oficial. Los quincallas estarán allí para repartir las prestaciones de comestibles y anunciarán el Laurel a medianoche. Para nosotros los del turno de día habrá baile antes y después.
Cuentan las leyendas que el dios Marte era el padre de las lágrimas, y enemigo del baile y el laúd. Con lo primero estoy de acuerdo. Pero la colonia de Lico, una de las primeras que se construyeron bajo la superficie de Marte, está habitada por un pueblo que aprecia el baile, el canto y la familia. Despreciamos esa leyenda y nos labramos nuestro propio patrimonio. Es la única resistencia que podemos mantener contra la Sociedad que nos gobierna. Nos mantiene unidos. A ellos no les importa que bailemos o que cantemos, siempre y cuando cavemos sin rechistar. Siempre y cuando preparemos el planeta para el resto de los suyos. Sin embargo, para recordarnos cuál es nuestro lugar, prohíben una canción y un baile y castigan su ejecución con la pena de muerte.
Aquel fue el último baile de mi padre. Solo lo he contemplado una vez, y de la misma forma he oído la canción solo una vez también. No la entendí cuando era un niño, ya que hablaba de valles lejanos, niebla, amantes perdidos y un segador destinado a guiarnos hasta nuestro hogar invisible. Yo era pequeño y curioso cuando la mujer la cantó mientras colgaban a su hijo por robar comida. Habría sido un muchacho alto, pero nunca obtenía la comida suficiente para conseguir recubrir sus huesos de carne. Su madre fue la siguiente. La gente de Lico celebró los Lamentos Languidecientes para ellos: un ritmo trágico de golpes de puño contra el pecho, que se va debilitando despacio, despacio, hasta que los puños, como el corazón de la madre, dejan de latir y todo el mundo se dispersa.
El sonido me atormentó aquella noche. Lloré a solas en nuestra pequeña cocina. Me preguntaba por qué lloraba entonces si no lo había hecho por mi padre. Mientras yacía tumbado en el suelo frío oí unos tenues arañazos en la puerta de nuestra casa. Cuando la abrí encontré un capullo de hemanto depositado en la tierra roja. No había ni un alma a la vista; tan solo las diminutas pisadas de Eo en el suelo. Aquella fue la segunda vez que llevó flores después de una muerte.
Como llevamos el canto y la danza en la sangre, supongo que no me resultó extraño descubrir, mientras los practicaba, que amaba a Eo. No a la Pequeña Eo. No a lo que había sido, sino a lo que Eo es ahora. Ella dice que me amaba desde antes de que colgaran a mi padre. Pero fue en una taberna llena de humo, cuando vi su cabello del color del óxido girar en espirales y sus pies moverse al son de la cítara y sus caderas al ritmo de los tambores, cuando mi corazón se aceleró. No eran ni sus piruetas ni sus volteretas. Ninguna de aquellas presuntuosas estupideces que tanto caracterizan los bailes de los jóvenes. El suyo era un movimiento grácil y altivo. Sin mí, ella no comería. Sin ella, yo no viviría.
Puede que se burle de mí cuando lo digo, pero ella es el espíritu de nuestra gente. Nos ha tocado vivir una vida llena de dificultades. Tenemos que sacrificarnos por el bien de unos hombres y unas mujeres a quienes no conocemos. Tenemos que excavar en Marte para acondicionárselo a otros. Eso nos convierte a algunos en gente de pensamientos retorcidos. Pero la bondad de Eo, su risa y su voluntad fiera son lo mejor que puede nacer de un hogar como el nuestro.
La voy a buscar al ramal del sector de mi familia, a menos de un kilómetro de túnel del área común. El sector es uno más de entre las dos docenas que rodean el área común. Es un conglomerado caótico de metal y casas de rocas rojizas excavadas en el interior de una de las viejas minas. La piedra y la tierra son nuestros techos, nuestros suelos, nuestro hogar. El Clan es una gigantesca familia. Eo creció a un paso de mi casa. Sus hermanos son como mis hermanos. Su padre es como el padre que perdí.
