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8. Neptunia

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De gurises nos la pasábamos en el Neptunia. Tenía una sede sobre el río y otra en el centro, más social, con la cancha de básquet principal. Era el club donde iban los pibes como nosotros, de buena familia, pero normales. Quiero decir no fifí: el Mudo, el Colorado, el Oso, el Pirata, el Ruso, el Turquito, el Pájaro, la Garza, la Chancha, Cachavacha, yo. Todos los que cuarenta años después terminamos armando la peña de los jueves, menos alguno que quedó afuera por las cosas de la vida o por pollerudo. Algunos ya no viven acá. Al lado del Neptunia estaba el Náutico, que era un club hermoso, de categoría, con amarradero y todo, pero sin alma. Todo lo que tenía de lindo lo tenía de soso. Parecía más un club de Inglaterra que de Gualeguaychú. Mucho viejo jugando a las cartas y al dominó. Se instalaban bien temprano bajo esas arboledas gigantes y no se iban hasta que se hacía de noche. Llevaban la comida en canastas, desplegaban sus manteles a cuadros y no se movían ni para tirarse al agua. Después de las nueve de la mañana ya no encontrabas lugar, y el paisaje parecía una foto. Todos quietitos. El Neptunia era otra cosa.

El Neptunia era un despelote total. Tenía cancha de lo que quisieras, y hasta una pileta en el río hecha con balsas de cemento flotante y andariveles. Cómo olvidarse de esos andariveles amarillos, todavía están. Era un club para deportistas, gente con ganas de correr, saltar, gritar. Nosotros le hacíamos a todo. Eso en los pueblos es sagrado: si no hacés deporte sos un bicho raro. Un leproso, un paria. Éramos capaces de jugar diez horas seguidas, partidos de lo que se te ocurra, uno atrás del otro. Hoy, de solo pensarlo, me agota. ¿Cómo hacíamos? ¿Adónde va a parar toda esa energía? Pasa el tiempo y uno no se da cuenta, porque es gradual, ínfimo, pero de a poco la pila se va acabando. Y cuando te das cuenta, ni siquiera te preocupa. Eso debe ser envejecer. Lo mío era el básquet. En la primaria ya le sacaba una cabeza al más alto y un día el profesor de educación física me tiró una anaranjada y me dijo que ni se me ocurriera pensar en otra cosa. «Ahí tenés el aro, en media hora te vengo a buscar.» Y me dejó solo. Y empecé a tirar. Con el tiempo comprobé que además de grandote era ágil y con puntería. No tan fácil de conseguir, por lo menos en esa época en que los deportistas no eran los atletas supersónicos de ahora. Cuando terminábamos de jugar, corríamos por las escalinatas y nos tirábamos al agua todos juntos. Como un bombardeo, pero humano. Y después, hechos sopa, íbamos a la cantina a comprar unas gaseosas. Hasta los quince o dieciséis no se nos ocurría tomar nada, nuestros viejos no nos dejaban y a los padres se les hacía caso. Después sí empezamos a chupar como esponjas, no importa si nos gustaba o no, había que entonarse. Arrancábamos con unas cervezas heladas en la cantina y la seguíamos en la sede del centro, ya duchados y cambiados. Las minas pasaban por la esquina en la vuelta del perro, y nosotros nos hacíamos los que no las estábamos fichando, mientras por lo bajo rezábamos para que entraran. No había muchos lugares, así que terminaban cayendo. Y ahí lo de siempre, a jugarla de galanes o de tímidos o de lo que sea, cada uno con su libreto, a ver si mojarreábamos algo. Pasaban meses hasta que les tocábamos un pelo. Éramos demasiado educados, rozando lo nabos. Si se nos iba la mano con el chupi, al otro día tomábamos un poco de agua y listo. Nos recuperábamos de cualquier cosa, volvíamos a la forma original enseguida, como una almohada nueva. Ahora tomo muy poco, pero si un jueves me paso de copas, al día siguiente no sirvo ni para espiar.

