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1. La carta en el cajón de la mesa de luz

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Cuando tenía diez años encontré una carta en la mesa de luz de mi padre. Estaba escrita por mi madre y hablaba de ellos. De la relación, del deterioro de los últimos años. Decía que no se había roto, que eso no sería lo peor, sino que se había gastado. Y que por los chicos, mis dos hermanos y yo, tenían que hacer lo imposible para seguir juntos. Como la familia que éramos. Habían elegido casarse y tener hijos y debían cumplir con esa responsabilidad hasta el final.

La carta estaba suelta en el primer cajón, doblada prolijamente en cuatro, debajo de una libreta con anotaciones y un alicate (mi padre siempre tenía un alicate cerca). A cada rato yo le revisaba ese cajón, me parecía un lugar especial de la casa: ese y el primer estante de su placar, donde dejaba la billetera, los carnés y las boludeces que no sabía dónde poner. En el cajón de la mesa de luz yo había encontrado una vez un paquete de preservativos: le había preguntado qué eran y él, con una mueca entre seria y divertida que no voy a olvidar nunca, me dijo que eran «cueritos para la canilla». Le creí. No tenía idea de qué podían ser esas gomitas transparentes y, salvo la farsa de Papá Noel, todavía no imaginaba que los padres dijeran otra cosa que la verdad. Así que un poco sin querer y otro poco queriendo (uno nunca desconoce lo desconocido), al meter la nariz en aquel cajón me asomé a una verdad que cambiaría mi vida.

Era una hoja blanca sin renglones, de la mitad de tamaño que las hojas comunes, como si mi madre la hubiera recortado para que el mensaje ocupara todo el espacio. Jamás había visto un papel así, liso: los que yo conocía eran rayados o cuadriculados, unos para lengua, otros para matemática, o las pilas de formularios continuos que mi padre traía de la fábrica y que en casa se usaban para todo lo que no fuera del colegio. Había resmas por todos lados, y con mis hermanos crecimos haciendo dibujos sobre ese papel de trama gris y rosada. Pasábamos horas enteras desprendiendo el troquelado de agujeritos de los bordes y después con eso hacíamos muñecos, casas, barcos y aviones.

La letra de mi madre era azul, urgente, y la carta parecía escrita de un tirón. No tenía borrones ni tachaduras. ¿Cuánto tiempo llevaría meditando cada palabra puesta ahí? Inclinando la hoja podía ver los surcos dejados por el bolígrafo: eran trazos de amor y dolor incrustados en el blanco indefenso del papel. Las cosas revelan en la superficie lo que son por debajo. Y si bien mis diez años me permitieron intuir lo que quería decir ese puñado de oraciones, me llevó un tiempo entender el significado profundo del iceberg que había encontrado en ese cajón. Desde aquel momento, palabras como roto y gastado me quedaron grabadas con el ardor de un fierro para marcar vacas. Como esas que ahora pastan indiferentes al costado de la ruta, veinticinco años después de esa carta, ignorantes de su destino de frigorífico y de todo lo que pasa con los seres humanos y conmigo, acá en el auto, con las ventanillas cerradas y la calefacción encendida, pisando el acelerador bajo el cielo celeste rojizo de la autopista Buenos Aires – Gualeguaychú.

