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DANCER


Dancer me atraviesa con la mirada. Es casi de mi altura, lo que no es habitual. Pero es ancho y terriblemente viejo, quizá ya entrado en la cuarentena. Tiene remolinos blancos en las sienes. Y el cuello marcado por una decena de cicatrices similares. Ya las he visto antes. Mordeduras de víboras. El brazo izquierdo le cuelga sin fuerzas junto al costado. Daño nervioso. Pero sus ojos me llaman poderosamente la atención; son mucho más brillantes que los de la mayoría, con volutas de auténtico rojo, no de un rojo herrumbroso. Tiene una sonrisa paternal.

—Debes de estar preguntándote quiénes somos —comienza a decir Dancer con amabilidad.

Tiene una voz tranquila, a pesar de su tamaño. Junto a él hay ocho rojos, todos hombres excepto Harmony, que lo miran con adoración. Mineros todos ellos, me parece, con las manos fuertes y llenas de cicatrices de los de nuestra clase. Se mueven con la gracia de nuestra gente. Algunos fueron sin duda volteadores o arriscados, como llamamos a los que corren por las paredes y ejecutan las cabriolas y los saltos de los bailes. ¿Habrá algún sondeainfiernos?

—No se lo está preguntando. —Harmony se toma su tiempo para pronunciar aquellas palabras, las hace rodar por la lengua. Le aprieta la mano a Dancer cuando lo rodea para mirarme—. Aquí el maldito pequeñajo lo adivinó hace una hora.

—Ah. —Dancer le lanza una dulce sonrisa—. Claro que sí. De lo contrario, Ares no nos habría pedido que nos arriesgáramos a traerlo aquí. ¿Sabes dónde es «aquí», Darrow?

—Eso da igual —murmuro. Miro a mi alrededor, a las paredes, los hombres y las luces oscilantes. Todo es muy frío y sucio—. Lo que importa es... —No consigo terminar mi propia frase. El súbito recuerdo de Eo hace que se me quiebre la voz—. Lo que importa es que vosotros queréis algo de mí.

—Sí, eso importa —admite Dancer. Me pone una mano en el hombro—. Pero eso puede esperar. Me sorprende que estés en pie. Tienes las heridas de la espalda llenas de tierra. Vas a necesitar antibacterianos y restauradores dérmicos para evitar que te queden cicatrices.

—Las cicatrices no importan —espeto. Me quedo mirando las dos gotas de sangre que caen al suelo desde el faldón de mi camisa. Las heridas se reabrieron cuando salí de la tumba—. Eo sí está... muerta, ¿verdad?

—Sí que lo está. No podíamos salvarla, Darrow.

—¿Por qué no?

—Simplemente no podíamos.

—¿Por qué no? —insisto. Lo miro con rabia, y luego miro con rabia a sus seguidores y siseo las palabras, una a una—. Si me salvasteis a mí, podríais haberla salvado a ella. Era a ella a quien habríais querido. A la maldita mártir. A ella le importaba todo esto. ¿O es que Ares no necesita hijas, sino solo hijos?

—Mártires hay hasta debajo de las piedras —dice Harmony con un bostezo.

Me adelanto como una serpiente y la agarro del cuello. Las oleadas de ira me crispan la cara hasta que se me queda entumecida y siento cómo se me acumulan las lágrimas en los ojos. Los achicharradores gimen a mi alrededor mientras se preparan para disparar. Uno me oprime el cogote. Siento su boca fría.

—¡Suéltala! —grita alguien—. ¡Hazlo, chico!

Les escupo, zarandeo a Harmony una vez y la tiro a un lado. Se acurruca en el suelo, tosiendo, y después un cuchillo brilla en su mano cuando se incorpora.

Dancer se interpone entre nosotros, renqueante.

—¡Basta ya! ¡Los dos! ¡Darrow, por favor!

—Tu chica era una soñadora, chaval —me escupe Harmony desde detrás de Dancer—. Tan inútil como una llama sobre el agua...

