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7. Uno más

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Despreocupado, irreverente, superficial. Las lenguas fáciles del Barrio y de Gualeguaychú, que se la pasan más tiempo en la vereda ajena que en la propia, desparramando boludeces porque el aire es gratis, dirían que mi padre era un irresponsable, un inmaduro. Un tipo grande que no podía aceptar que ya no era un pendejo, ubicarse en la palmera y dejar de hacer pavadas. «Un chiquilín.» En parte tenían razón, pero ¿qué tenía de malo eso? Mi padre era un adulto que no quería dejar de ser un chico. O no del todo. Tuviera casa, trabajo, familia, auto y mascota.

Contra lo que habitualmente sucede en los pueblos, donde manda el qué dirán, mi padre tenía un nulo sentido del ridículo. Se movía en un barrio de pocas casas como en una ciudad de millones. Mentalidad de uno en la multitud, que los demás se ocupen de lo suyo y no rompan. El mundo de cada uno se extendía hasta donde llegaba la vista, el resto eran puteríos. Eso olía a una de las máximas del Nono, ¿se lo habrá enseñado él o la habrá inventado solo, fumando en silencio con la vista atravesando la materia? Tarde para preguntarle, pero jamás vi a mi padre hacerse mala sangre por algo que pensaran los demás. Y hace poco escuché o leí de alguien, sí, leí, hojeando esos libritos de aforismos que hay en los mostradores de las librerías: «Lo que los demás piensen de ti no es asunto de tu incumbencia». Qué verdadero, qué simple, qué difícil. Pensamiento de buda, desapego zen. Y en el caso de mi padre, el modo exacto en que vivía, aunque no hubiera oído una palabra de esas cosas. Si se tentaba, soltaba la carcajada, no importa dónde ni con quién estuviera. Los chistes verdes lo mismo, varias veces lo vi decir cualquier guasada con nenes dando vueltas. Ni se fijaba. Y las viejas que se arreglaran solas, ya habían vivido suficiente, y si a esa altura se escandalizaban que lo charlaran con el cura, que en Gualeguaychú está lleno. Contando cuentos era un show. Se hacía carne de los personajes, con una habilidad tremenda para imitar conductas, estereotipos y toda clase de tics. Su especialidad eran los gangosos. Antes de cada cuento había un preludio. Se tomaba su tiempo, la transformación era fundamental. Y una vez que arrancaba era imparable. Se posesionaba. Empezaba a estirar y deformar las palabras, a empastarlas unas con otras, un menjunje afrancesado de consonantes y vocales, y la cara que parecía de chicle: la nariz arrugada como de asco, los ojos meta parpadear, la boca chorreada como una obra de Gaudí. Y como si eso fuera poco, le agregaba la postura de un jorobado y el andar de un rengo. Ningún gangoso podía ser así, pero lo veías y creías que no había otro posible. Era el gangoso universal. En la costanera de Gualeguaychú o en la Conchinchina.

Al lado del mío, los padres de mis amigos eran unos amargos. Menos onda que un alcaucil. Cuando iba a jugar a lo de ellos, pasábamos todo el día sin que nos dieran ni bola. Solo se asomaban para ver que no nos hubiéramos mandado alguna cagada. Eran gente seria, infundían respeto, hasta asustaban. El mío era lo opuesto, se mezclaba en todo lo que hacíamos sin siquiera preguntarnos si queríamos. Uno más de nosotros. Un padre que, sin decir la palabra, contagiaba libertad en cada cosa. ¿Te gusta andar en patineta? ¡Buscate una pendiente! ¿Pescar? ¡Agarrá la caña! ¿Tenés hambre? ¡Ayudame a prender el fuego! Mis amigos lo adoraban y lo llamaban por el sobrenombre. «Harry» en casa, «Harry» en el club, «Harry» en todos lados. Muchas veces se ponían a conversar, le contaban cosas, le pedían consejos, ¿con qué otro padre del grupo podían hacer eso? Yo no recuerdo haber hablado más de quince segundos con ninguno. Saludar al llegar e irme, preguntarles si podía ir al baño, y no mucho más. Tocar la heladera, olvidate. El lado B de ese rasgo de carácter de mi padre eran los límites. Detestaba tener que decir que no, la palabra número uno de mi madre, pero cuando se nos iba la mano, daba un grito y no jodíamos más. Para mi padre todo en principio era un sí; sin embargo, esa batalla la ganaba por goleada mi madre. Estaba convencida de que en el río la gente se ahogaba y en patineta te partías los dientes, así que la mayoría de las veces me quedé con las ganas. En eso los alcauciles eran mejores. No se preocupaban tanto y a mis amigos les dejaban hacer más cosas.

