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Ingresa en el Carmelo
(9 de abril de 1888)

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La cena de despedida fue desgarradora. Todos los comensales no dejaban de fijarse en ella y de dirigirle la palabra. Esto le hacía sentir más el sacrificio de la separación.

Llegó «el gran día», la hora de dar el paso decisivo y acercarse a la meta tan ansiada. Muy de mañana echa la última mirada, acompañada por su perro, a la casita, «nido de mi infancia», donde había pasado los últimos diez años y medio de su vida. A continuación se encamina hacia el Carmelo, del brazo de su «rey querido». Entre sollozos de toda la comitiva, cruza, con el corazón palpitando violentamente, el umbral del monasterio. Allí encuentra una nueva familia y una nueva morada en la que pasará los restantes nueve años y medio de su efímero paso por este mundo (cf MsA 69rº). Entre los miembros de la familia religiosa están sus dos hermanas mayores.

Realiza el cambio de vida con la satisfacción íntima de haber conseguido lo que buscó con tanto afán e impaciencia. Pero sin hacerse ilusiones utópicas. Es realista. Siente una alegría «tranquila». En el convento todo lo halló como se lo había imaginado. Al entrar en la celda que iba a ocupar murmuró con gozo: «Estoy aquí para siempre, para siempre» (MsA 69vº).

Aunque todo lo encontró como se lo había imaginado, y no se llevó decepciones, y se encontraba en el colmo de su felicidad, la acomodación al nuevo género de vida le supuso muchos sacrificios, le acarreó no pocos sufrimientos: «Mis primeros pasos encontraron más espinas que rosas. Sí, el sufrimiento me tendió los brazos y yo me arrojé en ellos con amor» (MsA 69vº).

Nuevo horario, distinto régimen alimenticio, otro ambiente familiar, trabajos a los que no estaba acostumbrada, aprendizaje del manejo de los libros de rezo, etc. Eran muchos cambios, muchas novedades. De una manera especial, la actitud de la Priora y de las Hermanas para con ella se distanciaba mucho de lo que experimentaba en su casa. No resultaba fácil asumir y asimilar todo esto por mucho interés y voluntad que pusiera la animosa joven. El pobre rendimiento en algunos trabajos por su impericia y desmaña natural le acarrearon no pocas reprimendas y disgustos.

A todo esto se añadía la sequedad en la oración, la falta de director espiritual que la consolara, la incomprensión de la Maestra de novicias, que no se daba cuenta de lo que sufría. La pobre Teresa acepta todo. Le queda aún cierta intranquilidad interior, residuo de los escrúpulos no del todo superados. El P. Pichon trató de liberarla de estas inquietudes asegurándole que no había cometido ningún pecado mortal. Además, al encontrarla sin dirección espiritual, le deseó que fuera Jesús su Maestro de noviciado y director espiritual (cf MsA 70rº-vº). No volvería a verse con este sacerdote al que escribió bastantes cartas, que se han perdido. Recupera la paz interior, se puede decir que definitivamente.

La severidad que la Priora usó con ella fue providencial. Le ayudó a madurar rápidamente. En estos primeros meses hubo días radiantes. En el mes de mayo su hermana María hizo la profesión religiosa y tomó el velo negro. La benjamina de la familia y de la comunidad tuvo la satisfacción de colocarle la corona (cf MsA 71).

Le sobreviene una gran desgracia familiar. El padre enferma mentalmente. Huye de su casa sin dejar huella. Búsqueda angustiosa. Todos sufren, pero Teresa más que nadie, porque corren rumores de que el padre ha caído enfermo porque le ha abandonado la hija a la que tanto quería. La enfermedad remite y todo vuelve a su cauce normal.

Historia de un alma

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