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ОглавлениеEn La Carretera 1
Viajar sin llegar a ninguna parte. Ese parece ser su destino esta mañana. Polvo, suelo apisonado, grandes tubos de canalización abandonados a la vera del camino, arrumes de piedra y algún separador de plástico naranja olvidado por los constructores fantasmas; vegetación rala a la orilla, a veces potreros con dos o tres vacas cebú, letreros oxidados y con huellas de bala. Manuel Antonio anota mentalmente. Es ingeniero de caminos y no puede evitar juzgar las construcciones que ve. Su vocación por hacer listas, cronogramas, cuadros sinópticos, agendas precisas lo hace evaluar el camino por el que van. Muy malo. Pero al menos se entretiene, trata de encontrarle sentido a este viaje hacia ninguna parte, producto de una decisión caprichosa de los Kamikazes.
En algún momento de ese fin de semana tuvo la fantasía de que este viaje podría ser un redescubrimiento de su pasado. Sin embargo, pronto vino la desilusión, todo empezó a ir demasiado rápido y antes de que hubiera podido excavar en sus recuerdos amables estaba dentro de esta camioneta blindada camino a un acto inaugural en un lugar que no puede ubicar en sus mapas mentales; con el aire acondicionado demasiado frío, los vidrios oscuros que impiden apreciar el verde de la vegetación. Junto a él, su novia Mireia viaja absorta, contemplando las pantallas de dos teléfonos.
Han pasado por pueblos que cruzan en pocos segundos, frente a grandes extensiones de potreros sin vida; algún restaurante de carretera con gallinas cocidas, iluminadas por bombillos de luz verde; vitrinas grasosas con quipes y arepas de huevo. El clima aún es fresco y la intensidad del sol no se percibe debido a los vidrios entintados. Están viajando desde el amanecer, primero en avión y luego en esa camioneta blindada que va precedida por el polvo que levantan dos vehículos más. Preferiría tenderse sobre la banca y dormir muchas horas, lo que resulta imposible porque van muy apretados. Junto a él viaja Mireia y al otro lado de la banca está ese extraño tipo que se apareció a la madrugada en la puerta del avión privado y murmuró con sencillez, Tengo que ir con usted, por disposición de la compañía de seguros de California. Y Manuel, sorprendido, solo atinó a murmurar, Pero a mí no me dijeron nada. El otro continuó sin conmoverse, Siento mucho que no le hayan avisado, esas son mis órdenes. Y sin más se acomodó en una butaca del avión, luego en la camioneta. Esos gringos y sus ideas fijas, piensa Manuel, por culpa de ellos es que vamos incómodos.
Al borde de la carretera se distinguen fugazmente, pintadas en los tubos abandonados, las siglas de los ejércitos que se disputaban esta región no mucho antes. La camioneta salta en un bache y le hace sentir a Manuel un golpe seco en los riñones. Busca infructuosamente la mirada de Mireia, que ensimismada sigue contemplando las pantallas de los dos teléfonos, uno en cada mano. Es evidente que lo hace para aparentar interés en una posible llamada desde el otro lado del mundo. Una manera de decirle no me jodas.
Oye, Mireia, ya estuvo bueno. Hablemos, ¿sí? Ella levanta la vista de los teléfonos sin señal y lo mira con displicencia, ¿De qué ostias quieres hablar? ¿Del clima, como intentaste hace un rato? ¿O en realidad quieres saber cómo me siento después de la gilipollez que se te ocurrió ayer?