La manuscrita de mi madre le recordaba a mi padre que se habían casado para toda la vida. Lo habían prometido ante Dios y sus seres queridos en el altar. Construir una familia no era un partido de fútbol o de pádel que se podía abandonar por cansancio, calentura, o simplemente porque las cosas no iban como uno esperaba. Era un tren en el que se viajaba para siempre y cuya última estación era la muerte de uno de los dos. A esta altura no recuerdo si lo puso así, pero conozco a mi madre. Por eso, en los años que siguieron a esa carta, hizo la vista gorda con los deslices amorosos de mi padre en San Nicolás y siguió bancándolo como una estatua cuando nos mudamos a Gualeguaychú, donde ellos habían nacido y adonde habían decidido volver para vivir lo que les quedaba por delante. Únicamente un acontecimiento de fuerza mayor, algo que saboteara por completo el macizo granítico de sus convicciones, y quizá ni siquiera eso, podría haberle hecho a mi madre juntar el coraje suficiente para cortar por lo sano. E incluso daría mil vueltas antes del sablazo. Para ella, separarse era algo imposible de decidir por sí misma. ¿Qué iban a decir los demás? ¿Una vida de divorciada a los cuarenta y pico, cincuenta? De ninguna manera, antes muerta. Y si acaso el acontecimiento de fuerza mayor llegaba y terminaba separándose, ¿cómo seguía la vida? ¿Alguien, otro hombre, fijándose en ella? ¿Para qué? ¿Con qué necesidad?, su pregunta de cabecera cada vez que queríamos hacer algo, de chicos, y también ahora de adultos, cuando le cuento que quiero comprarme una moto o viajar a Vietnam, como si la validez de esa pregunta no caducara jamás. La vida terminaba con el matrimonio. O la muerte. Ya lo había pensado muy bien antes de dar el sí, y eso se hacía una única vez y para siempre, porque así lo dispone Dios y son cosas que no se discuten.

Mi padre no sufría la presión de esos mandatos, ni parecía urgido por buscarle una solución. Que sea lo que Dios quiera, si es que hay dios, o que el tiempo lo vaya arreglando. Así pensaba él sobre muchas cosas. Pasó el tiempo y no arregló demasiado. El acostumbramiento y la indecisión se comían las semanas, y los meses, sin que ninguno se animara a ir hasta el hueso. Pero un día, a tres o cuatro años de instalados en Gualeguaychú, el hueso quedó expuesto con el embrollo de mi padre y su alumna de matemática, una tipa de cuarenta que quería completar el secundario y se había anotado en las clases particulares que él daba en el complejo de pádel que habíamos construido ni bien llegamos a Entre Ríos. Una clase, dos, diez, y los pocos hilos que aún sostenían el matrimonio se cortaron del todo. La situación en casa se volvió insostenible. Mi padre llegaba del complejo cada vez más tarde, no había día que no discutieran con mi madre, y cuando no peleaban era porque se la pasaban esquivándose. Con tal de no verlos, con mis hermanos nos encerrábamos en la pieza a hacer cualquier cosa, o salíamos a la calle, aunque no anduviera nadie o no supiéramos qué hacer.

Como hijo, los años después de la carta fueron eternos. Conviví con el peso de sus palabras cada día que siguió. No importa lo que pasara, tenían que seguir juntos por nosotros. Hasta que al final se separaron. Once años después, incidente de la alumna por medio. Yo tenía veintiuno, estudiaba en Buenos Aires desde hacía tres, y viajaba a Gualeguaychú los fines de semana y a pasar el verano. Por momentos, durante aquellos años interminables, los veía aflojar y llevarse bien, o reírse juntos de algo, y me ilusionaba con que aquella hoja de letras dolidas hubiera sido el arrebato de una mujer despechada. Pero al rato la fantasía se esfumaba y las cosas volvían a la normalidad, al cauce seco de una relación extinguida. G a s t a d a. Tiempo después de haber descubierto la carta, corrí al cajón de la mesa de luz para ver si todavía estaba. La encontré tal cual, debajo del anotador y el alicate. ¿Por qué la había dejado? ¿No sabía que los chicos espían a los padres en busca de sorpresas? Mi padre no era de esos que viven mirando atrás, ni se quedaba enfrascado en cosas negativas, sin solución. ¿Para qué, entonces? ¿Por qué no la hizo un bollo y la tiró?

Hace un año mi padre murió. Cuando fuimos con mi hermano a vaciar su departamento, la busqué por todos lados, en cajas, cajones, estantes, libros, sobres, carpetas y bolsillos de pantalones y camperas, pero no apareció.

Harry y yo

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