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En la carretera 8

Moncho, sentado en el fresco interior de la camioneta, mira el teléfono satelital. Sabe que en cualquier momento va a volver a vibrar. El ruido que hace el aire acondicionado le molesta, pero más le molesta el calor. Observa inexpresivo ese aparato que se parece más a un celular de tecnología antigua que a un teléfono de última generación. Es demasiado voluminoso. Moncho, al igual que sus primos que viven en California, es amigo de los gadgets, le gustan los teléfonos modernos y los autos veloces; sin embargo, ese teléfono satelital, que vibra cada dos minutos anunciando nuevas desgracias, le parece una intrusión, una presencia ominosa que lo hace sentir como un alumno que no ha entregado la tarea al profesor regañón. En realidad, preferiría en ese momento estar en Los Ángeles, dando órdenes desde la mesa de caoba de la sala de juntas y no ejecutándolas en este pedazo de tierra perdida del planeta.

Escucha vibrar el Iridium y observa las luces encendidas del aparato. Aprieta el botón de respuesta.

—Aquí Moncho.

Puede imaginar la cara de Javier, su hermano mayor, el doctor Ancízar, como lo conocen en la compañía. Lo llaman doctor por lagartearle, por quedar bien con él y también porque es el único con título universitario. Doctorado en el London School of Economics. También imagina la cara de sus primos, Ciro y Pinky, nerviosos, sentados alrededor de la mesa en la oficina de presidencia, ansiosos por las noticias, escuchando en el altavoz de conferencias situado en la mitad de la superficie de caoba. Al fondo, a lo lejos, en la ventana se distinguirá la línea de la costa y sus yates amarrados, en alguno de los cuales sus primos pasean los fines de semana. La temperatura del aire acondicionado controlada, sus tres socios olorosos a lociones de doscientos dólares la onza. Seguramente todos ellos llegaron en la mañana manejando un auto caro, mientras él, sentado en esa camioneta, orillado en un camino de segunda categoría, tiene que recoger la basura causada por sus decisiones. Tapar el hueco financiero, se dice a sí mismo, eso es lo que estoy haciendo, tapando un hueco financiero. Un asunto de negocios.

—¿Entonces? —pregunta su primo Ciro, el menor, por el altoparlante.

—Hay un pequeño problema —dice Moncho.

—¿Problemas? A ver, ahora qué pasó —pregunta su hermano mayor, el doctor Ancízar.

—Es el tipo que envió la compañía de seguros de Miami —dice Moncho—. Se tiró todo. Le dio bala al comando que estaba haciendo la operación y se nos voló el personaje.

—¿Entonces no lo agarraron?

—No. Y lo peor es que ya deben haberse pillado en lo que andamos, porque no se dejan ver.

Moncho aguarda algún comentario adicional. Del otro lado del teléfono solo llega el sonido de la estática. El silencio que recorre la red satelital Iridium, que orbita la Tierra a ochocientos kilómetros de altura y que encuentra a alguno de sus satélites, regresa como un eco otros ochocientos ki­lómetros solo para que Moncho pregunte:

—¿Sigues ahí?

—Sí, aquí sigo —dice la voz del primo Ciro.

—Aquí seguimos, porque te oímos por el comunicador de la sala de juntas —dice otra voz, la de Pinky.

Entonces escucha la voz del doctor Ancízar, que recorre la red satelital y ordena, desde la sala de juntas, perfectamente refrigerada, desde la que se ve el cielo azul Kodacolor de California:

—Entonces, si no podemos declararlo un secuestro, que lo maten de una. Perdemos lo del rescate, pero el seguro nos cubre bastante todavía. Además, siempre está lo importante, la demanda al Estado.

—De acuerdo —dice Moncho—, el problema es encontrarlo. No sabemos dónde están y los de la compañía de seguros ya amenazaron con que van a mandar gente a esta zona.

—No te preocupes, de la compañía de seguros nos encargamos desde aquí.

—¿Cuánto tiempo tenemos? —pregunta Moncho.

—¿Cuánto necesitas? —inquiere su hermano.

—Pero no exageres —añade Ciro con nerviosismo—. No pidas demasiado.

Moncho siente el miedo de su primo que llega como una mala vibra por medio de la red Iridium.

—No sé, tres o cuatro horas, a lo mucho.

—Nosotros podemos demorarlos desde aquí —complementa su hermano Javier—, tenemos algunos recursos todavía, e incluso podríamos contar con el tío Lucio, si es que toca ir tan lejos.

—Ojalá —dice Moncho—, porque desde aquí las cosas no se ven tan chéveres.

Su hermano y los primos no responden a estas últimas palabras, más bien se despiden con un tono optimista.

—Okey, bro, así quedamos.

Los ecos de la red satelital se pierden en la oscuridad infinita del espacio sideral. Y en la mente de Moncho quedan vibrando las palabras nerviosas de sus primos. Si no sabían en lo que se estaban metiendo para qué lo hicieron, piensa.

—Entonces, jefe, ¿qué hacemos?

Moncho mira a Bolívar que permanece de pie, bajo el sol, junto a la ventanilla de la camioneta aguardando órdenes.

Puede ver las gotas de sudor que salen debajo de su gorra de beisbolista.

–Mueva todo lo que tenga por aquí. En pocas horas esto va a estar lleno de Ejército. Los de la compañía de seguros ya están molestando. Parece que no les gusta perder plata.

Bolívar asiente, saca el radioteléfono y comienza a dar órdenes.

—¿Dónde nos vemos?

—En La Bonga, en media hora. Hagamos un rastreo por las carreteras, cada uno por su lado y allá decidimos qué hacer.

—Ok.

Y Bolívar continúa en el teléfono, pero Moncho no resiste subrayar lo importante.

—Pero, sobre todo, ponga a esos recomendados suyos sobre la pista de nuestro personaje.

Hace un gesto al conductor de su camioneta y parten. Bolívar, con el radioteléfono en la mano, lo ve irse. Siente el polvo levantado por el vehículo depositándose sobre sus pestañas.

Banzai

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