—Harmony, maldita sea, cierra ya esa bocaza —ladra Dancer—. Apartad esas malditas cosas. —Los achicharradores se apagan. Después de un tenso silencio, se inclina hacia mí para hablarme. Baja el tono de voz. Mi respiración está agitada—. Darrow, somos amigos, somos amigos. No puedo hablar por Ares, ni te puedo decir por qué no pudo ayudarnos a salvar a tu chica: no soy más que una de sus manos. No puedo quitarte el dolor, ni tampoco puedo devolverte a tu mujer. Pero, Darrow, mírame. Mírame, sondeainfiernos. —Lo hago. Clavo la mirada en esos ojos rojos como la sangre—. Hay muchas cosas que no puedo darte. Pero sí puedo darte justicia.

Dancer camina hacia Harmony y le susurra algo; tal vez que tenemos que ser amigos. No lo seremos. Pero prometo que no la estrangularé, y ella promete que no me apuñalará.

La chica guarda silencio cuando me aparta de los otros y me guía a través de angostos pasillos de metal hasta una pequeña puerta que abre haciendo girar un pomo. El eco de nuestras pisadas resuena por los pasadizos herrumbrosos. La habitación es pequeña y está llena de mesas y de material médico. Harmony me ordena que me quite la camisa y que me siente en una de las mesas frías para limpiarme las heridas. No mueve las manos con delicadeza cuando me frota la espalda lacerada para quitarme la tierra. Intento no gritar.

—Eres un estúpido —me reprocha mientras me extrae trozos de roca de una herida profunda. Jadeo de dolor y trato de decir algo, pero aprieta un dedo contra mi espalda y me interrumpe—. Los soñadores como tu chica están llenos de limitaciones, pequeño sondeainfiernos. —Se asegura de que no hable—. Entiéndelo. El único poder que tienen está en la muerte. Cuanto peor sea su muerte, más fuerte será su voz, y más intensos los ecos. Pero tu mujer cumplió su propósito.

Su propósito. Suena muy frío, distante y triste, como si mi risueña chica llena de sonrisas solo hubiera estado destinada a la muerte. Las palabras de Harmony se me quedan clavadas y miro fijamente la rejilla de metal antes de darme la vuelta para mirar esos ojos airados.

—Entonces ¿cuál es tu propósito?

Harmony levanta las manos cubiertas de sangre y tierra.

—El mismo que el tuyo, pequeño sondeainfiernos. Hacer que el sueño se convierta en realidad.


Después de que Harmony me limpie la tierra de la espalda y me ponga una inyección de antibacterianos, me lleva a una habitación que está junto a un grupo de generadores ronroneantes. El abarrotado alojamiento médico tiene filas de catres y una cisterna de agua. Me deja solo. La ducha es algo terrorífico. Aunque es más delicado que el aire del ventilador, la mitad del tiempo siento que me estoy ahogando, y la otra mitad siento una mezcla de agonía y éxtasis. Abro el grifo de agua caliente hasta que se forma un vapor denso y el dolor me lacera la espalda.

Una vez limpio, me visto con las extrañas prendas que me han preparado. No es ni un mono ni una prenda hecha a mano como las que estoy acostumbrado a llevar. El material es lustroso y elegante, como si estuviera destinado a vestirlo alguien de otro color.

Cuando Dancer entra en la habitación aún estoy a medio vestir. Arrastra el pie izquierdo, casi tan inutilizado como su brazo izquierdo. Aun así es un hombre impresionante, más ancho que Barlow, y mejor parecido que yo a pesar de la edad y de las cicatrices de mordeduras de su cuello. Lleva un bol de hojalata y se sienta en uno de los catres, que cruje bajo su peso.

—Te salvamos la vida, Darrow. Así que tu vida es nuestra, ¿no estás de acuerdo?

—Mi tío me salvó la vida —digo.

—¿El borracho? —resopla—. Lo mejor que ha hecho ha sido hablarnos de ti. Y tenía que haberlo hecho cuando eras un chaval, pero te mantuvo en secreto. Ha trabajado para nosotros como informante desde antes de que muriera tu padre, ¿lo sabías?