El Mudo era hiperkinético, no le hacía asco a nada. Si se jugaba con pelota, ahí estaba firme como rulo de estatua. Y no era crack en ningún deporte, pero siempre rendía por encima del montón. Se anotaba en todas las canchas para no pasar ni cinco minutos parado, y los que armaban los equipos se peleaban por tenerlo entre sus filas. En el pan y queso era uno de los que elegían primero, antes que varios habilidosos, por los huevos que ponía. Si el Mudo tenía algún talento era el corazón: iba a cada pelota como si fuera la última, porque el que perdía se comía las cargadas una semana entera y porque sí, porque así era él. No lo iba a reconocer, pero era más competitivo que la mierda. Flaco como un galgo, se tiraba a la pelota de cabeza y parecía que lo iban a romper entero, pero no. Era duro, resistente, no sé de dónde lo había sacado. Genética. Todavía no se habían inventado los gimnasios, salvo alguno al que iban los patovicas, y ser patovica era lo último de lo último. El lomo lo echabas haciendo deporte. Y, como en las películas, los deportistas eran los que se ganaban las minas, mientras los demás se quedaban mirando la fiambrera. Yo llegué a jugar en la selección entrerriana, cosa que ninguno de los demás hizo, pero con las minas me costaba. Aunque estuvieran atrás mío, me iba al mazo. A los diecisiete uno no tiene la cabeza de ahora. Los años vienen con sus propios trapos y herramientas. El Mudo sería menos hábil con la pelota, pero era muy entrador, y lo que no podía ganar con el estuche lo ganaba con la parla. Cuando agarraba confianza no había manera de frenarlo, era como esos jugadores que pisan la llave con tal decisión que no podés ni manotearlos de la camiseta. Igual, recién rompíamos el cascarón. Nos avivamos un poco cuando fuimos a Buenos Aires. Ahí las minas eran de otra liga. Habíamos pasado de los cachapés de las pistas de tierra a las bestias de la Fórmula 1. Al principio no sabíamos ni cómo hablarles, nos llevó meses hacer pie. Y cuando enganchamos la onda, competíamos a ver quién la tenía más larga, quién se levantaba a la rubia de ojos celestes o a la tetona.

A nuestros hijos los llevamos al Neptunia y les enseñamos las mismas cosas que nuestros viejos nos habían enseñado a nosotros. Después ellos hicieron la suya, como tiene que ser. El mío se la pasa corriendo, no juega a ningún deporte de verdad, únicamente maratones. Mi hija salió a la madre, delgada como una Popotitos, así que no necesita nada para mantenerse en forma. Se compró unos patines, esos de las cuatro ruedas en fila, y sale con las amigas a andar por Palermo. Cuando viene para acá los trae para patinar por el parque. Llueva o truene, sale igual, como su madre con la rezada del rosario en la iglesia.

El Mudo ya no estaba en Gualeguaychú cuando tuvimos los gurises, y se lo extrañaba. Tanta agua bajo el puente y ahora que éramos padres no podíamos compartirlo. Las cosas de la vida: más fáciles de entender que de masticar. Nos veíamos muy de vez en cuando en las escapadas que hacían para Pascua o fin de año. Y casi nunca coincidíamos más que tres o cuatro mates, cada uno andaba con sus obligaciones y ellos de un lado a otro visitando parientes. Los chicos de ambos ya eran grandes y tenían sus propias barras de amigos, costaba juntarlos, no querían saber nada. Habían pasado quince años, mucho tiempo.

Yo todavía voy al Neptunia a jugar al básquet con los muchachos de la facultad, como cuando éramos gurises. Pero despacio. La cabeza quiere, pero al cuerpo no le da. Y a esta altura qué importa ganar o que te llenen la canasta, lo único que importa es salir entero, pegarte una ducha caliente y la próxima poder estar.

Harry y yo

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