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12. Viejos buenos tiempos

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A mediados de los 70, con el segundo recién nacido, nos fuimos a San Nicolás. Yo había conseguido trabajo en SOMISA, la siderúrgica modelo, la «punta de lanza de la Argentina industrialista» de Perón, como anunciaban los diarios, y el sueño del pibe para cualquier ingeniero. La fábrica era un monstruo. Se levantaba en un descampado de Ramallo, en el borde con el partido de San Nicolás, donde todavía funciona, y tenía galpones y hornos de setenta metros de alto. Hasta ferrocarril propio. Ochenta y pico de kilómetros de vías para mover materias primas y productos terminados de un lado a otro de la planta. La chimenea, en perpetua actividad, era el orgullo de ambas ciudades. Una llamarada imponente, amarilla o roja según la hora, y una columna de humo blanco visible desde la ruta 9. Cuando entré, había trece mil personas.

A unos minutos de la fábrica estaba el barrio de los empleados. Nadie lo llamaba por su nombre formal, Barrio General Savio, en honor al militar e ingeniero que impulsó el desarrollo de la siderurgia en el país, sino simplemente «el Barrio». Tenía unos mil chalets con jardines al estilo californiano: una especie de country pionero, como los de ahora pero sin vallado, seguridad especial, ni excentricidades. La mayoría de las casas estaban agrupadas de a pares, unidas por uno de los laterales, siguiendo planos de construcción en espejo, y también había casas individuales, más grandes, con parque propio y hasta dos pisos. El Barrio se dividía en cuatro zonas numeradas, según la fecha en que las habían levantado, pero que también funcionaban como medida de estatus. Las casas de las zonas 1 y 2 eran más importantes y se las daban a los gerentes de la fábrica. Las de las zonas 3 y 4 eran más chicas, casi siempre gemelas, pero igualmente muy bien hechas. No había casa fea o berreta. La maqueta del Barrio seguía la típica grilla cuadriculada en damero de una ciudad cualquiera, y a medida que fue creciendo en infraestructura, logró tener vida propia. Lejos de la oferta que había en San Nicolás, pero con lo indispensable como para que la gente no tuviera que salir a cada rato. Las necesidades de todos los días se resolvían en COPESA, la cooperativa. Panadería, carnicería, verdulería, farmacia, óptica, librería, y hasta un local de ropa y calzado. Y a la vuelta, el supermercado, un galpón de casi una cuadra con todo lo necesario para una vida normal. Si buscabas algo más sofisticado o tenías que ir al banco, había que manejar media hora hasta el «centro», como le decíamos los del Barrio a San Nicolás.

Al Barrio lo atravesaba de punta a punta una avenida de doble mano, la Central. Cinco kilómetros desde el fondo hasta la ruta, que salía a la derecha para la fábrica y a la izquierda para San Nicolás. Con arboledas y descampados por todas partes, en el aire flotaba el olor a pasto, a pino, a sauce y a eucalipto, que perfumaba cuadras enteras. Si en este instante un genio de la lámpara se colara en la habitación y echara unas gotitas de ese halo mentolado a través del respirador, me olvidaría de todo y sería feliz. Tan puta y extraña es la vida. Al fondo de la Central estaba el arroyo Ramallo, al que se llegaba fácil porque daba la vuelta a más de la mitad del Barrio. Como una General Paz pero de agua. Y del otro lado, verde y más verde. Por el ancho, más de un río habría estado envidioso: cuando mi hijo fue a Europa me mostró fotos del famoso Tajo de Toledo y era un hilo de agua que daba lástima. En el arroyo se podía hacer de todo, playa, remo, andar en lancha, esquí, aunque por tenerlo a mano le dábamos poca bola. Cuando venían amigos a visitarnos se quedaban asombrados por esa belleza agreste y tranquila. Decían lo que decimos todos cuando vamos a lugares así: si viviera acá, vendría todos los días a correr o tomar unos mates. Lo mismo que dicen los que viven en un departamento añorando una pileta, pero cuando la tienen apenas si se meten. Y lo mismo que decíamos nosotros con el mar cuando íbamos a Punta o a Mar del Plata.

