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LA MENTIRA


La ciudad tiene techos de aguja, parques, ríos, jardines y fuentes. Es una ciudad de sueños, una ciudad de agua azul y vida verde en un planeta rojo que se supone que es tan estéril como el más cruel de los desiertos. Este no es el Marte que nos enseñan en la HP. Este no es un lugar inhabitable para el hombre. Es un lugar de mentiras, de riqueza y de inmensa abundancia.

Estoy atónito ante el espectáculo grotesco.

Hay hombres y mujeres que vuelan. Brillan en colores platas y dorados. Son los únicos colores que veo en el cielo. Las gravibotas los transportan como dioses. La tecnología es mucho más elegante que las torpes gravibotas que nuestros guardianes llevan en las minas. Un hombre joven pasa elevándose frente a mi ventana, la piel bruñida, el cabello flotándole suelto mientras transporta dos botellas de vino hacia el chapitel de un jardín cercano. Está borracho y sus bamboleos en el aire me recuerdan a aquella ocasión en que vi cómo se averiaba el sistema de ventilación de la escalfandra de uno de los chicos del equipo de perforación. Jadeaba. Trataba de respirar mientras moría, bailando y agitándose. Este dorado se ríe como un idiota y gira de manera alborozada. Cuatro chicas, que ni por asomo son mayores que yo, vuelan tras él en una persecución alegre, atolondrada y risueña. Los vestidos ajustados que llevan parecen estar hechos de líquido y gotear alrededor de sus jóvenes curvas. Aparentan mi edad, pero se las ve malditamente estúpidas.

No lo entiendo.

Más allá, las naves revolotean por los aires siguiendo avenidas iluminadas por balizas. Unas naves pequeñas, que Dancer llama «alas ligeras», escoltan a los yates aéreos, naves mucho más complejas. En el suelo, veo hombres y mujeres que se mueven por amplias avenidas. Hay automóviles que en la parte baja llevan indicadores codificados por colores: amarillos, azules, naranjas, verdes y rosas, de cientos de tonalidades de decenas de colores con una jerarquía tan compleja y extraña que apenas la considero un concepto humano. Los edificios a través de los cuales serpentean los caminos son inmensos, algunos de cristal y otros metálicos. Pero muchos me recuerdan a los que he visto en la HP, a los edificios de los romanos, pero construidos esta vez para los dioses en lugar de para los hombres.

Más allá de la ciudad, la superficie roja y árida de Marte está desfigurada por el verde de la hierba y de los bosques que se abren camino. El cielo es de un azul oscuro manchado de estrellas. La terraformación está completada.

Esto es el futuro. Esto debería suceder dentro de unas cuantas generaciones.

Mi vida es una mentira.

Cuántas veces nos ha dicho Octavia au Lune que los de Lico somos los pioneros de Marte, que somos almas valerosas que nos sacrificamos por la raza, y que nuestro duro trabajo en favor de la humanidad no tardará en acabar. Que los colores más suaves no tardarán en unirse a nosotros, una vez que Marte sea habitable. Pero ya se nos han unido. La Tierra ha venido a Marte, y a nosotros, los pioneros, nos han dejado abajo, bregando, trabajando como esclavos, sufriendo para crear y mantener los cimientos de este... de este imperio. Somos lo que Eo siempre dijo que éramos: los esclavos de la Sociedad.

Dancer está sentado en una silla detrás de mí y espera a que pueda hablar. Con una palabra suya, las ventanas se oscurecen. Veo aún la ciudad, pero el sol ya no me ciega los ojos. Junto a nosotros, el instrumento achaparrado, que se llama piano, susurra una lóbrega melodía.

—Nos dijeron que éramos la única esperanza del hombre —susurro—. Que la Tierra estaba superpoblada, que todo el dolor, todo el sacrificio era por el bien de la humanidad. Que el sacrificio era bueno. Que la obediencia era la mejor virtud...

El dorado risueño ha llegado a la torre más cercana; se rinde a las muchachas y a sus besos. Pronto beberán el vino y tendrán su diversión.

Dancer me cuenta cómo son las cosas.

—La Tierra no está superpoblada, Darrow. Hace setecientos años se expandieron a su satélite, la Luna. Como es tan difícil impulsar aeronaves a través de la atmósfera y la gravedad de la Tierra, la Luna se convirtió en el puerto de la Tierra desde el que colonizaron las lunas y los planetas del Sistema Solar.