—¿Lo han colgado?

—¿Por haberte descolgado? Espero que no. Le dimos un inhibidor de señal para apagar las anticuadas cámaras. Hizo su trabajo con sigilo.

El tío Narol. Locutor jefe, pero borracho como una cuba. Siempre pensé que era débil. Todavía lo es. Ningún hombre fuerte bebería como él ni estaría tan amargado. Pero nunca se mereció la manera en que lo desprecié. Aun así, ¿por qué no salvó a Eo?

—Te comportas como si mi tío te debiera algo.

—Se lo debe a su pueblo.

—Pueblo. —Me río de esa palabra—. Está la familia. Está el clan. Puede que también estén el sector y la mina, pero el pueblo... Pueblo. Y te comportas como si me representaras, como si tuvieras algún derecho sobre mi vida. Pero no eres más que un estúpido. Todos vosotros, los Hijos de Ares. —Mi voz suena con una condescendencia devastadora—. Estúpidos que no sabéis hacer otra cosa que poner bombas. Como niños enfadados que les dan patadas a los nidos de las víboras.

Eso es lo que quiero hacer. Quiero dar patadas, emprenderla a golpes con todo. Por eso le insulto, y por eso escupo sobre los Hijos aunque en realidad no tengo ningún motivo para odiarlos.

El atractivo rostro de Dancer se tuerce en una sonrisa cansada. Solo entonces me percato de lo débil que es realmente su inútil brazo izquierdo. Más delgado que el musculoso brazo derecho, doblado como el tallo de una flor. Pero a pesar de la extremidad marchita, hay en Dancer una amenaza retorcida, menos evidente que la de Harmony. Hace su aparición cuando me río de él, cuando me mofo de él y de sus sueños.

—La misión de nuestros informantes es pasarnos información y ayudarnos a encontrar a los renegados para que podamos sacar de las minas lo mejor de los rojos.

—Para que podáis usarnos.

Dancer sonríe severamente y recoge el bol del camastro.

—Vamos a jugar a un juego para ver si eres uno de esos renegados, Darrow. Si ganas, te llevaré a ver algo que pocos rojos inferiores han visto.

Rojos inferiores. Es la primera vez que oigo esa expresión.

—¿Y si pierdo?

—Entonces no serás un renegado y los dorados volverán a ganar.

La idea me turba.

Tiende el bol hacia mí y me explica las reglas.

—Hay dos tarjetas en el bol. Una tiene impresa la guadaña del segador. La otra, un cordero. Si eliges la guadaña, pierdes. Si eliges el cordero, ganas.

Pero me doy cuenta de que su voz titubea cuando dice esto último. Me está poniendo a prueba. Y eso significa que aquí no interviene la suerte. Así pues, tiene que estar midiendo mi inteligencia, lo que significa que hay una vuelta de tuerca. La única forma en que podría poner a prueba mi inteligencia consistiría en que ambas tarjetas tuvieran una guadaña; esa es la única variable que puede alterarse. Fácil. Miro fijamente los atractivos ojos de Dancer. Este juego está amañado. Estoy acostumbrado a ellos, y normalmente sigo las reglas. Pero esta vez no lo voy a hacer.

—Jugaré.

Alargo la mano hacia el bol y cojo una tarjeta, procurando que solo yo pueda ver la figura. Es una guadaña. Dancer no me quita la vista de encima.

—He ganado —digo.

Extiende el brazo para ver la figura, pero me la meto en la boca antes de que alcance a cogerla. En ningún momento consigue verla. Dancer me mira mientras mastico el papel. Me la trago, saco del bol la tarjeta que queda y se la arrojo. Una guadaña.

—La carta del cordero tenía demasiada buena pinta como para no comérmela —digo.

—Perfectamente comprensible.

El rojo de sus ojos centellea. Aparta el bol. Recupera el carácter amable, como si este nunca hubiera sido amenazante.

