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La muerte de amor

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Teresa, inteligente y fiel discípula de san Juan de la Cruz, piensa que la muerte de amor debe ser el término normal de un alma consagrada como víctima al Amor misericordioso de Dios. Ha de ser el amor el que consuma su existencia en la tierra. Manifiesta esta aspiración desde el año 1895 (cf P 17; 18 y 22), y unos meses más tarde en el «Acto de ofrenda al Amor misericordioso» muestra la misma aspiración. En adelante va a constituir en ella una verdadera obsesión. Así lo evidencian estos textos: «No tengo ya grandes deseos si no es el de amar hasta morir de amor» (MsC 7vº). Y un poco más adelante: «La única gracia que espero es la de que un día mi vida sea rota por el amor» (MsC 8rº).

Al constatar que en ella, sumergida como está en la oscuridad y asediada por tentaciones contra la fe, no aparecen los transportes de amor que san Juan de la Cruz afirma que acompañan a la muerte de amor, comprende que existe otro género de muerte de amor. Este modo es menos brillante pero, tal vez, más frecuente, y no tiene por qué ser de inferior calidad. Su excelencia está garantizada, pues es la que el Padre preparó para Jesús en la cruz. La muerte del Hijo amado no se produjo entre transportes gozosos de amor sino en la oscuridad y el abandono. Sor Teresa entiende que algo semejante está sucediendo en ella. «No os apenéis, hermanitas mías, si sufro mucho y no veis en mí..., ninguna señal de bienaventuranza en el momento de mi muerte. Nuestro Señor Jesucristo murió ciertamente víctima de amor, y ya veis cuál fue su agonía. Todo eso no significa nada» (UC 4.6.1). «Nuestro Señor murió en la cruz, entre angustias, y sin embargo, fue la suya la más bella muerte de amor... Os confieso francamente: eso es lo que me parece que experimento yo misma» (UC 4.7.2).

Historia de un alma

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