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En la carretera 5

Manuel Antonio mira sus zapatos y luego las sandalias de Mireia. Se da cuenta de que ambos se preocupan por nimiedades para no pensar en el peligro real en que se encuentran. Se han convertido en figuras que solo han visto antes en películas o en noticieros. Ella mira su pantalón de lino rasgado y sucio. Entonces, Manuel piensa en lo que dijo Emilio, que las personas que contrató la compañía para la que trabaja pudieron tener algo que ver con lo que les está pasando; que sus jefes, Javi y sus primos, pudieran ser tan descuidados. Le cuesta trabajo aceptarlo. Tal vez sean un poco imbéciles para los negocios, por algo les dicen los Kamikazes, porque se arriesgan más allá de toda lógica, pero que se les haya colado una banda de hampones le parece algo demasiado alejado de la naturaleza de esos muchachos.

Pero, entonces, ¿por qué los estaban esperando?, ¿quiénes eran? O es que así es el país del cual había permanecido tan alejado, tan convenientemente alejado. ¿Uno llega y juas, le cae la delincuencia encima? No entiende nada, pero sigue llenando mentalmente las casillas de lo que entiende y lo que no, a ver si logra darle sentido a lo que sucede a su alrededor. Da una mirada sobre todas las cosas, el suelo quemado por el sol, los cercados rotos, los campos alguna vez arados donde solo crece maleza. Espera que de cualquier matorral salga un disparo. Siente miedo.

Es un temor creado por la lectura de las ediciones digitales de los diarios colombianos que hablaban de paramilitares, guerrilla, masacres y poblaciones desplazadas. Noticias que leyó con esa fascinación de científico del pesimismo que pone en todas las cosas, tratando de entender cómo era ese país donde había nacido y que le parecía tan ajeno. Esa meditación sobre el fracaso del individuo como reflejo del fracaso general del país. De ese universo que él miraba con la curiosidad de un entomólogo que observa peligrosas arañas ponzoñosas en un frasco de cristal. Solo que en este momento las arañas suben por sus piernas.

La voz de Mireia lo distrae de sus pensamientos, Estoy destrozada y me parece que esto no tiene el más mínimo sentido. ¿Qué hacemos aquí? A este señor ni lo conocemos y lo estamos siguiendo adonde él diga. Manuel Antonio hace un gesto de impotencia con la cabeza, Nos toca creer qué él sabe lo que hace.

La toma de la mano sin compartir con ella los pensamientos que lo acongojan. Continúan por el sendero apenas trazado en la tierra endurecida que los aleja de la carretera. En el contacto tibio de la mano de Mireia, Manuel Antonio siente que por ahora el malestar que ella pudo tener debido a la discusión del día anterior ha desaparecido. Parece que lo único importante es sobrevivir otro minuto más. Luego ya veremos, pues esto no tiene por qué prolongarse, Es absurdo, es absurdo, me siento tan idiota, no sé a qué horas me dejé enredar por esos canallas y vine a este viaje que mira dónde nos tiene.

Mireia calma sus ansiedades, No digas eso, Manolo, no pienses así, que si esto no hubiera pasado estaríamos inaugurando esas obras y ya estaríamos de regreso, Joder, ¿quedará muy lejos el sitio que dijo este señor?, no creo que pueda aguantar mucho caminando con estas sandalias.

—¿Falta mucho? —le pregunta Manuel Antonio a Emilio Garzón.

El guardaespaldas responde sin dejar de otear el horizonte, concentrado más en los peligros que puedan venir de la lejanía, que en la conversación de sus acompañantes:

—Según recuerdo de lo que vi en el mapa de este sector, lo más cercano que tenemos es el municipio de La Bonga, ahí es adonde nos dirigíamos. Ese es el lugar donde se iba a inaugurar el acueducto.

—¿Pero no será que esos tipos nos están esperando allá? Con todo lo que ya suponemos qué está pasando…

Mireia interrumpe con desasosiego:

—Eso, cierto, ¿será seguro ir para allá?

—Ahora este es nuestro único seguro —dice Emilio Garzón mientras levanta el arma y la exhibe sobre su cabeza.

Manuel Antonio y Mireia miran la pistola como si en ella descansara un poder sagrado.

