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En el colegio (1881-1886)

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La niña tiene ya ocho años y medio. Es tiempo de empezar en serio su formación intelectual y humana. Ha de abrirse un poco a la sociedad que la rodea, por lo menos con el contacto con las niñas de su edad. El 3 de octubre de 1881 entra en la abadía benedictina de Lisieux como semipensionista.

Este cambio sí que lo va a sentir. Es mayor que el de Alençon a Lisieux. Dice que aquello fue como arrancarla de una tierra selecta y plantarla en una común. No logró arraigar en este nuevo terreno. La vida del colegio le resultó un verdadero calvario. Así lo confiesa: «Con frecuencia he oído decir que el tiempo pasado en el colegio es el mejor y el más feliz de la vida; pero para mí no lo fue. Los cinco años que pasé en él fueron los más tristes de mi vida» (MsA 22rº).

Estaba bien preparada para los estudios. Había tenido una buena profesora en casa; su hermana Paulina. En la clase ocupaba siempre uno de los primeros puestos, si no el primero. Era muy inteligente. Pero no sabía relacionarse con las compañeras, jugar con ellas, o hacerse amiga de una de las monjas.

La dificultad que encontraba para comunicarse con las demás, la tristeza y melancolía que siempre mostraba, su poca destreza para las labores manuales, su pobre caligrafía, etc., causaban una pobre impresión incluso entre sus familiares. Su tío aseguraba sin titubeos que era «una pequeña ignorante, buena y dulce de carácter, discreta, pero incapaz e inhábil». Y ella no se extraña de esta opinión que se formaban de su persona en casa del tío, porque «no hablaba casi nada por ser muy tímida; cuando escribía, mi letra de gato, etc., no eran para entusiasmar a nadie» (MsA 37vº). «Llegué a la conclusión de que no era inteligente, y me resigné a no serlo» (MsA 38rº).

Así fue desarrollándose su tiempo de colegio, que suele ser tan trascendental para muchos. Aguantó los primeros años gracias a la compañía de Celina, que sabía desenvolverse perfectamente entre sus compañeras y ganarse la simpatía de las monjas entre las que tenía una muy buena amiga. Pero la futura santa estaba perdida, totalmente desambientada. Lo único que hacía a gusto era contar historias a sus amigas. Eso le iba admirablemente. Pero las profesoras se lo prohibieron porque querían que las niñas, durante el recreo, corrieran y jugaran. Mas la pobre Teresita «no sabía jugar» (MsA 37rº).

La vida en el colegio le resultaba penosa, pero tenía sus compensaciones en la familia. Allí encontraba el calor y la confianza que necesitaba. Mas no tardaría en llegar un acontecimiento doloroso para la niña. Su hermana Paulina, su confidente, maestra y segunda mamá, decidió ingresar en el Carmelo. Durante algún tiempo la pequeña no se enteró de nada. Un día sorprendió la conversación que mantenían las dos hermanas mayores. Trataban de la próxima entrada de Paulina en el convento. La pequeña comprendió que su segunda mamá la abandonaba y sintió una angustia inexplicable. Empezaban para la pobre las desgarradoras separaciones de la vida. Derramó lágrimas amargas, pues aún no comprendía el valor del sacrificio. Paulina trató de consolarla. Le explicó lo que era el Carmelo, y esta explicación despertó en la pequeña el deseo de seguirla. Al exponer su deseo a la Priora del convento, con ocasión de una visita, esta le contestó que no recibían postulantes de nueve años. La niña se resignó a esperar.

Paulina cruzó el umbral del convento el 2 de octubre de 1882. Teresa, al recordar los momentos de la separación, dice: «Todavía veo el lugar donde recibí el último beso de Paulina» (MsA 26vº).

Siguió sus clases en el colegio aunque se quejaba de dolores de cabeza. A finales de marzo aparecieron los síntomas de una nueva enfermedad. Debió influir en ello la ausencia de su hermana. Era una enfermedad de nervios. Sufría fuertes crisis: temblores nerviosos, miedos, alucinaciones. El médico la juzgó muy grave pero no sabía diagnosticarla. Sorprendentemente se sintió bien para asistir a la celebración de la toma de hábito de Paulina. Parecía curada. Al día siguiente recayó. Ella piensa más tarde que esta enfermedad fue cosa del demonio. Y tuvo, al parecer, un desenlace feliz por la intervención de la santísima Virgen. El 13 de mayo se encontró totalmente curada. Se le había aparecido la Virgen y le había sonreído. Era Nuestra Señora de las Victorias. Habían desaparecido los males del cuerpo y empiezan las penas del alma. Comunicaron a las monjas el suceso y, al ir a visitarlas, estas le hicieron varias preguntas. La niña creyó que podía haber simulado su enfermedad y mentido a las religiosas. Esta idea le amargó la vida durante varios años. No se vería libre de estas inquietudes hasta que la Virgen le aseguró que se le había aparecido. Esto ocurría cuatro años y medio más tarde, al visitar su santuario en París. No recobró la tranquilidad total hasta lograrla en el convento por la intervención de un confesor. Las visitas que, en familia, hacían a Paulina le resultaban decepcionantes. No le permitían estar a solas con ella todo el tiempo que necesitaba para sus confidencias.

