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En la carretera 7

Manuel Antonio camina sin fijarse en el sendero por el que transitan. De repente se estrella con Emilio Garzón que se ha detenido, se limpia el sudor de la frente con la manga de la camisa y observa el paisaje frente a él. A Manuel le sorprende la fortaleza de ese hombre. A pesar de su semblante de adolescente es sólido como una tapia de ladrillo. La inmediatez le permite percibir el aroma a sudor viejo y concentrado que despide su ropa, El pueblo está cerca.

Llevan caminando más de una hora en medio de senderos que cruzan terrenos de labranza abandonados. Avanzan despacio mientras tratan de mantenerse lejos de la carretera. Durante ese tiempo únicamente han sentido el motor de uno o dos vehículos. De resto, solo el sonido de los pájaros y de los insectos, cuyo zumbar aumenta a medida que el calor los achicharra.

El paisaje no cambia. Propiedades que alguna vez es­tuvieron cultivadas, pero que ahora están cubiertas de maleza. El sonido incesante de los pájaros los agobia. Hay insectos que vuelan en todas direcciones, que los pican y chupan su sangre. El calor del sol hace que el sudor se pegue a la ropa y termine convertido en diminutos gránulos de sal.

Pasan junto a un reservorio de agua abandonado. Es un espejo de color verde oscuro donde surgen las burbujas de algo vivo. Alguna especie monstruosa de la cual Manuel no quiere saber. Mireia solo camina como autómata.

Emilio los aguarda junto a un cercado, con un pie pisa un alambre y con la mano levanta el otro para facilitarles el paso. Entran a un camino igual de abandonado que el resto del entorno. Es un sendero donde apenas podría caber un jeep o, más probable, un tractor. Está hendido por cascos de animales y alguna rueda de bicicleta. Emilio examina cuidadosamente las huellas en la tierra endurecida de la cual una suave brisa levanta el polvo y espanta los zancudos que han llenado de puntos rojos los brazos de Mireia y el cuello de Manuel Antonio, Al menos sabemos que por aquí es poco probable que encontremos alguna de las camionetas de esos tipos.

De repente distinguen entre la vegetación un letrero y a lo lejos una construcción. El letrero reza Bienvenidos a La Bonga, en una lata firmada con la publicidad de una gaseosa, Kola Hipinto.

Manuel observa la lata, está oxidada y tiene la huella inconfundible de al menos cuatro balazos. Mireia también los nota, pero no dice nada. En ese momento está luchando con sus sandalias que comienzan a ampollarle la planta de los pies.

¿Cómo te sientes?, susurra Manuel, cariñoso, Mireia lo observa con una mirada triste. Está cansada y sin ánimo para seguir caminando bajo ese sol y en medio de la nube de zancudos que los atacan por oleadas, Bien, todavía aguanto, ¿y tu rodilla? Él hace un gesto equivalente al «ni bien ni mal».

Aquí era la inauguración del acueducto, dice Emilio. Manuel levanta la vista hacia el letrero de lata oxidado, Qué silencio, la carpeta informativa decía que era un municipio con diez mil habitantes, pero no parece. Emilio señala la letra pequeña del letrero oxidado. Diez mil ochenta habitantes. Y más abajo otro texto, temperatura media: veintisiete grados centígrados. Ninguna de esas dos cifras puede ser cierta, comenta Manuel, porque hace un calor de al menos treinta y cinco.

Emilio les hace una señal para que esperen, Voy a ver cuál es la situación.

Manuel Antonio acepta y busca un lugar dónde sentarse, en realidad la rodilla le duele y necesita descansar. Escoge el bordillo de un colector de agua que conecta con un canal de riego por el cual hace mucho tiempo que no ha circulado líquido alguno. A un lado del pequeño muro de cemento hay un grafiti pintado con aerosol negro: Vivan las auc. Limpia con la mano la tierra que cubre la superficie de cemento e invita a Mireia a sentarse. Ella hace un gesto para que la aguarde mientras mira alrededor, ¿Qué buscas?, Un lugar dónde tenderme y estirarme un poco.