«Me encantaría tener un viejo como el tuyo.» Me cansé, sin cansarme nunca, de escuchar eso. Cuando vivíamos en San Nicolás, mi padre nos llevaba a los torneos en Ramallo, en Villa Constitución, en Arrecifes, en Baradero, en San Pedro, en Pergamino, en Rosario. Adonde fuera. Cargaba los raqueteros en el baúl y nos metía en el auto con un grito de guerra. ¡A dejar todo! ¡Cada pelota es la última! ¡Mariconeadas no, eh, que tiene dos patas y brazos igual que vos! Cosas así, que inventaba en el momento y que yo podría recitar de memoria, como si los años no hubieran pasado. En Rosario nos cagaban a palos, estaban en otro nivel, pero igual subíamos al auto con las pulsaciones a tope, con la esperanza de que podíamos dar pelea. Hace poco volví a jugar ahí, en el Jockey Club. Y lo gané, Campeón de Veteranos +35. Fue como desatar un nudo que llevaba décadas calcificado. Después de la ducha, la más larga que me di en mi vida, caminé una vuelta por el parque y me senté en la tribuna a mirar los demás partidos. Con la copa entre las piernas, viajé en el tiempo a través de toda mi carrera tenística: desde que era un nenito que apenas podía sostener la raqueta, con los aviones de guerra rasgando el cielo del Barrio camino a Malvinas, hasta ese día mágico en el Jockey Club rosarino, pasando por los años en que recién me había ido a Buenos Aires y jugaba muy poco. Digo carrera tenística y parece exagerado, porque jamás pasé del mundo amateur, pero yo soy deportista. Y eso se lo debo a mi padre.

Cuando el pádel inundó la Argentina, encontró una nueva excusa para meterse de lleno. No era un talentoso sino un luchador. Coraje puro. Una fiera salida de la jaula con una paleta en la mano y la obsesión de perseguir la pelota por todos los rincones. Jugaba con una intensidad desmesurada: se chocaba con el compañero, rebotaba contra las paredes y se tiraba de cabeza contra el alambrado. No le importaba pelarse las rodillas o clavarse algo. Llegar antes del segundo pique era más importante. Lo demás se curaba, la falta de garra no. Al ping-pong igual. Organizaba campeonatos como si fuéramos profesionales. Ni bien nos despertábamos, yo preparándome la leche, él con su mate en la mano, me preguntaba si quería armar algo con mis amigos. Ya éramos más grandes. Yo le decía que sí, siempre tenía ganas. Entonces empezaba a contar: vos, tu hermano, Guille y Raulito seguro; le podemos decir también a Jaime, Lean y Condorito; hasta ahí, siete, y conmigo, ocho. ¿Los llamás vos?, me pedía con la ansiedad de un nene de cuatro años. Después dibujaba el draw y juntos hacíamos la clasificación, poniéndole ranking a cada uno según el nivel. Él estaba en el pelotón de los mejores. A diferencia del tenis, que exige un grado de coordinación muy alto, con la paleta ahí nomás de la mano se le hacía más fácil. Después armábamos las zonas, los partidos, y a jugar. Con ronda de perdedores y todo, para tener una segunda chance. Varias veces ganó él. Era un rival durísimo, lleno de mañas y una cabeza que no tenía ninguno de nosotros, todos pendejos que creíamos que con una buena muñeca alcanzaba. Y como en casa teníamos la mesa siempre armada, estaba entrenadísimo. Le pegábamos con todo tipo de efectos, los que aprendíamos en tenis, y las devolvía como si nada. Y acostumbrado a jugar con nosotros, cuando venían sus amigos los sacaba con fritas, no le hacían ni tres tantos. Cada vez que empezaba un partido, nos arengaba para que jugáramos prendidos. A nosotros, mi hermano y yo, y también a mis amigos, eso no importaba. En cada match se jugaba el orgullo, el honor. La derrota solo era aceptable si habías dejado todo. Y aun siendo tan competitivos, cosa que nos habían inculcado de chiquitos tanto para la escuela, el deporte como cualquier otra actividad que involucrara a seres humanos, mi padre supo enseñarnos a ser buenos perdedores. A caminar hasta la red con la cabeza alta y felicitar al rival, que si ganó fue por algo. La derrota era un bocado que se rumiaba manso, en el vestuario. «Calladito y a las duchas», sin echarle la culpa al viento, a la suerte del otro o a los malos piques.