—Allá probablemente encontraremos un teléfono —con­tinúa—. Podremos llamar a las oficinas. Seguro ya deben estar buscándonos, ha pasado un buen rato sin que me haya reportado. Mandarán por nosotros y todo estará resuelto.

Manuel Antonio trata de sentir alivio al escuchar eso, pero no lo consigue.

—Ojalá, porque mi menisco comienza a molestar —dice frotándose la rodilla — y las sandalias de Mireia no creo que aguanten mucho en estas breñas.

Emilio les da una rápida mirada, primero a su rodilla y después a los pies de Mireia, como si necesitara confirmar la verdad de la aseveración de Manuel Antonio. Ambos caminan con torpeza sobre ese sendero de tierra bronca, dejando en cada paso un pedacito de ropa, un trozo de calzado, las briznas de confort que van despareciendo bajo el sol calcinante que los acompaña. Manuel Antonio trata de tranquilizar a la mujer:

—Qué vaina —dice mientras le hace un gesto cariñoso al que ella responde con una sonrisa cansada.

La actitud de ella parece decir: Esto es espantoso, pero acabará pronto. Solo que él sabe que esto no va a acabar tan pronto. Que apenas está empezando. Su olfato para observar las dificultades de la vida se lo dicta. ¿Será que siempre había previsto que algo como esto pudiera ocurrir? ¿Tal vez desde que preparaba sus maletas para venir a trabajar a América?

No necesitaba un suceso como este en su vida. Se había marchado de Colombia perseguido por la sensación de que si se quedaba lo podían cazar en cualquier esquina por robarle el reloj o por negarse a enseñarle la cédula a un policía. Estaba convencido de que el suyo es un país en el que no se va a ninguna parte. Siempre decía que él y el resto de los colombianos «vivimos en círculos, pagando tributo al Estado y a los delincuentes». Ahora, a solo tres días de haber vuelto, era alcanzado por ese sino fatal. Como si un hado perverso rigiera las relaciones con su país natal.

Desde que se había marchado de Colombia se había mimetizado en el trabajo, en la rutina de la empresa, en el profesionalismo de la ingeniería. Podía comentar las jugadas del Real Madrid en la oficina, desayunar donde los bolivianos como un vecino más, con su café, su periódico y sus cruasanes. Claro que a veces se encendía la alarma que le indicaba la presencia de su país en las cosas y en la gente. Como cuando comenzó a andar con Mireia y al poco tiempo descubrió que tras esa chica madrileña en realidad se ocultaba una bogotana de nacimiento cuyos padres la habían llevado recién nacida a España. Al llegar, su nombre original, Mireya, se había convertido, por arte del papeleo al sacar el dni, en Mireia. Tal vez había alguna epifanía nacionalista en el encuentro con esa mujer a la que ahora ve con la ropa destrozada, caminando en medio de la naturaleza muerta de un país situado en medio de la nada. Este «platanal», como había dicho su amigo Juan Pablo.

Por eso el hecho de regresar a Madrid había comenzado a instalarse en su mente y en sus deseos como una posibilidad realista. Esa idea que a Mireia no le había gustado para nada. Es una manera de volver a mi espacio de confort, había argumentado Manuel, a lo que Mireia repuso, ante la mirada helada de la madre y la hermana de Manuel, Ese espacio de confort se perdió cuando te echaron de la compañía del ingeniero Rodríguez, por si lo has olvidado.

Entonces comprendió que ella tenía razón, que lo suyo no eran más que veleidades de niño bien. Por eso mientras caminan con los zapatos destrozados, tomados de la mano, Manuel se siente impresionado por esa mujer. Tal vez, porque ahora, cuando están abocados a morir en la tierra de sus mayores, comienza a entenderla. Tal vez su destino no había sido construir un mundo perfecto como pintado por Velásquez, sino algo más sencillo. Eso que no alcanzó a expresar ni con palabras ni con gestos delante de su mamá. Que aquel empleo no era tan importante, que lo fundamental era que ellos dos podían hacer un mundo más perfecto estando juntos, no importaba tanto lo que tuvieran que hacer, sino simplemente el hecho de hacerse compañía. Pero no alcanzó a decirlo y en ese momento continúa caminando por aquel campo abandonado, sin poderlo hacerlo.

Banzai

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