Ah, claro, se dice Manuel, ella todavía no olvida la conversación del día anterior, ni lo que él le dijo, la idea de abandonar todo en California y venir a vivir a Colombia, o tal vez volver a Madrid. ¿A qué? ¿Quién sabe? Evidentemente no lo pensó. Y, evidentemente, tampoco entendía por qué lo había dicho. Por idiota, tal vez, porque estaba entusiasmado conversando con esa familia a la que no se había acercado en años y, por supuesto, además el trabajo con los Kamikazes no lo satisface, pero solo hasta ese momento se había atrevido a verbalizarlo. Lo que no añadió, y ese fue su error, es que todo eso lo decía porque había algo más importante; que en realidad lo único que quería era volver a casa con Mireia. Que ella era la única persona que le daba refugio. Y esa sensación amorosa aún continuaba. Quería decirle a Mireia solo eso. Que quería intentar otra vida con ella, con los ahorros que había hecho durante los tres meses que habían pasado en Los Ángeles y volver a tener una casita para ellos dos, y si era en Bogotá o en Madrid, eso no tenía importancia.
Pero ya es tarde, sabe que el momento de decirlo ya pasó. En realidad solo había querido susurrarle a Mireia, Es que te quiero mucho, pero le salió otra cosa, joder. Y terminó diciendo, como si surgiera de la nada, Tal vez es un buen momento para marcharse a intentar otra cosa, aquí o allá. Mireia lo había mirado entre sorprendida y enfurecida, por decirlo sin habérselo consultado antes, ¿Tú sí crees que hay algo para ti en esta ciudad que parece bombardeada? ¿O que hay alguien en Madrid esperándote con los brazos abiertos? Y él, No sé, no es algo que haya pensado tanto. No sé si quiero regresar. No te había dicho nada porque solo es algo que pienso a ratos… Claro que con la conversación que tuvimos el sábado con Juan Pablo, la posibilidad de trabajar en Colombia ya había quedado descartada… Manuel Antonio divagaba, se refería a su amigo Juan Pablo Grosso, con el que habían tomado un par de whiskies mientras lo escuchaban quejarse, Ay, Manolito, Manolito, no sabes lo que es vivir en este platanal.
Mireia, en aquel momento, emitió un gruñido con el que cerró la conversación mientras la mamá y la hermana de Manuel Antonio presenciaban esa situación incómoda en medio de aquel obligado almuerzo familiar de domingo, ¿Más chilaquiles, mijo?
Manuel se olvida de todo y vuelve a mirar el camino, otro potrero cubierto de maleza y más adelante otra propiedad también abandonada, como tantas que ha visto desde hace rato. El paisaje es cada vez más desolado. Ya han dejado atrás los pequeños poblados de carretera y le sorprende ver tantas fincas descuidadas. El campo colombiano que él recuerda era un poco más alegre. Cierto es que en su infancia y adolescencia recorría con su padre las zonas de Cundinamarca o del eje cafetero, o las playas del parque Tayrona o de Cartagena, y nunca habían viajado por esta zona de las sabanas de la costa. Tal vez sea eso.
Al recordar a su padre acaricia el reloj que le entregó poco antes de irse a estudiar a Madrid. Acaricia la luneta que cubre un tablero blanco, clásico, sobrio, igual a la imagen que su viejo se empeñaba en proyectar sin mayor éxito, la de un buen burgués bogotano. No se lo quiso quitar esa mañana pese a que Mireia se lo sugirió por esa creencia de que en cualquier pueblo de Colombia hay un ladrón dispuesto a quitarte lo que llevas encima. Él no le hizo caso, Este reloj no le interesa a nadie, bueno sí, tal vez a Javi, el presidente de la compañía, es el único al que le he visto interés por él.
Continúan en silencio. El aire acondicionado de la camioneta alivia la humedad del ambiente, aunque la convierte en una nevera. Viajan por una carretera secundaria cumpliendo un itinerario que a Manuel Antonio, como jefe de operaciones de la compañía Inmoconstrucciones, con sede en California, le parece absurdo. Sin embargo, no puede quejarse. Se supone que su cargo lo obliga a hacer estas visitas de relaciones públicas.