Un embrollo de cables eléctricos se enmaraña en el techo de la caverna como una jungla de lianas rojas y negras. Las luces penden de esa jungla, y se mecen suavemente con el aire que circula en el sistema de oxigenación central del área común. Sobre el centro del sector cuelga una imponente holopantalla. Es un aparato cuadrado que emite imágenes en cada uno de sus lados. Los píxeles están completamente oscurecidos y la imagen es imprecisa y borrosa, pero jamás ha dejado de cumplir su cometido, jamás se ha apagado. Baña nuestro conglomerado de casas con su propia luz pálida. Vídeos de la Sociedad.
La casa de mi familia está excavada en la roca a unos cien metros de distancia del suelo del sector. Está unida a él por medio de un sendero escarpado, aunque también se puede hacer llegar a alguien al nivel del sector con poleas y cuerdas. Solo las utilizan los viejos y los enfermos, y tenemos pocos de ambas cosas.
Nuestra casa tiene pocas habitaciones. Hasta hace poco, Eo y yo no habíamos dispuesto de una para nosotros. Kieran y su familia cuentan con dos, y mi madre y mi hermana comparten la otra.
Todos los lambdas de Lico viven en nuestro sector. Omega e Ípsilon son nuestros vecinos, cada uno a un lado a un minuto de distancia por el ancho túnel. Todos estamos conectados. Excepto los gammas. Ellos viven en el área común, por encima de tabernas, casetas de reparaciones, costureras y mercadillos. Los quincallas viven encima de ellos en una fortaleza, cerca de la estéril superficie de nuestro cruel mundo. Allí es donde se encuentran los puertos a través de los que llega la comida de la Tierra hasta nosotros, los pioneros abandonados.
La holopantalla que pende sobre mi cabeza me muestra imágenes de las batallas de la humanidad, seguidas por una música triunfal que acompaña la vertiginosa sucesión de éxitos de la Sociedad. El emblema de la Sociedad, una pirámide de oro con tres barras paralelas unidas a cada uno de los lados y un círculo rodeándolo todo, aparece en la pantalla como una llama. La voz de Octavia au Lune, la anciana soberana de la Sociedad, narra la lucha que el hombre afronta al colonizar los planetas y las lunas del Sistema.
«Desde los albores de la humanidad, la epopeya de nuestra especie narra una historia de guerras tribales. Una historia de pruebas, de sacrificio, y de atreverse a desafiar los límites de la naturaleza. Ahora, mediante la obediencia y el deber, estamos unidos; pero nuestra lucha no es diferente. Hijos e hijas de todos los colores, se nos pide que nos volvamos a sacrificar una vez más. En nuestro mejor momento, lanzamos nuestras mejores semillas a las estrellas. ¿Dónde prosperaremos primero? ¿Venus? ¿Mercurio? ¿Marte? ¿Las lunas de Neptuno o Júpiter?».
Su voz se vuelve solemne cuando su intemporal rostro de regia apariencia se inclina para escudriñar desde lo alto de la HP. En las palmas de sus manos brilla el emblema de oro —un punto en el centro de un círculo alado— con las alas doradas extendidas a ambos lados de su antebrazo. Solo una imperfección estropea su rostro áureo: una larga cicatriz curvada que le recorre el pómulo derecho. Tiene la belleza de un pájaro de presa despiadado.
«Vosotros, valientes rojos, pioneros de Marte (los más fuertes de la raza humana), os sacrificáis por el progreso, os sacrificáis para allanar el camino del futuro. Vuestra vida y vuestra sangre son el primer pago por la inmortalidad de la raza humana mientras vamos más allá de la Tierra y de la Luna. Vosotros vais adonde nosotros no podríamos ir. Vosotros sufrís para que otros no sufran.
