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LA MÁRTIR


Por Eo, no reacciono. Soy la ira. Soy el odio. Todo. Pero le sostengo la mirada incluso cuando se la llevan y le ponen la soga alrededor del cuello. Miro a Bridge y me quita la mordaza de la boca sin decir palabra. Mis dientes no volverán a ser los mismos. Las lágrimas se acumulan en los ojos del quincalla. Me aparto de él y avanzo a trompicones hasta los pies del cadalso para que Eo pueda verme mientras muere. Esta es su elección. Estaré con ella hasta al final. Me tiemblan las manos. Oigo sollozos entre la multitud que tengo a mi espalda.

—¿A quién diriges tus últimas palabras antes de que se haga justicia? —pregunta Podginus. Rezuma compasión ante la cámara.

Me preparo para que diga mi nombre, pero no lo hace. Aunque no aparta sus ojos de los míos, grita el nombre de su hermana. «Dio». La palabra tiembla en el aire. Ahora está aterrorizada. No reacciono cuando Dio sube los escalones del cadalso. No lo entiendo, pero no me pondré celoso. Esto no tiene nada que ver conmigo. La quiero. Y ella ha elegido. No lo entiendo, pero no permitiré que muera sin recibir de mí nada que no sea amor.

Dan el Feo tiene que ayudar a Dio a subir las escaleras hasta el patíbulo; tropieza sin parar y está aturdida cuando se inclina hacia su hermana. Lo que sea que le dice, yo no lo oigo; pero Dio deja escapar un gemido que me atormentará para siempre. Me mira mientras llora. ¿Qué le ha dicho mi esposa? Las mujeres lloran. Los hombres se secan los ojos. Tienen que golpear a Dio para apartarla de su hermana. Aun así, se aferra a los pies de Eo, llorando. El archigobernador hace un gesto con la cabeza, aunque ni se molesta en mirar cuando, al igual que hicieron con mi padre, cuelgan a Eo.

—Vive para algo más —me dice moviendo los labios. Mete la mano en el bolsillo y saca el hemanto que le di. Está deshecho y aplastado. Después, en voz alta, grita—: ¡Rompe las cadenas!

La trampilla que hay debajo de sus pies se abre. Cae y, durante un momento, su pelo queda suspendido sobre su cabeza como una flor roja. Entonces los pies se agitan en el aire y cae. La delicada garganta se le llena de arcadas. Los ojos se le abren de par en par. Si pudiera salvarla de esto... Si pudiera protegerla... Pero el mundo se ha convertido en un lugar frío y duro para mí. No se doblega como yo querría que lo hiciera. Veo cómo muere mi mujer y cómo cae el hemanto de su mano. La cámara lo graba todo. Corro hacia ella y le beso los tobillos. Sostengo sus piernas contra mi pecho. No permitiré que sufra.

En Marte hay poca gravedad, así que hay que tirar de los pies para romper el cuello. Dejan que sean los seres queridos quienes lo hagan.

Pronto no se oye nada, ni siquiera el crujido de la soga.

Mi mujer pesa demasiado poco.

No era más que una niña.

Comienzan los golpes del Lamento Languideciente. Los puños contra los pechos. Miles. Rápidos, como un corazón que late a toda prisa. Más despacio. Un latido cada segundo. Un latido cada cinco. Un latido cada diez. Después, ninguno más, y la masa lúgubre se aleja como polvo sostenido en la palma de la mano cuando los viejos túneles ululan con el viento de las profundidades.

Y los dorados se marchan volando.


El padre de Eo, Loran y Kieran se pasan la noche sentados junto a mi puerta. Dicen que están aquí para hacerme compañía, pero están ahí para vigilarme, para asegurarse de que no me mato. Me quiero morir. Mi madre me venda las heridas con seda que mi hermana, Leanna, ha robado de la hilandería.

—El nervonucleico tiene que estar seco o te quedará cicatriz.

¿Qué son las cicatrices? Apenas importan. Eo no las verá. ¿Por qué iban a importarme? Nunca volverá a pasarme la mano por la espalda. Nunca volverá a besarme las heridas.

Se ha ido.

Estoy tumbado de espaldas en nuestra cama para sentir el dolor y olvidarme así de mi esposa. Pero no puedo olvidar. Sigue colgada, incluso ahora. Por la mañana pasaré cerca de ella de camino a las minas. Pronto apestará y pronto se descompondrá. Mi hermosa mujer brillaba con demasiada intensidad como para vivir mucho tiempo. Aún siento el crujido de su cuello en mis manos; tiemblan ahora en la noche.

En nuestra habitación hay un túnel oculto que excavé en la roca hace mucho tiempo, para poder escaparme cuando era niño. Lo utilizo ahora. Me escabullo sigilosamente de mi casa por el camino secreto para que mi clan no me vea alejarme en la penumbra.