—¿Setecientos años? —pregunto atónito, y de pronto me siento muy estúpido.

—En la Luna, la eficiencia y el orden se convirtieron en la preocupación principal. En el espacio, cada pulmón debe tener su propósito. Así que se instituyeron los primeros colores y se envió a los rojos a Marte para recoger el combustible que necesitaba la humanidad. Se establecieron las colonias mineras porque Marte tiene la mayor concentración de helio-3, que se usa para terraformar los otros mundos y las otras lunas.

Al menos eso no era mentira.

—¿Están terraformados? ¿Los otros mundos y las otras lunas?

—Las lunas pequeñas, sí. Y la mayoría de los planetas. Los gigantes gaseosos no, evidentemente. —Se recuesta en la silla—. En las etapas tempranas de la colonización los más ricos de la Luna empezaron a darse cuenta de que la Tierra era un sumidero por el que se escapaban sus beneficios. Aunque la Luna colonizaba el Sistema Solar, pagaban los impuestos y eran propiedad de las corporaciones y los países de la Tierra; pero esas mismas entidades no podían imponer su titularidad. Así que la Luna se rebeló: los dorados y su Sociedad contra los países de la Tierra. La Tierra contraatacó y perdió. Esa fue la Conquista. La economía convirtió la Luna en la potencia y el puerto del Sistema Solar. Y la Sociedad empezó a mutar en lo que es ahora: un imperio construido sobre las espaldas de los rojos.

Veo a los colores moverse por las calles. Se ven pequeños, difíciles de distinguir desde nuestra altura, y mis ojos no están acostumbrados a ver desde tan lejos ni con tanta luz.

—A los rojos los enviaron a Marte hace quinientos años. Los demás colores llegaron a Marte hace unos trescientos años, mientras que nuestros ancestros aún bregaban bajo la superficie. Vivían en estas ciudades paraterraformadas, ciudades cubiertas con cúpulas atmosféricas, mientras que el resto del planeta se terraformaba poco a poco. Ahora se están derribando las burbulas porque el planeta ya es habitable para cualquier hombre.

»Muchos rojos superiores viven en las ciudades como conserjes, trabajadores manuales, técnicos de mantenimiento y sirvientes domésticos. Los rojos inferiores somos los que nacemos bajo la superficie, los verdaderos esclavos. En las ciudades, los que bailan desaparecen. Los que expresan sus pensamientos se desvanecen. Los que se inclinan, aceptan el imperio de la Sociedad y su lugar dentro de la misma, como hacen todos los colores, siguen viviendo con una libertad relativa.

Exhala una nube de humo.

Me siento fuera de mi cuerpo, como si estuviera contemplando la colonización de los mundos, la transformación de la especie humana, a través de unos ojos que no son los míos. La gravedad de la historia arrastró a mi gente a la esclavitud. Somos lo más bajo de la Sociedad, la mugre. Eo siempre predicó algo parecido, aunque nunca supo la verdad. De haber sabido todo esto, ¿con cuánto más ardor habría hablado? Esta existencia es peor de lo que ella podría haberse imaginado jamás. No es difícil entender la convicción con la que actúan los Hijos de Ares.

—Quinientos años. —Agito la cabeza—. He aquí nuestro maldito planeta.

—Con sudor y esfuerzo, en eso se convirtió —asiente.

—¿Y qué hará falta para recuperarlo?

—Sangre.

Dancer me sonríe como un gato callejero. Detrás de las facciones paternales de este hombre se esconde una bestia.

Eo tenía razón. La violencia es necesaria.

Ella era la voz, como mi padre. Entonces ¿qué seré yo? ¿La mano vengadora? No logro comprender que alguien tan puro y lleno de amor quisiera que yo desempeñara ese papel. Pero lo quería. Pienso en el último baile de mi padre. Pienso en mi madre, en Leanna, en Kieran, en Loran, en los padres de Eo, en el tío Narol, y en Barlow; en todos aquellos a los que amo. Tengo muy claro de qué forma vivirán y lo rápido que morirán. Y ahora sé por qué.

Me miro las manos. Son lo que Dancer decía que eran: cosas llenas de cortes, de cicatrices y de quemaduras. Cuando Eo las besaba, se volvían suaves por el amor. Ahora que se ha ido, se vuelven duras por el odio. Cierro los puños hasta que los nudillos se me ponen blancos como cimas nevadas.

—¿Cuál es mi misión?

Amanecer rojo

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