En el patio de casa jugábamos a los penales, usando como arco el paraíso y el sauce llorón, que estaban a la distancia justa. Tres metros y pico, la mitad de un arco profesional, podíamos volar a un palo y llegar. Si la pelota se iba al techo, mi padre trepaba por la torre de la antena, la devolvía y se tiraba de un salto desde allá arriba. Era Superman. La vez que le pedí subir yo, no me animé a mirar para abajo. Tuvo que subir a buscarme. Un Superman en cuero, sin traje, capa, ni botas especiales. En el club, si faltaba alguno, se sumaba enseguida. Fútbol, tenis, pádel, básquet, lo que venga. Era como si estuviera esperando que faltara uno. Se arremangaba el pantalón y, si no tenía las zapatillas a mano, jugaba en patas. A la noche lo veía en casa pinchándose las ampollas, sin una queja. Un hilo para «absorber el juguito» y tela adhesiva sobre la piel. El deporte lo era todo, lo justificaba todo. En la playa organizaba desafíos de pádel y vóley con mis primos y los hijos de los amigos. Un rato antes empezaba a juntarnos, y mientras terminaba de armar los partidos, a mi hermano y a mí nos mandaba a la orilla a paletear para entrar en calor. La gente se paraba a mirar. Hacíamos cualquier pirueta para mantener la pelota en el aire. Podíamos estar cinco, diez minutos enteros sin que tocara el piso. Y cuando venía muy exigida, nos tirábamos de pecho sobre la arena, como en el vóley, y el otro la levantaba con un globito para dar tiempo a recuperarse. Y otra vez a hacerla rebotar, pac-pac, pac-pac. La gente se amontonaba y aplaudía, y yo me sentía el número uno del mundo.

Le encantaba hacer jodas. Esconderse y asustarnos, cambiarnos los juguetes de lugar, comerse nuestra milanesa del plato. Era como si se pasara el día entero buscando el momento de agarrarnos desprevenidos. Como si cada día estuviera obligado a inventar alguna nueva y tacharla de una lista interminable. Trescientos sesenta y cinco días boludeando, así era mi padre cuando vivíamos en el Barrio. Tenía todavía frescas las jodas de sus amigos de la facultad, que eran muy bravos. En una despedida de soltero, al novio le ataron los huevos con un candado y una piola y lo tiraron con una camioneta por toda la costanera. Si se quedaba quieto, se los arrancaban. El flaco terminó estéril, fue el único del grupo que no tuvo hijos. A mi padre, en su despedida, lo pintaron entero con esmalte sintético verde y lo pasearon en bolas por las dos calles principales. Ida y vuelta, como una reina de comparsa. A la hora tuvieron que llevarlo al hospital porque se desmayaba. Entre el pedo y la pintura tapándole los poros, casi se muere. Hay que ser imbéciles. En esas cosas mi padre se parecía al Nono, bufón incansable pero inofensivo, porque no llegaba a jodas de ese calibre. Lo normal era que quedara en offside por conductas o comentarios desubicados. Una cargada por «bostero» a un tipo que acababan de presentarle, un chiste a un policía con cara de orto, un paso de baile para colarse entre las viejas en la fila del banco. Sin embargo, jamás sentí vergüenza. Al contrario. Ya hay demasiados amargos en el mundo, me decía mi padre, ¿vamos a dejar que nos ganen? Mi hermano más chico y yo salimos a él en eso de las jodas y la acidez, pero siempre con la lengua. Nada de estupideces ni cosas peligrosas.

Así era con todo. Pensaba en nosotros, y por añadidura en nuestros amigos, como si fuéramos sus propios juguetes. Sus muñequitos de fútbol, sus soldaditos, sus pilotos de carrera. La educación y los valores, el colegio, las clases de inglés y el catecismo eran cosas de las que se encargaba mi madre. «Responsabilidades», y de las responsabilidades se ocupaba ella. Salvo los ejercicios de matemática, física o química, que le tocaban a mi padre por ser ingeniero. El entusiasmo que él ponía en su parte coincidía con el que ella ponía en la suya. Una balanza equilibrada, suiza, una de las pocas cosas en la que parecían estar naturalmente de acuerdo. Sin remo ni peleas.

