Читать книгу Banzai - Roberto Rubiano - Страница 5
ОглавлениеEn la carretera 2
La camioneta Toyota gris metalizada, que abría la caravana que transportaba a Manuel Antonio Figueroa, está detenida a la orilla de la carretera a la sombra de una bonga que parece una sombrilla gigante. Junto a ella está el Hummer de color amarillo. Los motores están apagados, de modo que el único sonido que se escucha es el zumbido de los insectos en el calor húmedo de la mañana. Junto a la camioneta hay un hombre vestido con un traje de lino crudo y una guayabera de diseñador, tiene un pañuelo con iniciales bordadas en el bolsillo de su saco de lino y zapatos relucientes. A su espalda hay otro hombre que lleva una gorra de beisbolista y un fusil colgado del hombro. Habla por teléfono. Hay otras figuras que permanecen en el interior de la Toyota, también armadas. El paisaje es similar al recodo donde sucedió el ataque. El mismo camino polvoriento, los mismos potreros abandonados. Están apenas a dos kilómetros de distancia.
—¿Por qué tantos disparos? —pregunta Moncho Ancízar, el hombre del traje de lino—. Dime, Bolívar, ¿qué es esa joda? Me dijiste que esto iba a ser de rutina para los hombres que reclutaste.
Se escucha a lo lejos otra explosión. Los dos hombres se miran sorprendidos.
—Parece que hay oposición —dice Bolívar, mientras trata de comunicarse por radioteléfono, sin éxito.
Moncho está molesto.
—Esto es un secuestro, no un fusilamiento. ¿Qué están haciendo esos imbéciles? ¿Acaso les pedí que rompieran la camioneta? Erda… aunque es de la Unidad de Protección, de pronto me la cobran…
Bolívar cierra el teléfono y se disculpa.
—Es que tienen rpg.
Moncho clava una mirada de furia en su empleado.
—Eres imbécil o qué, Bolívar. ¿Quién les dio lanzagranadas a esos cretinos?
Bolívar se encoge de hombros.
—Eso no lo sé. Alguno de esos que se creían comandantes de la gran cagalera. No sé. En todo caso, ¿qué hacemos si se les va la mano? ¿Qué pasa si lo matan?
Moncho reflexiona durante un breve momento.
—Pues nada. Pero en todo caso necesitamos el cuerpo enterito. Si lo borran del mapa no nos sirve, diles que se calmen, no joda.
Bolívar se muestra impotente y señala el radioteléfono al que nadie responde.
—No sé por qué siguen disparando, se supone que Morales debía eliminar al guardaespaldas que nos impuso la compañía de seguros gringa y ya. Era fácil.
Moncho no dice nada, sacude la cabeza fastidiado. Abre la puerta de la camioneta y busca en la guantera, saca un aerosol con agua Evian, aprieta el pulverizador y deja que la nube de rocío refresque su cara, luego toma su pañuelo con iniciales bordadas y enjuga el exceso de agua. Mientras tanto piensa y piensa en qué hacer. Al mismo tiempo patea las piedras sueltas que hay sobre el asfalto.
—Pues parece que no fue tan fácil, porque hay demasiado ruido.
Bolívar, pendiente del teléfono, observa los zapatos de Moncho. Es evidente, para él, que cuestan lo mismo que varias semanas de su salario.
En ese momento suenan otros disparos. Moncho hace un gesto de impaciencia, ¿Hasta cuándo van a seguir? Llámalos y que se detengan ya. Bolívar vuelve a utilizar el teléfono, No joda, Morales, Morales, conteste, hijueputa, grita al aparato como si este fuera un subordinado. Aguarda un poco y aguza el oído, pero no obtiene respuesta. Entonces hace una mueca de desagrado, No contestan. Se saca la gorra con el logotipo de los Dodgers y la sacude en el pantalón, ¿Cómo así? Esto no puede estar pasando, Bolívar, no joda. Yo me estoy jugando el cuello con esta vaina y tú me dices que no contestan. Erda…
Moncho mira a Bolívar con furia y le ordena:
—Mejor dicho, anda para allá a ver qué pasa.
Bolívar se queda mirando los dos vehículos.
—¿Me puedo llevar el Hummer?
Moncho lo mira con desprecio y patea una piedra con mal humor mientras hace un gesto afirmativo.
—Llévatelo, y no me jodas con maricadas.