—¿Sabes por qué nos llamamos los Hijos de Ares, Darrow? Para los romanos, Marte era el dios de la guerra, el dios de las glorias militares, de la defensa del corazón y del hogar. Era honorable y todo eso. Pero Marte es un fraude. Es una versión idealizada del dios griego, Ares.

Dancer enciende un cisco y me pasa otro a mí. Los generadores zumban como nuevos y el cisco me llena de un abotargamiento similar cuando el humo hace volutas en mis pulmones.

—Ares era un cabrón. Un cabrón malvado patrono del odio, la violencia, la sed de sangre y las matanzas —añade.

—Así que al llamaros como él os referís a la verdad de las cosas en la Sociedad. Estupendo.

—Algo así. Los dorados preferirían que olvidáramos la historia. Y la mayor parte de nosotros o bien lo hemos hecho, o bien no nos la han enseñado nunca. Pero sé cómo ellos ascendieron al poder hace cientos de años. Lo llaman la Conquista. Asesinaron a todo aquel que se opuso a ellos. Masacraron ciudades y continentes. No hace muchos años, redujeron un mundo entero a cenizas: Rea. El Señor de la Ceniza lo sumió en el olvido con armas atómicas. Actuaron con la ira de Ares. Y ahora nosotros somos los hijos de esa ira.

—¿Tú eres Ares? —pregunto en un susurro.

Planetas. Han destruido planetas. Pero Rea está mucho más lejos de la Tierra que Marte. Es una de las lunas de Saturno, creo. ¿Por qué iban a lanzar bombas atómicas en un lugar tan lejano?

—No. Yo no soy Ares.

—Pero le perteneces.

—No le pertenezco a nadie más que a Harmony y a mi gente. Soy como tú, Darrow. Nací en un clan de cavadores de tierra, de mineros de la colonia de Tiros. Solo que yo sé más del mundo. —Frunce el ceño ante mi expresión impaciente—. Piensas que soy un terrorista. Y no lo soy.

—¿No? —le pregunto.

Dancer se reclina y le da una calada a su cisco.

—Imagínate que hubiera una mesa cubierta de pulgas —explica—. Las pulgas saltarían y saltarían hasta alturas desconocidas. Entonces llega un hombre y encierra las pulgas en un tarro de cristal vuelto del revés. Las pulgas saltan y se dan con el tope del tarro, sin poder llegar más alto. Y entonces el hombre quita el tarro, pero las pulgas no saltan más alto de lo que se han acostumbrado porque creen que aún hay un techo de cristal. —Exhala humo. A través de él veo cómo le brillan los ojos como el ascua del final de su cisco—. Nosotros somos las pulgas que saltan alto. Ahora te enseñaré cómo de alto.

Dancer me lleva por un destartalado pasillo hasta un ascensor cilíndrico de metal. Es un aparato oxidado y pesado, que chirría mientras subimos a un ritmo constante.

—Deberías saber que tu mujer no murió en vano, Darrow. Los verdes que nos ayudan piratearon la transmisión. Conseguimos entrar en la señal y emitimos la versión auténtica en todas las HP de nuestro planeta. El planeta, los clanes de los cientos de miles de colonias mineras y los que viven en las ciudades han oído la canción de tu esposa.

—Eso no son más que cuentos —protesto—. No hay ni la mitad de colonias.

No me hace caso.

—Oyeron su canción, y ya la llaman Perséfone.

Hago una mueca y alzo la mirada hacia él. No. Ella no se llama así. Ella no es su símbolo. No pertenece a estos bandidos de nombres falsos.

—Se llama Eo —le recalco—. Y pertenece a Lico.

—Ahora pertenece a su gente, Darrow. Y recuerdan los relatos de una diosa que le fue arrebatada a su familia por el dios de la muerte. Incluso a pesar del rapto, la muerte no pudo quedársela para siempre. Ella fue la Doncella, la diosa de la primavera destinada a regresar después de cada invierno. La belleza encarnada puede conmover la vida incluso más allá de la tumba. Así es como ven a tu esposa.

—Ella no va a volver —replico para dar por terminada la conversación.