Un día, yo tendría doce o trece, nos llevó al arroyo a talar un árbol que se estaba viniendo abajo. Lo había visto cuando volvía del partido de fútbol con sus compañeros de fábrica. Puedo imaginármelo recostado sobre el lado izquierdo del asiento, con el codo sobre la ventanilla baja, como manejaba él, tarareando o silbando algo, y de golpe la imagen del árbol torcido, la mitad de las raíces emergiendo de la tierra con ganas de zafarse. Convenía sacarlo de una vez, y hasta que la municipalidad se dignara a echar un vistazo iban a pasar meses. Nos equipó con hachas y machetes, y una motosierra que no sé de dónde sacó, y fuimos caminando desde casa, en pelotón con mis amigos, cantando una canción al estilo de los boy scouts. En la heladerita llevábamos sánguches y gaseosas, para él cerveza, y unas galletitas para la tarde. Nos mandamos hasta el fondo de la Avenida Central y llegamos al arroyo. Por supuesto, mi padre había organizado la excursión a escondidas de mi madre, que si se enteraba lo de la motosierra iba a dejar sordo al Barrio con sus alaridos. El plan solidario, quitar el árbol porque era peligroso y la municipalidad no iba a hacer nada, no era más que una excusa: mi padre nos llevaba porque era un plan de hombres, y divertido, especialmente para él, que amaba ser el capitán de nuestras cosas. Ya al pie del árbol, se calzó la motosierra al hombro, trepó hasta la copa y unos minutos después cayeron en picada un par de ramas. Listo. Bajó, dio unas vueltas alrededor, marcó con un par de machetazos la corteza del tronco y nos dijo lo que iba a hacer. ¡¿El árbol entero?! Guau. Nos apartó con la mano para que nos pusiéramos a su espalda, y prendió la máquina. Le dio de los dos lados, haciendo esas V típicas de los leñadores yanquis, y unos minutos después, ¡Guardaaa! A la mierda el árbol. Cayó con un estruendo impresionante, sin rozarse con nada, y quedó acostado limpito entre los demás árboles. Estábamos enloquecidos, a los gritos, queriendo probar la motosierra. Pero no nos dejó ni tocarla, ni siquiera para cortar las ramas de arriba, que eran más finitas. Lo único que pudimos hacer fue turnarnos para sostenerla, con sus brazos encima de los nuestros, y sentir el peso y el temblor al activar el gatillo. Cómo rugía, era cierto que era solo para los grandes. Al final, para darnos el gusto, nos dejó cortar algunas ramas con el machete, siempre agarrado con las dos manos y mínimo a dos metros de cualquier compañero. Shic, shic. Shic, shic, shic shic shic. Meta machetazos como unos enfermos, hasta que los brazos no nos dieron más. Después apilamos todo en una parva, pusimos unos palos verticales y les atamos unas telas de colores en la punta. Los banderines de la expedición. El Escuadrón Verde del Barrio SOMISA había cumplido su misión, la primera de quién sabe cuántas, y ahora a nadie le iba a pasar nada. Podrían pasear tranquilos por el arroyo sin la amenaza de que un árbol les partiera el auto al medio. Era algo bueno, de lo que estar orgullosos, pero no se lo pudimos contar a mi madre. Volvimos picados enteros por los mosquitos y con arañazos de ramas por todos lados, pero qué importaba, ni siquiera sus rezongos por «subirnos a los árboles del campito de la iglesia», la versión que mi padre había ideado para ella.

