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En la carretera 4

El Hummer de color amarillo se detiene frente a los restos de la camioneta destruida. Bolívar, acompañado por otro hombre, vestido con una camiseta con el logo de una marca de cerveza, baja del vehículo con precaución. El de la camiseta rastrilla el Kaláshnikov.

—Y entonces, don Bolívar, ¿qué hacemos? —pregunta nervioso, apuntando el arma en todas direcciones.

Bolívar levanta su gorra de los Dodgers y se rasca la cabeza. Observa la situación, mira la camioneta completamente destrozada y los cuerpos tirados en la carretera. Solo se escucha el crepitar de las llamas en el vehículo y el timbrar de las chicharras y el zumbar de los zancudos.

—Primero, cálmate y no me apuntes con esa vaina.

El hombre se da cuenta de su descuido y gira el arma en dirección al monte, justificándose en un discurso ininteligible del cual Bolívar solo percibe fragmentos de palabras, … Norreas…, Qué te pasa, man, No, jefe, qué cagada, es que estos tipos acabaron hasta con el nido de la perra, Mire como dejaron esa camioneta. Bolívar se encoge de hombros, Era del Gobierno, de la Unidad de Protección, así que…

Bolívar se acerca al desastre, lleva una Glock en la mano y el Kaláshnikov colgado al hombro. Observa los cuerpos que yacen sobre manchas de sangre pegada al asfalto resquebrajado. Analiza con detenimiento las figuras boca abajo, con los brazos abiertos. Reconoce de inmediato al chofer y al escolta.

—Es más jodido de lo que parece.

Señala los cuerpos con el pie.

—El chofer era de la Unidad de Protección, pero lo teníamos cuadrado. El otro muchacho es Jimeno, es familiar de uno de los tipos que contratamos esta semana.

El de la camiseta continúa inmóvil, observando el estropicio de la muerte murmurando sus palabras fragmentarias, ... Norreas…, … eputas… Entonces perciben movimiento entre la vegetación. El de la camiseta levanta su arma hacia los matorrales. Se escuchan pasos y el crujir de la maleza. Bolívar también apunta.

—¿Quién anda por ahí?

En ese momento emerge de entre la vegetación del borde de la carretera uno de los atacantes. Ha desgarrado la camisa para hacerse un vendaje en el brazo en el cual se expande una mancha de sangre. Otros tres hombres aparecen detrás del herido, todos tienen laceraciones en brazos, piernas y hombros, parecen el despojo de un ejército en fuga. Arrastran las armas que casi no pueden cargar. Una de ellas es un lanzagranadas.

—Jueputa hermano, qué mierda, no joda…

—¿Y entonces? —pregunta Bolívar—, ¿qué fue lo que pasó aquí?

El que parecía ser el jefe, el que viene adelante, trata de ofrecer una explicación.

—Nos cogieron por sorpresa —dice.

—¿Acaso cuántos eran? —pregunta Bolívar.

El hombre baja la mirada con cierta vergüenza.

—Era uno. Pero estaba entrenado.

—El escolta que mandaron de la compañía de seguros —murmura Bolívar que ya imaginaba la respuesta—, ese tal Garzón.

—Ese, seguramente.

—¿Y es que la gonorrea esa estaba armado con una akacuarentaysiete? —pregunta el de la camiseta.

El comandante baja la mirada. Bolívar comprende lo que ha sucedido.

—Maricas, la cagaron —dice, aunque rápidamente se recompone—. Pero tranquilo, no le voy a decir nada al jefe. Ya veremos cómo les pagamos esos muchachos a las familias. Ahora hay que encontrar a esa gente.

—No deben andar lejos.

—Si quieren podemos ir por ellos.

Bolívar mira a su alrededor como si el fantasmal enemigo los hubiera estado escuchando.

—Mírense, carajo, ¿cuál de ustedes va a ir detrás de ese tipo? Si no fueron capaces antes, ¿por qué ahora sí van a poder?

El comandante herido baja la vista con un aire de des­honra.

—Mejor quédense quietos —continúa Bolívar—. Necesitamos otra gente. Voy a hablar con el patrón a ver qué hacemos.

Bolívar le hace una seña al de la camiseta de cerveza para que lo acompañe. Los otros intentan acercarse al Hummer. Bolívar los detiene.

—No, broders, ustedes me hacen un desastre allá adentro con esas heridas y ese mugrerío que traen en la ropa. Después el patrón me arma un mierdero si le entrego el carro todo sucio. ¿No ven que este es su favorito?

El comandante y sus muchachos heridos se quedan sin saber qué actitud tomar.

—¿Y entonces?...

Bolívar sube al Hummer y antes de arrancar asoma la cabeza por la ventanilla.

—Ya les voy a mandar el camión para que los lleve a la finca. Mientras tanto desaparezcan a esos muñecos. No queremos problemas con la ley.

Los asaltantes, con gesto cansado, se quedan inmóviles en medio de la carretera. Bolívar los ve esfumarse en el espejo del Hummer mientras acelera pensando en qué explicaciones va a dar.

Banzai

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