Es inútil discutir con este hombre. No hace más que hablar y hablar.

El ascensor se detiene y salimos a un pequeño túnel. Lo sigo y llegamos a otro ascensor de un metal más reluciente y mejor mantenido. Dos Hijos lo protegen con achicharradores. Volvemos a subir enseguida.

—Ella no volverá, pero su belleza y su voz resonarán hasta el final de los tiempos. Ella creía en algo mayor que ella misma; y la muerte le dio a su voz el poder que no tuvo en vida. Ella era pura, como tu padre. Nosotros, tú y yo —me toca el pecho con el dorso del dedo índice—, somos sucios. Estamos hechos para la sangre. Manos ásperas. Corazones sucios. Somos seres inferiores en el gran esquema de los acontecimientos; pero sin nosotros, hombres de guerra, nadie salvo la gente de Lico habría escuchado la canción de Eo. Sin nuestras manos ásperas, los sueños de los corazones más puros no podrían llegar a hacerse realidad nunca.

—Ve al grano —lo interrumpo—. Me necesitas para algo.

—Quisiste morir antes —dice Dancer—. ¿Sigues queriendo hacerlo?

—Quiero... —¿Qué es lo que quiero?—. Quiero matar a Augusto —digo, y recuerdo el frío rostro del dorado cuando ordenó la muerte de mi esposa. Era tan distante e indiferente...—. Él no vivirá, puesto que Eo yace muerta.

Pienso en el magistrado Podginus y en Dan el Feo. A ellos los mataré también.

—Venganza, entonces —suspira.

—Dijiste que eso podías ofrecérmelo.

—Te dije que te daría justicia. La venganza es algo vacío.

—Pues me colmará. Ayúdame a matar al archigobernador.

—Darrow, te pones unas metas demasiado bajas. —El ascensor coge velocidad. Se me taponan los oídos. Subimos, y subimos, y subimos. ¿Hasta dónde llega este ascensor?—. El archigobernador es solo uno de los más importantes dorados de Marte. —Dancer me pasa un par de gafas tintadas. Me las pongo, titubeante, mientras el corazón me late con fuerza. Estamos saliendo a la superficie—. Tienes que ser más amplio de miras.

El ascensor se detiene. Las puertas se abren. Y entonces se me ciega la vista.

Las pupilas se me contraen detrás de las gafas para ajustarse a la luz. Cuando por fin soy capaz de abrir los ojos, espero ver un inmenso faro o bengala brillante, alguna fuente de donde provenga la luz, pero no veo nada. La luz es ambiental. Su origen es distante, imposible. Algún instinto humano dentro de mí conoce este poder, conoce este primitivo origen de la vida. El sol. La luz del día. Me tiemblan las manos y salgo del ascensor con Dancer. No dice nada. Dudo que yo le escuchara aunque lo hiciese.

Estamos en una habitación de extraña factura, diferente de todo cuanto haya imaginado. Bajo nuestros pies hay algún tipo de sustancia, dura pero que no es ni metal ni roca. Madera. La reconozco por las imágenes que la HP muestra de la Tierra. Una alfombra de mil tonalidades distintas se extiende sobre ella, y la siento blanda bajo los pies. Las paredes que nos rodean son de una madera rojiza, y en ellas hay tallados ciervos y árboles. A lo lejos suena una música tenue. Sigo la melodía hasta adentrarme en la habitación, hacia la luz.

Distingo un panel de cristal, una pared enorme que permite pasar a los rayos del sol hasta el instrumento negro y achaparrado con teclas blancas que suena sin que nadie lo toque en una habitación alta con tres paredes y un largo panel de ventanas con cristales. Todo es muy liso. Más allá del instrumento, más allá del vidrio, hay algo que no logro comprender. Me acerco a trompicones hacia la ventana, hacia la luz, y me caigo de rodillas, con las manos apoyadas contra el cristal. Gimo con una nota larga y monocorde.

—Por fin lo entiendes —dice Dancer—. Nos han engañado.

Al otro lado del cristal se extiende una ciudad.

Amanecer rojo

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