En el Barrio había escuela y muchos padres mandaban sus chicos ahí. Un jardín de infantes, una primaria y un secundario comercial y técnico. Los nuestros hicieron el jardín en el Barrio y después siguieron en el Don Bosco. La madre quería criarlos en el catolicismo y a mí me daba igual. Los mandábamos a catequesis con la mujer de unos de mis compañeros de fábrica. Nunca supe si nos cobraba por eso, no había paquetito de plata con ese rótulo. Como el Don Bosco quedaba en el centro, iban y venían en colectivo, con otro montón de chicos cuyos padres estaban en la misma. Salían a las seis y media de la mañana y volvían a la una. Comían y se iban para el club o a la casa de algún amigo. La grilla cuadriculada hacía sencillo explicarles dónde quedaban los lugares y cómo ir sin perderse. Promediando la secundaria, el mayor empezó a dar clases de tenis, así que ni bien llegaba a casa revoleaba la mochila, picaba algo rápido, agarraba el raquetero y salía para el club a tirar pelotas. Yo lo veía recién cuando volvía, a la tardecita, ya con todos en casa. Doce horas sin verlo, pero él estaba feliz. Su primer trabajo para juntar su propia plata y comprarse lo que se le cantara: pilcha, zapatillas, discos. Se sentía importante.

Hasta iglesia teníamos. No me acuerdo cómo se llamaba, o si tenía nombre. Nadie sabía. Era nomás «la iglesia». Y era majestuosa. Transmitía como ninguna otra cosa el espíritu de un lugar donde las vidas giraban en torno a una fábrica siderúrgica. Enteramente construida en acero, casi sin ladrillos ni cemento, era una de las iglesias más exóticas del mundo. Aun sin conocer nada de otros países y continentes, me animo a decirlo sin equivocarme. Vista de arriba era una cruz perfecta, como la de Cristo; en varios lugares del Barrio había fotos con tomas aéreas del edificio. Desde abajo era una A de cuarenta y cinco metros de alto. Las paredes subían inclinadas a setenta grados y se unían en un vértice filoso que cortaba el cielo como un cuchillo. Los vitrales de los extremos, miles de rectángulos multicolores de piso a techo, daban alegría al interior proyectando sus rayos amarillos, verdes, azules y rojos sobre los largos bancos de madera. Acero y vidrio, ángulos puntiagudos, simetría calculada al milímetro, un monumento a la ingeniería.

El club no se quedaba atrás. Otra demostración de poderío siderúrgico, comparable a los mejores clubes de Buenos Aires. Cuatro o cinco canchas de fútbol once, decenas de hockey, papi fútbol y fútbol infantil, cancha cubierta de pelota a paleta, ocho de tenis y pádel, un gimnasio con máquinas para cuanto músculo se te ocurriera, una cancha de fútbol profesional, un microestadio de básquet y vóley para tres mil personas, y una sede social de tres pisos. Por uno de los lados, el club daba al arroyo, una cortina de árboles con una serie de playitas hechas tirando camionadas de arena. Parrillas y quinchos por doquier para el asado del fin de semana, aunque dudo que en todo el Barrio hubiera una casa sin parrilla. Y la frutilla de la torta, una pileta olímpica, con el perímetro de pasto inmaculado y cientos de sombrillas de paja, en la que cabía medio Barrio. Cuando estaba lindo, los chicos iban de cancha en cancha jugando a todo, como nosotros en el Neptunia tres décadas antes. Había días en que volvíamos a casa a las nueve de la noche, reventados.

Al centro no íbamos nunca. Estaba a diez kilómetros, pero mentalmente quedaba lejísimos. Había que planificar, organizarse, y con los chicos no era fácil. Ya teníamos tres, el último nació ahí. Ni hablar de ir a Rosario, estaba a cuarenta minutos, pero ya era otra provincia y reservado a necesidades extraordinarias. Alguna compra grande, cambiar el auto o llevarlos a los torneos a los chicos. En los quince años que vivimos allá habremos ido un puñado de veces. Sobran los dedos de las manos para contarlas. Cine y teatro no, porque en San Nicolás había salas, y el teatro era, según los que saben, un pequeño Colón. Vivíamos en el Barrio en el pleno sentido de la palabra, salíamos cuando no quedaba otra.

Nuestra casa era perfecta. Estaba al fondo del Barrio, cerca de una de las grandes bajadas al arroyo. Habíamos llegado unos meses después de que cerraran el período de venta, por lo que no pudimos comprarla. Las habían vendido a precios irrisorios, como beneficio para los empleados, pero también como una forma de retenerlos. Cuando llegamos nosotros solo quedaban casas prestadas. Nunca entendí del todo por qué, ¿qué les molestaba que la hubiéramos comprado, igual que los demás? De todos modos, tuvimos suerte: nos tocó un lote individual, mientras que la mayoría de los que habían comprado vivía en casas mellizas. Así que disfrutamos de jardín alrededor de toda la casa. Un cerco cuadrado de ligustrina separaba los terrenos sin que hicieran falta paredes. La parte de adelante del jardín tenía un par de rosales, plantas y árboles medianos. Y la de atrás, difícil de creer para una casa de familia. Jazmines, un paraíso, un ceibo plagado de flores y un sauce llorón con las hojas acariciando el piso. Árboles de frutas para todos los gustos: limonero, naranjo, mandarino, duraznero, quinotos y un ciruelo que daba ciruelas del tamaño de manzanas. Pasábamos tardes enteras juntando bolsas para llevarles a amigos y vecinos, porque se terminaban cayendo y enchastrando el pasto. Comíamos las frutas directo de la planta, a lo sumo una manguereada. Con los quinotos mi mujer hacía mermelada. Jamás fui dulcero ni ella gran cocinera, pero le salía exquisito.