Al otro lado del asiento, en la otra ventana va Emilio Garzón, el encargado de seguridad. A Manuel Antonio no se le ocurrió entablar mayor conversación con él; lo vio instalarse en un asiento apartado en el avión y ya. Le pareció sorprendente que toda una compañía gringa mandara un tipo con una expresión tan poco amenazante. Aunque debe medir al menos un metro con ochenta y cinco, tiene las espaldas anchas y las orejas un poco pequeñas. Pensó que un guardaespaldas enviado desde Estados Unidos tendría un aspecto más fiero, más intimidante. Aunque ya se ha dado cuenta de que, si bien Emilio parece un poco básico, apenas un celador sin uniforme, no se le escapa ningún detalle: cada veinte minutos hace un reporte por sms sobre la localización del grupo y nunca deja de observar lo que se refleja en el espejo del vehículo, No se separe de la caravana, le ordena al conductor, que parece no hacerle caso.
Emilio trata todo el tiempo de encogerse, de hacerse pequeño, de no molestar. La camioneta tiene un asiento amplio, pero él es demasiado grande. Adelante va el chofer de la compañía y a su lado un escolta del que Manuel Antonio solo ha visto la nuca rapada como la de un militar. Piensa en esa palabra, escolta, un eufemismo por el término más apropiado que debería usarse, guardaespaldas. Como todo en Colombia, siempre le ha parecido que lo que importa son las formas, no el sentido real de las palabras.
Nota que el conductor no se disculpa por su descuido al conducir. A veces derrapa debido al camino destapado. Mireia sigue distante, ha renunciado a comunicarse con su iPhone o a encontrar señal en el Blackberry de la compañía. Los ha dejado sobre el cojín, junto al maletín ejecutivo donde cargan los documentos de la empresa Inmoconstrucciones, con filiales en Bogotá, San José de Costa Rica, Guatemala y Los Ángeles, California.
—¿Algún mensaje? —pregunta Manuel Antonio con tono conciliador. Ella lo mira despectiva y se encoge de hombros. Se limita a evadir cualquier asomo de conversación haciendo una pregunta con tono cansino:
—¿Falta mucho?
Entonces Emilio es el ingenuo que interviene, sin entender la pelea silenciosa de la pareja:
—Como una hora, todavía.
—¿Tanto?
Manuel Antonio la mira y busca un resquicio en la corteza de su mal humor para dialogar con ella, pero no lo encuentra. Se dirige entonces al guardaespaldas aprovechando que se ha inmiscuido en la conversación.
—¿No podríamos volver en el helicóptero?
—Voy a preguntar.
Manuel no es una persona exigente y le parece un poco excesivo pedir un helicóptero, Hágame el favor, no joda, como si fuera una reinita, se dice, al tiempo que recuerda que los Kamikazes le habían ofrecido que si el clima mejoraba les mandarían el helicóptero, Tranquilo, Manuel, usted pide, nosotros le damos. En realidad le tiene sin cuidado si hay helicóptero disponible o no. Solo busca que la posibilidad de un regreso más cómodo mejore el humor de Mireia.
Emilio es un hombre fornido, lo cual contrasta con su actitud calmada, que lo hace parecer engañosamente inofensivo. A Manuel Antonio le parece un adolescente al que la ropa le queda chica. Su aspecto es sencillo, impecable y limpio. Sin embargo, cree percibir en él un arraigado olor a sudor que le recuerda los camerinos del gimnasio de la universidad. De esa época en la que frecuentaba canchas de deporte, mucho antes de que una lesión en la rodilla lo obligara a alejarse del ejercicio. El dolor vuelve con el recuerdo, se frota la rodilla en busca de alivio al dolor causado por tantas horas sentado. Emilio vuelve a pedir retorno por medio del radioteléfono, Qué hubo, Bolívar, quería saber si el helicóptero puede despegar, el doctor Figueroa quisiera usarlo para regresar. Emilio espera la respuesta, un momento después agradece a la persona que le habla al otro lado de la línea. Cierra la llamada, entonces se dirige a su jefe, No se sabe, quedaron de confirmar más tarde a ver si la aeronáutica da permiso para el despegue del aparato.