El sector está tranquilo. Tranquilo excepto por la HP, que retransmite la muerte de mi mujer con una banda sonora de fondo. Pretendían mostrar la futilidad de la desobediencia. Y lo han conseguido, pero hay algo más en ese vídeo. Muestran mi castigo, y el de Eo, y todo el tiempo suena su canción. Y cuando muere vuelve a oírse, lo que parece darle al vídeo el efecto equivocado. Aunque no fuera mi mujer, veo a una mártir, la preciosa canción de una chica joven silenciada por la soga de unos hombres crueles.

Entonces la HP se ennegrece de repente. Nunca había pasado antes. Y Octavia au Lune vuelve con el mismo mensaje de siempre. Casi da la impresión de que alguien hubiera logrado controlar la señal, porque la imagen de mi mujer parpadea de nuevo en la pantalla gigantesca.

—Rompe las cadenas —grita.

Entonces desaparece y la pantalla vuelve a estar negra. Crepita. Regresa la imagen. Eo vuelve a gritar. Vuelve al negro otra vez. Aparece la programación habitual, entonces la pantalla muestra sus gritos por última vez y aparezco yo tirando de sus piernas. Y luego, una interferencia de estática.

Las calles están en silencio mientras me dirijo hacia el área común. El turno de noche no tardará en regresar. Oigo un ruido y un hombre aparece por la calle y se pone delante de mí. La cara de mi tío me observa con malicia, escondida entre las sombras. Una única bombilla cuelga sobre su cabeza, e ilumina la petaca que lleva en la mano y su andrajosa camisa roja.

—Eres igual que tu padre, cabroncete. Estúpido y vanidoso.

Cierro los puños.

—¿Has venido a detenerme, tío?

Gruñe.

—No conseguí evitar que tu padre se matara. Y él era mejor que tú, maldita sea. Se controlaba más.

Doy un paso adelante.

—No necesito tu permiso.

—Claro que no, pichoncito, no lo necesitas. —Se pasa una mano por el pelo—. Aun así, no lo hagas. Destrozarías a tu madre; quizá pensabas que ella no sabía que te escaparías. Lo sabía. Me lo dijo. Dijo que ibas a morir como mi hermano, como tu chica.

—Si madre lo supiera, me detendría.

—No. Ella deja que los hombres cometamos nuestros errores. Pero esto no es lo que tu mujer habría querido.

Señalo a mi tío con un dedo.

—No tienes ni idea de nada. Ni idea de lo que ella quería.

Eo dijo que yo no comprendería lo que es ser un mártir. Yo le demostraré que sí.

—Claro. —Se encoge de hombros—. Caminaré contigo, ya que tienes la cabeza llena de piedras. —Suelta una risita—. A los lambdas nos encanta la soga.

Me lanza su petaca. Camino junto a él con el paso vacilante.

—Intenté convencer a tu padre de que se olvidara de su pequeña protesta, ¿sabes? Le dije que las palabras y el baile significan tanto como el polvo. Intenté plantarle cara. La cagué. Me dejó fuera de combate. —Lanza un derechazo lento—. Llega un momento en la vida en el que te das cuenta de que un hombre sabe lo que quiere y es una ofensa contradecirlo.

Le doy un trago a la petaca y se la devuelvo. El mejunje sabe más denso y más raro de lo habitual. Qué extraño. Me obliga a terminármelo.

—¿Tú sabes lo que quieres? —pregunta, mientras se da golpecitos en la cabeza—. Claro que sí. Se me olvida que yo te enseñé a bailar.

—Terco como una víbora. Fue eso lo que dijiste, ¿no? —digo en voz baja, y me permito una ligera sonrisa.

Camino en silencio con mi tío durante un momento. Me pone una mano encima del hombro. Un sollozo se me quiere escapar del pecho. Lo reprimo.

—Me ha dejado —susurro—. Me ha dejado sin más.

—Sus motivos tendría. Esa chica no era ninguna tonta.

Las lágrimas llegan cuando entro en el área común. Mi tío me estruja contra él con un solo brazo y me da un beso en la coronilla. Es todo lo que me puede ofrecer. No es un hombre que haya nacido para dar afecto. Tiene el rostro pálido y espectral. Treinta y cinco años, y ya tan viejo, tan cansado. Una cicatriz le retuerce el labio superior. El gris encanece sus espesos cabellos.

—Saluda de mi parte a los del valle —me susurra, con la áspera barba rozándome el cuello—. Brinda con mis hermanos y dale un beso a mi mujer, y sobre todo a Dancer.

—¿Dancer?

—Ya lo conocerás. Y si ves al abuelo y a la abuela, diles que seguimos bailando para ellos. No estarán solos mucho tiempo. —Se marcha, después se detiene y añade, sin darse la vuelta—: Rompe las cadenas, ¿me oyes?

—Te oigo.

Me deja en el área común, donde mi mujer se balancea. Sé que las cámaras me observan cuando subo hasta el patíbulo. Los escalones son de metal, así que no crujen. Eo cuelga como una muñeca. Tiene el rostro tan blanco como la tiza y el pelo se le mueve ligeramente debido a los ventiladores que rechinan en lo alto.