Y el aire, fresco y limpísimo, cargado del canto de los pájaros a toda hora. De vez en cuando aparecían colibríes, y yo me quedaba hipnotizado, como con el fuego de la parrilla. Hasta el ruido insoportable de las chicharras era lindo en esa casa. Cuando el sol se escondía, empezaba el concierto. A veces cruzábamos al otro lado, la mitad oeste del Barrio, a ver la caída del sol sobre los campos. Anaranjado rabioso. Trabajaba y vivía rodeado de naturaleza, con la sensación de estar en un pequeño planeta de cuento. En Buenos Aires, conseguir un laburo y una casa así era impensable, salvo que ganaras un fangote, y ni siquiera. Todos estos años extrañé esa casa y esa vida, y no se lo dije a nadie. Estúpido cómo acumulamos cosas no dichas, como si creyéramos que no pesan.

La tranquilidad con que vivíamos en el Barrio no existe más. Dejábamos la puerta del zaguán abierta y cualquiera entraba con solo decir quién era. El auto con la llave puesta y las ventanillas bajas, con las cosas adentro. No se nos ocurría pensar que alguien pudiera meter la mano. Y aunque fuera imposible conocernos todos, todos nos conocíamos por el solo hecho de vivir ahí. Un sentido de comunidad natural, no forzado, que ni siquiera acá en Gualeguaychú hubo alguna vez. Tal vez cuando recién la fundaron.

Íbamos a la fábrica en un pool con mis compañeros. No tenía sentido ir en cinco autos, y en menos de diez minutos pasábamos a buscar a todos. Las distancias en el Barrio eran un chiste, más para mí que venía de Buenos Aires. Y desde que estábamos completos, hasta la planta eran ocho minutos exactos. Mi día era los jueves: me encantaban los jueves, con ese sabor a viernes anticipado. De tanto hablar al pedo nos hicimos amigos, y empezamos a jugar al fútbol, a ir a la pileta, a hacer asados en el arroyo o turnándonos en cada casa. Los chicos también se hicieron amigos y se juntaban a jugar a la hora de la siesta o venían con nosotros al club. Menos pelota a paleta, que se jugaba encerrado y no les resultaba tan divertido, se prendían en todas. Al lado de sus raquetas de grafito, estas paletas eran pesadísimas.

En los asados nos juntábamos varios matrimonios. Los hombres íbamos al lado del fuego a picar un salamín con queso, con un vasito de cerveza y vino. Charlar y hacerle la gamba al asador. Las mujeres se quedaban adentro preparando las ensaladas, hablando de sus cosas y entreteniendo a los chicos para cansarlos y que se durmieran temprano. Los tirábamos en cualquier lado y no jodían más. Después de lavar los platos, jugábamos a las cartas o a algún juego de mesa y, dos por tres, terminábamos peleados. Las parejas entre sí, quiero decir, cada uno con su mujer, porque para jugar nos dividíamos en hombres contra mujeres y, como ganábamos siempre nosotros, empezaban a reprochar cualquier cosa. Que les cambiábamos las reglas, que las apurábamos y no las dejábamos pensar, que hacíamos trampa… empezaba por ahí pero se enredaba y más de una vez las discusiones se pusieron ásperas. Que no estás nunca, que no te ocupás de los chicos, que fuera de la fábrica no hacés un carajo, y si las cartas terminaban en paliza, hasta que no las cogíamos bien. Igual nos cagábamos de risa, era un grupo fabuloso.

Ya instalados de vuelta en Gualeguaychú, me choqué de frente con la realidad. Recuperé amigos y cosas, pero lejos de lo que imaginaba. Había pasado el tiempo, y lo que pasa no vuelve. Había creído que no sería difícil, que volver adonde había nacido compensaría cualquier falta, pero me costó desprenderme de mis amigos de allá, de mis rutinas de ingeniero, de aquellos años felices, en colores. Debí haberlos llamado o visitado más seguido, pero apenas si volví a verlos. La manera en que se dio todo, las listas, los rumores, la razzia y la sola mención de la palabra «SOMISA» me hacían un nudo en el estómago. Tenía miedo de que el perfume a pasto, eucalipto y jazmín del Barrio me envenenara del todo.

Harry y yo

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