Manuel Antonio no hace ningún comentario. Se limita a mirar la carretera a través del parabrisas, las zanjas medio excavadas, los árboles cubiertos de polvo. A veces vuelve a ver, al frente de ellos, un poco lejanas, las dos camionetas que los preceden, una Land Cruiser igual a la que él ocupa y un vistoso Hummer de color amarillo. Van en caravana por precaución, porque es una zona que unos años antes tuvo problemas de orden público. Aunque ya esa situación quedó atrás, le garantizaron los Kamikazes en la reunión de la compañía; sin embargo, la empresa de seguridad y la compañía de seguros de Irvine, California, al conocer el itinerario pidieron que viajara escoltado. Y por eso va en una camioneta del Gobierno, protegido por un montón de personas, en una situación que hace cuatro meses le hubiera sido imposible de imaginar. En un suspiro pasó de ser un desempleado fancy, una cifra más entre las personas sin empleo en España, a estar en medio de una organización como un tipo destacado. Demasiado destacado para sus parámetros, aunque tampoco tuvo mucha oportunidad de elegir. Era eso o seguir en paro, en apuros para pagar las cuotas de un apartamento hipotecado y con el bmw sin gasolina en el garaje.
Qué lejos parece Madrid, donde creyó que podría olvidar el malestar que le producía su familia, más exactamente su abuela materna, esa bruja descalificadora. Madrid, la ciudad donde hizo la maestría y donde consiguió hacer una vida independiente y feliz, algo que difícilmente hubiera podido conseguir de haberse quedado, veinte años antes, con su hermana y sus papás en Bogotá. Sí, extraña ese mundo que se esfumó durante la crisis, dos años antes.
El paisaje ha comenzado a cambiar, atrás ha quedado la monotonía de las haciendas abandonadas, de los potreros llenos de paja y pocos árboles. Han entrado en una zona boscosa y levemente montañosa en la que apenas se siente el calor de la temprana luz de la mañana. En ese momento, ve, por primera vez en el viaje, el perfil del escolta que viaja delante. Le parece que gira la cabeza y mira al conductor, que a su vez también cruza la mirada con él. Manuel Antonio se da cuenta de que hay un gesto de entendimiento entre ellos. De hecho, Emilio, el jefe de seguridad también lo percibe:
—No pierda contacto con la caravana.
Pero el conductor disminuye aún más el paso. Manuel no se da cuenta de más porque en ese momento un gran golpe sacude la camioneta y hace que su cabeza choque con el vidrio de la ventanilla. Si no fuera por el cinturón de seguridad hubiera perdido el sentido. Mireia ve salir volando los teléfonos que estaban a su lado y Manuel alcanza a notar que Emilio se sostiene agarrado a la manija del techo del vehículo. Es un tipo fuerte y por eso no cae encima de ellos. Hay fuego, humo, se da cuenta de que la camioneta ha quedado atravesada en la mitad del camino, entre una nube de polvo y pólvora quemada. En el tablero suenan todas las alarmas, la de la puerta abierta, la del cinturón desabrochado, la del encendido del motor. Poco a poco Manuel sale de aquel mundo de silencio, los oídos le zumban por la densidad de la explosión, porque fue eso, una explosión al frente de la camioneta que la tiró a un lado del camino, escucha los gritos de Mireia. Está tan confundida como él. Entonces se da cuenta de que Emilio, con gesto violento, los tironea de la ropa para que salgan del vehículo. Le da miedo hacerlo. Los asientos delanteros están vacíos. El conductor y el escolta ya no están en su lugar:
—Bájense, el blindaje de esta camioneta no aguanta mucho —grita Emilio.
