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6. Tres, dos, uno
ОглавлениеJamás creí que el amor a los hijos pudiera ser tan grande. Es una estupidez decírmelo en este momento, enterrado en la cama de esta habitación espantosa, con el pensamiento yendo para donde quiere, sin voz, sin chance física de nada. ¿Y para que lo escuche quién?
La vida me dio tres hijos y, durante veinte años, los disfruté como ninguna otra cosa. Verlos crecer, enseñarles a hablar, jugar con ellos. Sin embargo, no se alcanza una dimensión completa de lo que es tener un hijo hasta un instante como este. Es un amor inconmensurable, muchísimo más grande que el amor a uno mismo. Suena a cliché, y lo es, pero qué importa un cliché si no hay oídos para criticarlo. A mis hijos los tuve con la única mujer con la que podría haberlos tenido. La única capaz de consagrar hasta el último átomo de su ser a la misión de atenderlos, de cuidar que no les pase nada y criarlos derecho. La que me enseñó todo lo que se puede aprender del amor a los hijos y a quien no sé si logré enseñarle algo. Ahora que miro solo hacia atrás, me cuesta encontrar una cosa que ella aprendiera de mí.
En los años del Barrio, nadie le decía «Barrio SOMISA» a menos que estuviéramos hablando con gente de afuera, yo era una figura importante de la casa. Me sentía querido, respetado, admirado incluso, como todo padre que se esmera por hacer las cosas bien. El amenazante «Vas a ver cuando llegue tu padre» de mi mujer cuando los chicos se portaban mal flotaba en el aire con la autoridad de un sargento y la gracia de un colibrí. Y me daba orgullo por partida doble: por ella y por los chicos. Yo volvía del trabajo y ahí estaban los tres, absorbidos en sus cosas, pero cuando me escuchaban llegar venían corriendo a tirárseme encima. A la mañana temprano, cuando me iba para la fábrica, todavía dormían como angelitos despatarrados bajo las sábanas revueltas (jamás dejaré de verlos como angelitos despatarrados), y al volver a casa me los encontraba a los gritos, corriendo por el patio, con sus juguetes tirados por toda la casa. O tomando la leche. Pero no importa lo que estuvieran haciendo, cuando bajaba del auto salían disparados al zaguán, como si algo les quemara por dentro, y para mí eso era la felicidad. Todos los problemas se disolvían con solo verles la cara. Otro cliché, sí. Se me subían como a un árbol, se peleaban por agarrarme de un brazo y trepar hasta la cabeza, y yo sentía que podía sostenerlos así por los siglos de los siglos.
Con los años fue cambiando, pero hay algo en la mirada entre padre e hijo que no tiene ninguna otra. Un brillo, una luz. Mis ojos nunca dejaron de vibrar en el encuentro con la mirada de mi viejo, ese hombre sabio e infinito, ese dios bajado a la tierra con forma de persona. Sin embargo, un día la luz en la mirada de mis hijos se perdió. El día que se supo mi historia con otra mina y tuve que irme de casa. Me sale así, despectivo, y soy injusto con ella porque Alejandra me devolvió el vértigo del amor, esa otra luz en la mirada, pero así fue para mis hijos, mi mujer y todos los demás, «la otra mina», y terminé aceptándolo. Los había defraudado.