Después de cortar la cuerda con la falce que he robado de las minas, sujeto el lado deshilachado y la hago descender con cuidado. Cojo a mi mujer en brazos, y juntos nos ponemos en camino hacia la hilandería. Las del turno de noche están haciendo sus últimas horas. Las mujeres observan en silencio mientras llevo a Eo hasta el conducto de ventilación. Allí veo a Leanna, mi hermana. Alta y callada como mi madre, me mira con dureza pero no hace nada. Ninguna de las mujeres lo hace. No delatarán la tumba de mi esposa. No dirán nada, ni siquiera a cambio del chocolate que se les da a los espías. Apenas cinco almas han recibido sepultura en tres generaciones: alguien siempre termina colgado por eso.

Este es el acto de amor supremo. El silencioso réquiem de Eo.

Las mujeres empiezan a llorar, y cuando paso alargan las manos para tocar el rostro de Eo, para tocar el mío y ayudarme a abrir el conducto de ventilación. Arrastro a mi esposa por la estrecha tubería de metal y la llevo hasta donde hicimos el amor bajo las estrellas, el lugar donde me contó sus planes y yo no la escuché. Sostengo su cuerpo sin vida y deseo que su alma me vea en el lugar donde fuimos felices.

Cavo un agujero junto a la base de un árbol. Mis manos, cubiertas con la tierra de nuestro suelo, están tan rojas como su pelo cuando cojo su mano y le beso la cinta nupcial. Pongo la parte exterior del bulbo del hemanto sobre su corazón, cojo la interior y la pongo cerca del mío. Después la beso en los labios y la entierro. Pero sollozo antes de terminar. Descubro su cara y la vuelvo a besar y aprieto mi cuerpo contra el suyo hasta que veo un sol rojo alzándose fuera de la bóveda artificial. Los colores del lugar me abrasan los ojos y no puedo contener las lágrimas. Cuando me separo, veo mi cinta asomando de su bolsillo. Me la hizo ella para que me secara el sudor. Ahora la empapo con mis lágrimas y me la llevo conmigo.


Kieran me golpea en la cara cuando me ve de vuelta en el sector. Loran no puede hablar y el padre de Eo se desploma contra una pared. Creen que me han fallado. Oigo el llanto de la madre de Eo. Mi madre me prepara la comida en silencio. No me siento bien. Me cuesta respirar. Leanna llega más tarde y la ayuda a cocinar. Me besa la coronilla mientras como. Se demora el tiempo suficiente para olerme el pelo. Tengo que usar una sola mano para llevarme la comida a la boca. Mi madre me sostiene la otra entre sus palmas encallecidas. La mira a ella en lugar de a mí, como si recordara cuando era pequeña y tierna, y se preguntara cuándo se volvió tan áspera.

Termino la comida justo cuando llega Dan el Feo. Mi madre no se levanta de la mesa cuando me llevan. Sigue con la mirada fija en el lugar donde estaba mi mano. Me parece que cree que si no alza la mirada esto no ocurrirá. Ni siquiera ella tiene tanto aguante.

Me van a colgar delante de toda la asamblea a las nueve de la mañana. Por algún motivo, me siento mareado. El corazón me late de forma extraña y lenta. Escucho el eco de las palabras que el archigobernador le dijo a Eo.

«¿Es esa toda tu fuerza?».

Mi gente canta; bailamos, amamos. Esa es nuestra fuerza. Pero también cavamos. Y después morimos. Rara vez logramos escoger el porqué. Esa elección es poder. Esa elección ha sido nuestra única arma. Pero no es suficiente.

Me preguntan cuáles serán mis últimas palabras. Pido que suba Dio. Tiene los ojos hinchados e inyectados de sangre. Es una chica muy frágil, a diferencia de su hermana.

—¿Cuáles fueron las últimas palabras de Eo? —le pregunto, aunque mi boca se mueve con lentitud, de forma extraña.

Le echa una mirada furtiva a mi madre, que al final ha venido, pero niega con la cabeza. Hay algo que no me están contando. Hay algo que no quieren que sepa. Un secreto que se mantiene incluso ahora que estoy a punto de morir.

—Dijo que te quería.

No la creo, pero sonrío y le doy un beso en la frente. No puede soportar más preguntas. Y yo estoy mareado. Me cuesta hablar.

—Le diré que le mandas saludos.

Yo no canto. Nací para otras cosas.

Mi muerte es absurda. Es el amor.

Pero Eo tenía razón. No entiendo esto. Esta no es mi victoria. Esto es egoísta. Me dijo que viviera para algo más. Quería que luchara. Y aquí estoy, muriendo a pesar de sus deseos. Rindiéndome a causa del dolor.

Me da un ataque de pánico como les sucede a los suicidas cuando se dan cuenta de su estupidez.

Demasiado tarde.

Siento abrirse la trampilla bajo mis pies. Mi cuerpo cae. La soga me despelleja el cuello. Me cruje la columna. Unas agujas me atraviesan las lumbares. Kieran avanza hacia mí a trompicones. El tío Narol lo aparta de un empujón. Con un guiño, me agarra de los pies y tira.

Ojalá no me entierren.

Amanecer rojo

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