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Los años oscuros (1890-1893)

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Después de la profesión empieza un período de dos años y medio al que algunos denominan los «años oscuros» de sor Teresa. Es cierto que durante este tiempo la joven religiosa llevó una vida monótona, sin sucesos de relieve en ningún aspecto. Pero no fueron años perdidos. Hace un gran descubrimiento: encuentra el verdadero sentido religioso de la «monotonía del sacrificio» (C 85). Ha dado con el meollo de la vida monástica.

En el exterior, la vida no cambia apenas. El padre continúa su humillante destierro en el sanatorio. Su hermana Celina, una joven inteligente y bella llama la atención de más de un joven. Pero sor Teresa está empeñada en que Dios la llama y debe consagrarse a Él en la vida religiosa. De ahí esas cartas en las que le expone las excelencias de la virginidad y de la vida consagrada (cf C 102; 104; 109). Más tarde nos recuerda cuánto le preocupó este asunto hasta que la tuvo a su lado en la clausura (cf MsA 82rº).

En su vida conventual no le faltan problemas. Por parte de las religiosas no recibe atenciones especiales. No tiene ocasión de desahogarse con sus hermanas mayores. Se siente como un «granito de arena». Todos lo pueden pisar, y no sólo pisarlo, sino olvidarlo, que es lo más duro, lo que más se siente (cf C 81; 84). Aunque sea olvidada por las criaturas, «desea ser vista por Jesús. Si las miradas de las criaturas no pueden abajarse hasta él, que por lo menos la Faz ensangrentada de Jesús se vuelva hacia él... No desea más que una mirada, una sola mirada» (C 84). Pero tampoco Jesús le atiende. Hay que amarle sin compensación. Pero la joven, ansiosa de amor, lo siente. A pesar de todo, reacciona así: «Amémosle (a Jesús) lo bastante para sufrir por él todo lo que quiera, incluso las penas del alma, las arideces, las angustias, las frialdades aparentes... ¡Ah! es gran amor amar a Jesús sin sentir la dulzura de este amor... Es un martirio. ¡Pues bien, muramos mártires!» (C 73). Aunque se muestra valiente, esa falta de respuesta sensible de Jesús llega a turbarla en algunos momentos. Le hace dudar de si verdaderamente es amada por Dios (cf MsA 78rº). Las palabras de la M. Genoveva la consuelan. Al año siguiente la noche se hace más oscura aún. «Sufría yo entonces toda clase de pruebas interiores (hasta preguntarme a veces si había un cielo)». Y es precisamente al encontrarse tan angustiada cuando aparece un mensajero providencial del cielo, un religioso franciscano, que la comprende, la anima y la «lanza a velas desplegadas sobre las olas de la confianza y del amor», y le asegura que «sus faltas no causaban pena a Dios» (MsA 80vº).

Hace también otro descubrimiento muy importante. Hasta entonces se había alimentado espiritualmente con libros de devoción, y en esta época empieza a apreciar la doctrina del Doctor del Carmelo: «Cuántas luces he sacado de las obras de san Juan de la Cruz... A la edad de diecisiete y dieciocho años no tenía otro alimento espiritual» (MsA 83rº). Algo más tarde, a partir de 1892, da con la llave del evangelio. En adelante «allí encuentra todo lo que necesita mi pobre alma» (MsA 83vº). En medio de las arideces, gracias a las luces que le llegan por estos cauces, va esbozando los rasgos fundamentales de su «caminito», de su mensaje.

Se produce un acontecimiento muy consolador. El 10 de mayo de 1892 el padre regresa a la familia. No es que se haya curado. Está agotado, sin fuerzas. Pero no deja de ser motivo de alegría para sus hijas poder tenerlo entre los suyos aunque les haga llorar, con frecuencia, su estado deplorable.

A los dos días de llegar a su hogar, le llevan al locutorio del Carmelo para que salude a sus hijas. Momento emocionante. Es la última vez que las ve y ellas lo ven en la tierra. Se despide «hasta el cielo» (C 117). Probablemente no pasó por la mente de ninguno de los presentes el pensamiento de que la primera en acudir a la cita sería la más joven, su «reinecita».

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