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La gran peregrinación
(4 de noviembre-2 de diciembre de 1887)
ОглавлениеViene narrada por la santa en MsA 55vº-67vº. Será el viaje y el acontecimiento puramente humano más influyente y destacable de la sencilla vida de la santa. Ella piensa, sobre todo, en los resultados obtenidos. «Me ha enseñado más que largos años de estudio» (MsA 55vº). Su preocupación fundamental y su gran aspiración es la de recabar del papa León XIII la autorización para entrar en el Carmelo por Navidad. De hecho fracasa en este intento, aunque logra otros frutos que no entraban en su proyecto pero iban a ser muy útiles para el resto de su vida, ciertamente más que el ingresar en el Carmelo unos meses antes. Hay quienes interpretan maliciosamente este viaje de la joven a Roma. Piensan que su padre intenta distraerla, quitarle de la cabeza la idea de abrazar la vida religiosa. Pero no hay duda respecto a esta intención. Nunca pasó por la mente del dulce y resignado patriarca semejante pensamiento.
La peregrinación tenía como objetivo principal dar una muestra de apoyo y solidaridad al Papa, que celebraba su jubileo sacerdotal y se encontraba en una situación difícil. La integraron ciento noventa y cinco personas, entre las que figuraban setenta y tres eclesiásticos. Las dos hermanitas son las benjaminas del grupo y no dejan de llamar la atención. Mantienen los ojos abiertos y los oídos atentos para enterarse de todo. Han tenido ocasión de observar muchas cosas.
El día 4 de noviembre salen de Lisieux para conocer París. Recorren la ciudad, que no llama la atención de la joven. La visita más interesante para ella es la de la iglesia de Nuestra Señora de las Victorias. Allí se convence íntimamente de que había sido la Virgen la que la había curado milagrosamente (MsA 56vº). «¡Con cuánto fervor le rogué que me guardase siempre!... Supliqué también a nuestra Señora de las Victorias que alejase de mí todo lo que pudiera empañar mi pureza» (MsA 57rº).
El 7 de noviembre salen de la basílica de Montmartre. La joven peregrina en su relato menciona primero las obras maravillosas de Dios, las montañas de Suiza, que tan poderosamente le llaman la atención. Luego describe las realizaciones prodigiosas de los hombres: las obras de arte de las ciudades italianas.
Pero estos espectáculos, que la impresionan profundamente, no la absorben. Su pensamiento está en la visita al Papa y en la petición que le va a hacer. Por fin, llegó el día. Fue el 20 de noviembre. El tan esperado acontecimiento no dio el resultado que anhelaba. Nuevas lágrimas, pero también resignación, abandono, aceptación de los designios de Dios. El Niño Jesús duerme. Parece que se olvida de Teresa. Pero esta, a pesar de su pena, no pierde la paz interior. Se está acostumbrando a asumir contradicciones y decepciones. Es cierto que el objetivo que se había propuesto ha fallado, pero ha adquirido conocimientos que contribuirán a configurar su vida de carmelita. Lo más destacable es lo que ha aprendido al ver y tratar de cerca a los sacerdotes. Hasta entonces los había visto en el ejercicio de su ministerio sagrado o en sus paseos por las calles. Los consideraba como seres del otro mundo, unos ángeles visibles. Durante este viaje ha tenido la oportunidad de observarlos en su vida real con todo lo que tienen de humanos, de imperfectos. Hasta entonces oraba mucho por los pecadores. No se le ocurría que los sacerdotes tuvieran necesidad de oraciones, de inmolaciones por ellos para ayudarles a cumplir dignamente con la misión que Dios y la Iglesia les ha encomendado. Se da cuenta de que la vocación del Carmelo es la de conservar la sal de la tierra. Desde este momento descubre el último fin de su consagración. Empieza a pensar en ser apóstol de los apóstoles ofreciendo su vida por ellos. Así declaró cuando le preguntaron a qué había venido al Carmelo: «He venido para salvar almas y, sobre todo, para orar por los sacerdotes» (MsA 69vº). Este hallazgo justificaba el viaje a Italia. «No era ir demasiado lejos tratándose de un conocimiento tan útil» (MsA 56vº). Las dificultades que le ponen los hombres y el silencio de Jesús, que no sale a echarle una mano, le enseñan la doctrina del «abandono» (MsA 68rº), la virtud que caracteriza a los creyentes que se ponen incondicionalmente en las manos de Dios.
Pasa el mes de diciembre entre esperanzas y decepciones. El único consuelo, y este nada místico, que tiene, lo confiesa ella misma, es el de estrenar un sombrero nuevo. Así de humana seguirá siendo en medio de su desasosegada premura por llegar pronto a su ansiado puerto (CRG 2,13).
Se cumple el año de su «conversión» y asiste a la misa del gallo con el corazón afligido. El Niño Jesús continúa dormido pero se comunica por medio de algunas personas. Una sorpresa, que le prepara Celina, le ayuda a asumir los sucesos adversos con espíritu de fe. El 1 de enero: aviso del Carmelo. Ha llegado la autorización para ingresar en clausura. La M. Priora, instigada en este caso por la Hermana Inés de Jesús, ha creído conveniente retrasar la entrada de la joven hasta después de la Cuaresma. Era algo que la pretendiente nunca se había imaginado, pero no quedaba más remedio que aceptar la decisión de las monjas. Tres meses de espera. Una gran prueba para su fe. El primer pensamiento que le vino fue el de llevar una vida tranquila y relajada. Mas pronto cambió de parecer. Comprendió que considerando la cosa delante de Dios era mejor empezar desde este momento una vida seria y mortificada como la que deseaba llevar en el convento. Así lo hizo, y los frutos fueron excelentes. «Me es imposible decir qué cantidad de dulces recuerdos me dejó esta espera» (MsA 68vº). Hay que empezar a ser santo desde ahora mismo. El tiempo es precioso. No hay que perderlo. La vida, sobre todo la de algunos, es muy breve, y es preciso aprovecharla minuto a minuto. Poco antes de su muerte, refiriéndose al último mes de marzo, que pasó esperando, dijo a su prima sor María de la Eucaristía: «Quise prepararme siendo muy fiel, y fue aquel uno de los meses más hermosos de mi vida».