En ese momento siente el golpe de aire caliente de otra explosión que viene del frente de la camioneta. Alcanza a distinguir trozos de vidrio astillado y pedazos de metal azul oscuro que vuelan por el aire. Del motor sube una columna de vapor. Entonces escucha otros ruidos repetidos. Tac, tac, tac, son golpes secos que golpean las latas del vehículo. Emilio los empuja lejos de la camioneta. Manuel Antonio, aturdido, toma del brazo a Mireia. Se arrastra por la zanja del borde del camino. Emilio los hace tenderse sobre el lodo seco. Manuel Antonio alcanza a preocuparse porque su ropa va a quedar hecha una miseria. Pero de inmediato olvida esa absurda veleidad. Sin embargo, se palpa la muñeca para confirmar que el reloj de su padre continúa en su lugar.
—Quédense quietos —dice Emilio devolviéndose. Empuña una pistola que a Manuel Antonio le parece enorme, se pregunta dónde la guardaba. Emilio repta por la zanja en dirección a la carretera—. Jimeno, Morales, acérquense —grita en dirección al conductor y al escolta que se han desplazado por la zanja en el sentido contrario.
Entonces, Manuel Antonio ve horrorizado que al otro lado de la carretera emergen varios hombres armados. No llevan uniforme, no parecen ser parte de algún ejército de los que han estado disputándose la región los últimos veinte años y que él vio tantas veces en las noticias. Por eso está más sorprendido. Es una pesadilla que él siguió con una curiosidad casi de antropólogo en los noticiarios de tve. Una realidad de la cual se sintió siempre ajeno. Por eso, cuando preguntó por la situación en esta zona del país, dio por buena la explicación que le dieron los Kamikazes: que tranquilo, que todo este territorio estaba en calma, que por eso el Gobierno estaba invirtiendo en estas zonas para recuperarlas y además iba en un carro blindado del Gobierno, Para más cheveridad y tal. Por eso le parece aún más absurda la escena que transcurre frente a sus ojos. Con esos disparos y esas dos explosiones que aparecieron de la nada.
En ese momento, Emilio ve que el chofer y el guardaespaldas que han estado agazapados un poco más adelante en la carretera, en la misma zanja donde están ellos, salen con los brazos en alto mientras hacen señales de calma y gritan algo que Manuel Antonio no alcanza a entender.
Tampoco Emilio entiende por qué lo hacen. Piensa que necesitan ayuda y hace algunos disparos para distraer a los hombres armados y obligarlos a replegarse en la vegetación, a lo cual estos responden disparando en todas direcciones. Algunas ráfagas destrozan las hojas de los arbustos cerca de donde está Emilio.
Entonces ven que el chofer y el guardaespaldas, pese a las señales que hacen de que se quieren rendir, caen al piso. Emilio, nervioso, hace otra ronda de disparos en dirección a los matorrales hasta descargar un proveedor. Recarga el arma, se detiene y queda a la expectativa.
Al rato se mueve hacia el lugar de la zanja donde están Manuel Antonio y Mireia, No tengo mucha munición, no nos queda de otra. Tenemos que irnos de aquí.
Distingue un canal de riego abandonado y los obliga a dirigirse hacia allí. Poco a poco se alejan de la carretera. Al hacerlo escuchan algunos disparos, pero lo que más los asusta son las explosiones causadas por los vidrios de la camioneta que estallan por el calor generando nuevas volutas de humo negro que se confunden con las llamas color naranja de la combustión de gasolina, caucho y ropa. Manuel Antonio siente la mordedura de la violencia. Percibe el calor de las detonaciones, ve pedazos de vidrio y latón que caen como llovizna a su alrededor. Entonces descubre que Mireia ha enterrado las uñas en su mano. Lo sabe porque distingue las gotas de sangre, no porque sienta algún dolor. La camioneta se deshace en el fuego. Emilio los hace continuar arrastrándose por entre los matorrales para alejarse del fuego. Manuel Antonio va pendiente de Mireia, que se ve aterrorizada. También observa a Emilio y se pregunta quién es este tipo.