A la noche nos traía películas del videoclub del centro, un local que habían puesto con unos amigos del Barrio para sumar un extra al sueldo de la fábrica. En la segunda mitad de los ochenta, en pleno auge del video, les sirvió para paliar la inflación y ahorrar unos mangos. Mi padre se aparecía en casa con un paquete de estrenos de acción y suspenso, las películas que más nos gustaban, y de vez en cuando alguna comedia prohibida para menores de dieciocho, para que nos emocionáramos con alguna teta o culo. Nos hacíamos mil pajas después de verla. Más yo, que hasta los catorce no supe lo que era una mina: dos hermanos varones, desde el jardín hasta la secundaria en un colegio de curas, y meta jugar a las figuritas, a la pelota y al tenis con mis amigos en el club. Veinticuatro horas por día a puro huevo. Mi padre no me iba a dar una clase de sexualidad, no lo hacía ninguno de los padres de mis amigos y menos él, porque si mi madre se enteraba, lo cortaba en fetas. Ver películas eróticas y masturbarse era pecado. Y justamente para prevenirnos de todo eso estaban las clases de catecismo y las idas a misa. Además, como nosotros éramos los chicos más obedientes de la galaxia, no hacía falta explicar nada. Negadora si las hay, mi madre miraba para otro lado. Mejor no ver que a tus «bebés» les están creciendo pelos por todo el cuerpo, ni tratar de adivinar por qué ahora se la pasan horas en el baño, cuando de chiquitos era el lugar más odiado de la casa, o darte cuenta de que se mueren de ganas de ponerla. Las solas palabras son escandalosas. Entonces, para mi padre, mejor jugarla de callado ayudando como pudiera a revolver las hormonas, a ver si con un par de películas lograba avivarme un poco. Un día que no había nadie en casa, un sábado a las tres y media de la tarde, me agarró del brazo y me sentó en el sillón frente al televisor. Corrió las cortinas que daban al patio, puso play y en la pantalla del televisor aparecieron dos minas vestidas de colegialas. Me dejó solo y se fue a la cocina a tomar unos mates y hacer de campana. Si mi madre se enteraba, se pudría todo; yo todavía no había cumplido dieciocho. A medida que pasaban las imágenes, menos palabras, menos ropa, más musiquita y más piel, y yo me volvía más loco. Había espiado montones de veces las tapas de las cajas en los estantes del videoclub y sobre el bahiut de casa, donde apilaban los casetes alquilados a la gente del Barrio, pero no había visto las películas: la cámara tan cerca, todos chupándose todo, uno contra uno, dos contra uno, cuatro contra tres. Los ojos se me secaron de no pestañear, el corazón bombeaba a quinientos por hora y me picaba todo el cuerpo. Más que picar, me ardía. Confieso que un poco lo disfruté y otro poco me asusté. La verga se me puso tan dura y me dolía tanto que no me animé a tocarla. Pensé en llamar a mi padre para preguntarle si eso era normal, pero era algo que tenía que resolver solo. Después, cuando le conté, se rio y me revolvió el pelo con la mano. Quería preguntarle cuándo sería la próxima, pero tampoco me animé. Y no pasó nunca más. Lo tachó como a los tomates en una lista de supermercado. Otra misión cumplida.

Creo que mi padre, como todo padre, vivía a través de nosotros. Su alma de chico se resistía a dejar de ver el mundo como un parque de diversiones o un gran club. Y en esa aventura necesitaba cómplices. ¿Quién mejor que sus hijos? Sus amigos, personas adultas, serias, ubicadas, no iban a acompañarlo en ese derroche de energía y compostura. Ese gen le duró hasta el final. Cuando se vino abajo, como aquel árbol al costado del arroyo, siguió compartiendo lo poco que tenía. Ya no podía trepar a ningún techo, prender ninguna motosierra, ni contar chistes usando el disfraz de su cuerpo, pero su casa seguía siendo un lugar donde pasarla bien. Bastaba decirle que iba con mis amigos a comer un asado, y ya no importaba si tenía plata o no, cuando llegábamos a la parrilla el fuego estaba en marcha. Y si se había quedado sin papel y no tenía con qué prenderlo, le echaba querosén a una de sus camisas y listo. No lo dudaba un segundo. Cuando vivíamos en el Barrio, el quincho era nuestro lugar preferido, hacíamos todo ahí: asados, ping-pong, películas. En Gualeguaychú, era la franja de pasto y árboles al costado de la cancha 1, donde estaban la parrilla y las mesitas con sombrilla. El color de la foto entre ambos momentos contrastaba, eran dos vidas distintas, pero el corazón de mi padre era el mismo.

Cuando íbamos al carnaval con mis amigos dormíamos en el complejo, no en casa de mi madre. No había espacio. Tirábamos unos colchones desnudos en el piso del living, donde antes funcionaba el restorán, así nomás, sin sábanas ni almohadas, y hasta mañana. Muertos como estábamos, tras la maratón de chupi y baile en el Corsódromo y el boliche, podíamos dormir en el catre de un faquir. Y un par de horas después, con la luz colándose por puertas y ventanas, nos levantábamos, nos cepillábamos los dientes y salíamos para la playa. Y cuando el sol empezaba a aflojar, mi padre ya sabía que tenía que prender el fuego otra vez. Había asado del hijo mayor con sus amigos y para él eso era religión. En tiempo de reloj no hace tanto, pero parece que hubiera sido antes de los dinosaurios.

Harry y yo

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