»Yo os saludo. Yo os amo. El helio-3 que extraéis es la savia del proceso de terraformación. El planeta rojo tendrá pronto un aire que se podrá respirar y un suelo que se podrá poblar. Y pronto, cuando Marte sea habitable, cuando vosotros, los valientes pioneros, hayáis preparado el planeta rojo para nosotros, los Colores menos fuertes, nos uniremos a vosotros y seréis dignos del mayor reconocimiento bajo el cielo que vuestro gran esfuerzo habrá creado. ¡Vuestro sudor y vuestra sangre son el combustible de la terraformación!
»¡Valientes pioneros! Recordad siempre que la obediencia es la virtud más elevada. Por encima de todo, la obediencia, el respeto, el sacrificio, la jerarquía...».
No hay nadie en la cocina, pero oigo a Eo en el dormitorio.
—¡Quédate quieto dondequiera que estés! —exige desde detrás de la puerta—. Ni se te ocurra, bajo ninguna circunstancia, mirar en esta habitación.
—Vale. —Me detengo.
Sale al cabo de un rato, turbada y sonrojada. Tiene el pelo cubierto de polvo y telarañas. Paso los dedos por entre la maraña. Acaba de llegar de la hilandería, donde cosechan la bioseda.
—No has pasado por el ventilador —sonrío.
—No me ha dado tiempo. Tuve que escaparme de la hilandería para recoger algo.
—¿Qué has recogido?
Sonríe con dulzura.
—No te casaste conmigo porque te lo contara todo, ¿recuerdas? Y no entres en esa habitación.
Me abalanzo hacia la puerta. Ella me bloquea el camino y me baja la cinta para el sudor que llevo en la frente hasta taparme los ojos. Me empuja el pecho con la frente. Me río y aparto la cinta. Agarro a Eo por los hombros para hacerla retroceder y poder mirarla a los ojos.
—¿O qué? —le pregunto con una ceja arqueada.
Ella se limita a sonreírme y ladear la cabeza. Me aparto de la puerta de metal. Soy capaz de sumergirme en minas de roca fundida sin parpadear, pero hay advertencias que puedes ignorar y otras que no.
Ella se pone de puntillas y me da un beso justo en la nariz.
—Buen chico. Sabía que serías fácil de adiestrar —dice.
Después arruga la nariz porque huele mi quemadura. No me hace carantoñas, ni me regaña. Ni siquiera dice nada, excepto un «te quiero» con una sombra de preocupación en la voz.
Aparta los restos fundidos de la escalfandra de mi herida, que se alarga desde los nudillos hasta la muñeca, y me aplica un emplasto de seda con antibiótico y ribonucleico.
—¿De dónde has sacado eso? —pregunto.
—Si yo no te sermoneo, tú no me haces interrogatorios.
La beso en la nariz y juego con la fina trenza de pelo que lleva en el dedo anular. Mi pelo enrollado con hebras de seda forma su cinta de casada.
—Tengo una sorpresa para ti esta noche —me dice.
—Y yo otra para ti —le respondo, pensando en el Laurel.
Le coloco en la cabeza mi cinta para el sudor como si fuera una corona. Al notar que está mojada, arruga la nariz.
—Bueno, en realidad yo tengo dos para ti, Darrow. Lástima que no lo previeras. Podrías haberme traído un terrón de azúcar o una sábana de satén o... quizás incluso café para acompañar el primer regalo.
—¡Café! —Me río—. ¿Con qué clase de color te crees que te has casado?
Suspira.
—Vaya un partido, un sondeador como tú. Loco, terco, temerario...
—¿Diestro? —digo con una sonrisa maliciosa mientras deslizo una mano por debajo de su falda.
—Supongo que eso tiene sus ventajas. —Sonríe y me aparta la mano como si fuera una araña—. Y ahora ponte estos guantes si no quieres que las mujeres te den la murga. Tu madre ya ha ido para allá.