A veces nos damos cuenta del camino correcto demasiado tarde. Por terrible que fuera, era preferible la verdad. La cruz de ese error, la mirada apagada de un hijo, es imposible de aguantar para ningún padre. Con el mayor, el que me empujó al infierno, un día pude hablar, explicarle, tratar de hacerme entender, y de a poco fuimos quitando los escombros y reconstruyendo las cosas. Aunque nada fue como antes. Pedí perdón como nunca en cincuenta años, sin saber si tenía que hacerlo, porque los matrimonios y los cuernos son cosas de grandes. Pero los había traicionado y quebrado la familia. Los chicos no tenían nada que ver con lo mal que nos habían salido las cosas a nosotros. Con o sin infidelidad, una separación es siempre un asunto de dos, e íntimamente cada uno sabe la parte que le toca. Pero no fue eso lo que le dije a mi hijo cuando me senté a hablar. ¿Qué sentido tenía? ¿Enjuagar mis culpas ensuciando a la madre? Yo estaba destrozado porque había roto el espejo donde un hijo se mira para aprender, para crecer, para actuar en la vida. Todo lo que les habíamos enseñado desde chiquitos lo había tirado a la basura. Y lo había decepcionado a él, al mayor. Quien diga que el amor a los hijos es para todos por igual se engaña. Con él tenía algo que con ninguno de los otros podía tener, aunque lo deseara con toda mi alma: con él había aprendido a ser padre. Él me había revelado, desde el momento cero de su existencia, la otra mitad de la vida. Todos nacemos hijos de alguien, pero no todos llegamos a ser padres. Y como padre, yo, todo, absolutamente todo, lo hice por primera vez con él. Darle de comer, limpiarle el culo, pasearlo en cochecito, cantarle una canción, enseñarle los números, acostarlo a dormir, pegarle un sopapo, patear penales, ponerle Merthiolate, repasar para un examen, andar en karting, saltar olas, ir a la cancha, contar chistes, encararse una mina, preparar mate, compartir una cerveza, escuchar sus problemas, un día contarle los míos, y así empezar a tratarnos de igual a igual. Yo creía que lo había hecho bien, o suficientemente bien, porque no hay manuales para esto, pero esta cama helada, llena de tubos, no se equivoca.
Con el segundo, el del medio, todo fue más fácil; y, paradójicamente, más difícil. Teníamos la experiencia del primero, ya habíamos domado el estado de alerta y angustia permanente que significa tener un hijo, pero no importa cuánta paternidad uno recorra, cada hijo trae sus propias complicaciones. Ahora eran los celos del primero y nuestros descuidos por andar agotados, sumados a cierta despreocupación de ya saber cómo venía la mano. Cuando no sabíamos nada, la pifiábamos por ignorantes, y cuando le agarrábamos la mano, por exceso de confianza. El cara y ceca de la vida.
Los chicos fueron creciendo, y con el segundo empezamos a chocar por cualquier cosa. Se sentía sobreexigido y competía con el mayor por su cuota de atención, y aunque yo me matara explicándole que cada uno era como era y así estaba fenómeno, la situación no prosperaba. Vivíamos en una especie de malentendido constante. Un globo a punto de explotar. Y con el tiempo se puso peor. Cualquier charla, hasta la más inofensiva, podía terminar para el carajo. Nos llevaba días enteros recuperarnos. Pero el padre, el adulto, era yo, qué culpa podía echarle al chico. No es fácil acostumbrarse a un segundo hijo, por buscado que fuera. Uno queda moldeado para siempre por el vínculo con el primero. Formas, demandas, expectativas. Un código que parece increíble que un chico pueda generar con tanta facilidad, pero es así. Y tampoco hay manuales para esto.
Con el tercero pusimos piloto automático. A esa altura prácticamente se crían solos. Las reglas no se discuten, ya están probadas. Aprenden de los hermanos. Y al ser tres, se entretenían con cualquier cosa. Pero, otra vez, la cancha adquirida te juega en contra. Otra ironía de la vida, como este lugar, donde se supone que se desloman por cuidarte y apenas si les ves la jeta. El más chico, salvo los primeros años, mientras duró el efecto «chiche nuevo», recibió poca bola. Y eso se paga. Salió más introvertido, más rebelde. Los otros dos eran obedientes, estudiosos, impecables. No se quejaban ni cuando los mandabas a bañar. Aguantaron bien nuestra inexperiencia, y la sobreprotección de la madre. Instrucciones para cualquier cosa, límites por todos lados, un ojo omnipresente en la espalda. Mientras no matara a nadie o tirara el televisor al piso, el más chico que hiciera lo que quisiera.