Manuel Antonio observa sus movimientos. Ella escoge un espacio al borde del sendero cubierto por una hierba rala. Se sienta sobre sus rodillas dobladas. Hace un gesto de meditación con las palmas juntas a la altura del pecho y luego las levanta sobre su cabeza, se inclina y pone las manos sobre el piso y se repliega sobre sí misma hasta reducir su cuerpo a un pequeño bulto que pareciera desaparecer entre la hierba. Estira los brazos y se queda inmóvil con la cabeza hundida entre los bíceps y la frente apoyada en el suelo. En el cielo no hay ni una nube y tampoco viento. De alguna forma Manuel siente que es un momento espiritual y trata de poner su mente en silencio. Intenta no pensar, al menos por esos pocos segundos de su vida. Y así permanecen por un par de minutos, al cabo de los cuales Mireia se incorpora con lentitud, hace un giro con su cabeza deshaciendo las tensiones gracias al yoga y poco a poco se pone de pie. Entonces se sienta junto a él, Mi maestra de bikram dice que dos minutos en esta posición suministra el mismo descanso que dormir seis horas. ¿Y así estás de descansada? Ella piensa un poco, La verdad, no lo sé.

Manuel Antonio siente un impulso cariñoso y la abraza. Ella, delicadamente, le retira el brazo. Hace mucho calor, pero le agradece con la mirada. Se quedan así, pensativos. Manuel quisiera decirle una palabra amorosa, una declaración de complicidad, algo que la ayude a sentirse mejor, mas las palabras no llegan a su boca.

Unos minutos después Emilio Garzón regresa de su expedición al caserío, Por un lado, todo bien. No han venido las camionetas, pero, por otra parte, tampoco hay gente. Ni siquiera vi perros, lo bueno es que al menos podremos descansar a la sombra mientras vemos qué ruta seguir.

La pareja se mira entre sí con desilusión, En todo caso demos una mirada, dice Manuel con tristeza. Me duelen los pies, se queja Mireia. Y a mí la rodilla, ven te ayudo, dice él haciendo un gesto gracioso, como si fuera a echársela a la espalda.

Ella sonríe y se incorpora, Tampoco es tan grave como para que me tengas que cargar, todavía puedo caminar.

Manuel Antonio observa el gesto de Mireia, de entereza y vanidad al mismo tiempo. Ella demuestra que no es una carga para nadie.

Las tres figuras avanzan bajo el sol calcinante por el camino medio abandonado. La primera construcción que encuentran es un cercado de malla que exhibe un vistoso letrero de la compañía Inmoconstrucciones. Manuel Antonio queda sorprendido. Lee el texto: en él se describen las características de la planta de tratamiento del acueducto que la empresa está construyendo en el pueblo. El cercado y el letrero es lo único nuevo en los alrededores, todo lo demás parece oxidado, descascarado, deshojado como un árbol seco. ¿Esto es lo que veníamos a inaugurar?, se pregunta entre alarmado y furioso. Emilio y Mireia también parecen sorprendidos.

—A lo mejor las instalaciones más importantes están en otra parte —sugiere Emilio.

—No. Aquí es. El compromiso era construir una planta de tratamiento. Esta es, sin duda.

El terreno es equivalente a una manzana del pueblo. Pero no hay nada levantado dentro de sus límites. La malla que ve Manuel tiene un letrero con el nombre de la compañía en la que trabaja, pero ver ese nombre ahora lo único que le produce es vértigo. Observa otro letrero: Acueducto municipal de La Bonga. Adentro hay una caseta sin terminar, algunos tubos de cemento y montañas de arena y pedruscos. Da unos pasos rodeando el lugar, busca algún tanque, alguna instalación construida. No ve nada, por eso murmura entre dientes, Y por este acueducto Inmoconstrucciones recibió seis millones de dólares de anticipo.

¿Qué significa eso?, pregunta Mireia. Manuel medita su respuesta por un momento, Que la compañía para la que trabajo, sobre todo, es una empresa de papel. Y que las sospechas de Emilio pueden ser ciertas. Estamos jodidos.

Banzai

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