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Su fama después de la muerte

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Teresa creyó que la «verdadera gloria es la que ha de durar eternamente». Pero su gloria del cielo va a tener un reflejo en la tierra.

Algunas religiosas de su entorno habían adivinado, más que percibido, algo extraordinario en la joven carmelita. Sus escritos acabaron de descubrir lo que aquella vida, extraordinariamente sencilla y vulgar, encerraba de admirable. En su interior había un mundo, se había desarrollado una vida, que nadie había sospechado. Ni sus más íntimas confidentes como la Priora, sus hermanas, las novicias, el confesor, habían vislumbrado su calidad.

Al año del fallecimiento se publica, con muchas correcciones y mutilaciones, la Historia de un alma, un libro que había de desencadenar «el huracán de gloria». Los cuatro mil ejemplares de la primera edición desaparecen rápidamente. Un año después sale de la imprenta la segunda edición. Pronto empiezan a llegar al Carmelo las noticias de favores y milagros. Aparecen por Lisieux los primeros peregrinos que desean visitar su tumba. A los tres años de la publicación del escrito se hace la primera traducción: al inglés. Hoy la autobiografía de la pequeña carmelita se puede leer en más de cuarenta lenguas.

Empiezan las sugerencias para introducir su causa de canonización. En los primeros momentos casi nadie toma en serio el asunto. El entusiasmo de los fieles y las noticias de la prensa religiosa presionan incesantemente y, por fin, se toma la decisión de dar los primeros pasos. Pero sin confianza, con el único objetivo de dar una satisfacción a los sencillos devotos.

El romano pontífice, san Pío X, toma cartas en el asunto. Alienta y apremia a los responsables declarando que la doctrina de la carmelita le parece muy oportuna. Hasta este extremo entusiasmaron a aquel santo papa la vida y los escritos de sor Teresa.

El 15 de octubre de 1907, el obispo de Bayeux, Mons. Lemonnier, da órdenes para que se proceda a preparar la causa de canonización de la carmelita.

Sobre el Carmelo de Lisieux cae una lluvia de cartas. Son muchos miles. Sólo en 1910 llegan 9.740 de Francia y del extranjero. Entre el fervor de los devotos y el trabajo abnegado de los encargados de la empresa, todo se realiza con una rapidez inusitada. El 14 de agosto de 1921, el papa Benedicto XV expide el «Decreto sobre la heroicidad de las virtudes de la Venerable Sierva de Dios». El papa siguiente, Pío XI se sentirá dichoso de poder beatificarla el 29 de abril de 1923, y la tomará como la «estrella de su pontificado».

Dos años más tarde la canoniza en un acto de solemnidad excepcional. El Santo Padre hace, por la mañana, en la Basílica de San Pedro la presentación y el elogio de la nueva santa ante cincuenta mil fieles. A la tarde, en una ceremonia más popular, se congregan nada menos que quinientas mil personas para aclamar a santa Teresa del Niño Jesús en la plaza de la Basílica. Era el 17 de mayo de 1925.

No todo termina ahí. Estos actos constituyen la confirmación oficial y popular de la vida y de la doctrina de sor Teresa. La Iglesia propone su experiencia religiosa y su interpretación y aplicación del evangelio como orientadoras a los seguidores de Jesús y su presencia en el cielo como mediadora a la que podemos recurrir. Es el comienzo de una nueva etapa en la existencia de la monjita.

En 1927 su fiesta litúrgica se extiende a toda la Iglesia, y además es proclamada Patrona principal de las misiones, igual que san Francisco Javier.

En este año que estamos celebrando el centenario de su muerte, dirijamos nuestra mirada hacia esta gran figura de la Iglesia y volvamos a leer y meditar sus escritos y analizar su vida para descubrir, con sus sugerencias, sentidos nuevos del evangelio y el modo de aplicarlo a los problemas de nuestro tiempo. Tal vez, con su ayuda, encontremos en él nuevos tesoros, que hasta ahora se nos habían escapado.

P. Francisco Ibarmia

Historia de un alma

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