No era falta de interés, sino que el trabajo hecho con el mayor rinde: los que siguen miran y van copiando. Sobre todo, el más chico. Si el mayor juega a los autitos, el más chico quiere jugar a los autitos; si el mayor anda en bicicleta, el más chico se te para al lado con la suya. Y más allá de lo que uno dedique a enseñarles, las cosas se van haciendo solas. Los tres míos salieron deportistas, porque yo siempre hice deporte y mi hijo mayor se prendió enseguida, y atrás de él los otros dos. El club del Barrio era enorme y les hice probar todo. Donde había una pelota, ahí los anotaba: fútbol, básquet, tenis, vóley. Después, que eligieran ellos. Se quedaron con el tenis porque el mayor prefirió eso. En la época que jugaban los tres era un presupuesto comprarle una raqueta a cada uno. Empezaron con las de madera y aluminio, y después se pasaron a las de fibra de vidrio, magnesio y grafito. Y cuando probaron esas no quisieron saber nada con las viejas. Me las terminaba quedando yo, eso de vender por internet no existía. Cada mes veíamos con mi mujer qué gasto podíamos hacer, y como no comprábamos nada en cuotas, todo en efectivo, había que hacer bien las cuentas. Las raquetas se sumaban a las bicicletas, las zapatillas, los botines, los guantes de arquero, las paletas de pádel, los palos de golf, porque ahí también había pelota, y un día al mayor se le dio por practicar. En estas cosas, la ingeniera era mi mujer. Anotaba todo en cuadernos, papeles y papelitos con biromes de colores según tipo de gasto, fecha y monto. Le sacaba hasta la última gota a cada peso. ¡Qué felicidad el día que les dábamos la raqueta nueva! La tenían en la mano desde que abrían los ojos, la miraban, la acariciaban, la lustraban, hacían swings en el aire, y se iban a dormir abrazados a ella, con la funda puesta para que no se rayara. «Porque para eso es la funda, ¿no, pa?»
Y después, pobrecitos, tener que bancarse toda esta cagada que nos mandamos. Que me mandé. Y pobre mi mujer. Y pobre yo, también, que por no saber qué hacer dejé un hijo en el camino. El más chico jamás me volvió a hablar. Me escupía algunas palabras cuando los llamaba al departamento de Buenos Aires. Ni bien se daba cuenta de que era yo, ponía voz de robot y dejaba el teléfono en la mesa para que lo agarraran los hermanos. Cuántas veces habré escuchado ese martillazo. Ni «pa» ni «el viejo», simplemente «Che, para vos», como si el tubo tuviera espinas.
Pasaron quince años. Demasiado tiempo esperando que el rencor se fuera, pero no se fue. Le escribí cartas que nunca supe si leyó o quemó. Las veces que me lo crucé en la calle se cambió de vereda o miró para otro lado. Otras, cuando pasaba a buscar a alguno de sus hermanos por la casa de la madre, abría la puerta y se daba vuelta con ese «Che, para vos» asqueroso. A veces, desde atrás de la mirilla, sin tocar el picaporte. Escuchaba los pasos que llegaban hasta la puerta y cómo se alejaban. Yo tenía que ir a buscarlos ahí porque no paraban en mi casa, salvo cuando venían al carnaval con los amigos y necesitaban espacio. ¿Cómo se lo dirían a los demás? ¿Voy a Gualeguaychú, «donde viven mis viejos» o «donde vive mi vieja»?
Un tiro habría sido la solución. Pero no podía cargarles la mochila con eso. Ahora que se acabó, que entendí por enésima vez que la vida no perdona, me doy cuenta de que el error más grande no fue ser cagón, sino confundir hijos con familia. Por miedo a desarmar el nido, por no saber recortar a los chicos de la madre, y de mí mismo, destrocé todo. Y no me quedaron ni las migas. Había roto el espejo, y un espejo roto no tiene arreglo. Se pueden juntar los pedazos, pero la imagen quedará astillada para siempre. Me voy a morir sin uno de mis hijos y, aunque hayan pasado quince años, es imposible aceptarlo. Soñé con mil formas de que se acabara, noche tras noche, hasta recé para que algún día el destino lo atropellara a él, y así tener la certeza de que ya no habría más esperanzas. Las esperanzas no dan vida, la asfixian.
Siempre fui torpe con los sentimientos, pero era capaz de cortarme un brazo por cualquier cosa que necesitaran mis hijos. El último dolor que me duele es ese: no haber sabido hacer que se dieran cuenta. ¿Se puede enterrar vivo a tu padre? ¿Puede un pecado matrimonial, por capital que sea, sepultar el amor incondicional, los campamentos, los kartings, las barrenadas en la playa y la plata para comprar figuritas a escondidas de la madre?