Durante el verano de 1883, la niña de diez años hizo, con su padre y hermanas, la primera visita a su ciudad natal, Alençon. Era ya una jovencita despierta y como a tal la trataron. Se encontraron con diversas familias, celebraron fiestas, se divirtieron mucho un poco a lo mundano. No dejaron de impresionarle las atenciones y halagos de que fue objeto. Más tarde confiesa que esta experiencia le sirvió para conocer un poco el mundo y saber a qué renunciaba al encerrarse en un convento de clausura. Se hizo una idea de la caducidad de las alegrías y de la felicidad de este mundo.

Teresita no sabía jugar pero tenía una gran afición a la lectura. No se cansaba de leer. Le encantaba recordar las hazañas de las heroínas francesas, principalmente las de Juana de Arco. Se sentía llamada a realizar proezas semejantes, se creía destinada a la gloria. ¿Con qué posibilidades contaba para llevar a cabo estos ideales? ¿No veía entre sus aspiraciones y la realidad en que se movía, un abismo imposible de cruzar?

Como en tantas otras ocasiones, Dios le hizo comprender su destino real. ¿Cuál es la meta de gloria a la que desea encaminarse? ¿Qué camino ha de tomar? Le dio a «entender que la verdadera gloria es la que ha de durar eternamente, y que para alcanzarla no hacía falta realizar obras deslumbrantes, sino esconderse y practicar la virtud de modo que la mano izquierda no sepa lo que hace la derecha». «Me hizo comprender también que mi gloria quedaría oculta a los ojos de los mortales, que consistiría ¡en llegar a ser una gran santa!» (MsA 32rº). Aún no tiene un conocimiento claro de en qué consistirá la santidad, pero el convencimiento de estar destinada a alcanzarla la pone en camino. Marchará con decisión y confianza. No es que ya no vaya a tener problemas. Mas la orientación fundamental está ya tomada. Al afrontar nuevas situaciones según se vayan presentando, recibirá nuevas luces y el necesario impulso. Es la santa de la confianza. Ella se lanza y Dios la asiste cuando necesite (cf MsA 83vº).

Uno de los acontecimientos principales de este período va a ser su Primera Comunión, que recibirá el 8 de mayo de 1894. Ella nos cuenta en el Manuscrito «A» todos los detalles de la preparación. Paulina le escribía una carta cada semana, le enviaba estampas muy significativas, que le hicieron reflexionar. Como preparación inmediata hizo un retiro de cuatro días en la Abadía.

El día de la Comunión fue espléndido, sin ninguna nube. Todo salió muy bien. Respecto a su encuentro con Jesús dice: «¡Oh!, qué dulce fue el primer beso de Jesús a mi alma» (MsA 35rº).

El mismo día, por la mañana, en la intimidad de la comunidad de monjas, Paulina hizo la profesión religiosa. Por la tarde, toda la familia fue a visitarla. Allí se juntaron todos los supervivientes. Teresita no echó en falta a su madre. Le parecía que en aquel día de cielo estaba allí presente.

Las fiestas pasan y la niña tiene que volver a la vida ordinaria. No poseemos mucha información sobre los acontecimientos de los años siguientes. La interesada, que escribe su biografía once años más tarde, no nos ha conservado muchos recuerdos. Por lo visto, no le parecieron de interés para lo que ella quería. Sabemos por otros informadores que iba creciendo en todos los aspectos. Se abrió a la vida, estudió con plena dedicación, e iba también entendiendo algo de lo que es la verdadera vida cristiana aunque aún le quedaba mucho camino que recorrer y lo más importante por descubrir.

Asistía al colegio. Durante las vacaciones pasó temporadas en una casa de campo con sus tíos y primas. También residió algunos días en la orilla del mar en Trouville, a lo largo de los tres veranos siguientes. Disfrutó mucho. Le gustaba el campo, pero, sobre todo, le encantaba el mar. No se cansaba de contemplarlo. Su salud no era muy buena. Sufría mucho de catarros. Todos los inviernos caía enferma. Según testimonio de su hermana Celina, no podía correr porque se sofocaba. Como se ve, su aparato respiratorio era terreno abonado para la tuberculosis.

Uno de los acontecimientos que le impresionaron, fue el retiro de preparación para la segunda comunión solemne. Escuchó pláticas terribles sobre el pecado mortal y la facilidad con que se cae en él, y sobre otros temas semejantes. Estas consideraciones provocaron en su pobre alma una tormenta de escrúpulos. Este estado duró, con esa intensidad, durante año y medio. Su única persona de confianza era la hermana mayor, María. Esta la consolaba y trataba de tranquilizarla. Nunca dijo nada de esto al confesor. Se acusaba de sus faltas según las indicaciones de su hermana. Por fin, recurrió a la intervención de sus hermanitos del cielo, y ellos le consiguieron de Dios la paz que tanto necesitaba (cf MsA 44rº).

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