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3. Anda con otra

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Un día mi madre me llamó a la cocina y cerró la puerta. Nunca cerraba la puerta. Tenía los ojos grises cubiertos de agua y la voz le temblaba. Era fin de semana, a la hora de la siesta; yo había ido a Gualeguaychú de visita y estábamos solos. Mi padre trabajaba en las canchas y mis hermanos andaban por ahí con sus amigos. Se apoyó contra la mesada, con las manos agarradas adelante, los dedos estrujándose unos a otros. Parecía que le había pasado un camión por encima. Yo me apoyé contra la pared para tenerla de frente y atajar lo que fuera que iba a venir.

En cuanto abrió la boca, los ojos le explotaron y las lágrimas empezaron a correr como ríos por las mejillas. Me dijo que estaba mal, que hacía años que estaba mal, pero que ya no aguantaba más. La angustia se había vuelto insoportable y necesitaba saber. Se refería a mi padre y al desastre en que se había convertido su matrimonio. El entusiasmo de los primeros tiempos había quedado lejísimos, y más allá de nosotros, los hijos, ya no había nada. La relación se había gastado. Yo lo sabía desde los diez años, pero escuchar esa palabra de su boca me dejó helado. La dijo tras una pausa, y cada letra sonó en mi cabeza como si estuviera conectada a una alarma. No era una palabra cualquiera, ninguna palabra es una palabra cualquiera, pero esta era demasiado grande. Y pesada.

Los días en casa pasaban sin pena ni gloria y, no importa si estaba bien o mal, nos habíamos acostumbrado. Mis padres vivían peleándose. De vez en cuando se calmaban, treguas que arreglaban en voz baja encerrados en la pieza, ignorando que nosotros estábamos con la oreja pegada a la puerta, absorbiendo como esponjas lo que decían. Pero al rato todo volvía a la normalidad. Los reproches, las caras de culo, las horas sin hablarse o sin siquiera mirarse. El amor y compañerismo de los padres, los cimientos sobre los que se asienta una familia feliz, se habían ido de casa hacía rato. Nuestra familia tenía los días contados.

Necesitaba saber, había dicho mi madre, ¿pero qué cosa? No podía ser el desahogo de una esposa aburrida o frustrada. Y no habría cerrado la puerta para hablar de eso. Enseguida llegó al punto, la llaga que no paraba de arder. Los ríos de lágrimas seguían bajando desde los ojos rojos, hinchados. La sorpresa no fue la noticia en sí, sino cómo me lo contó. Estaba deshecha. Mi padre era un tipo inteligente, divertido, entrador, no le costaba nada hacer amigos. Mi madre también, pero ciertas cosas estaban fuera de su radar. ¡Cuidado, pecado, prohibido! Pero mi padre no, carecía de esa clase de frenos. Yo creía que a esa altura mi madre había aceptado esas «ciertas cosas» del matrimonio como parte del paisaje: llevaban más de veinte años de casados, era lógico que hubiera habido algún desliz, alguna aventura. Vista gorda, ojos que no ven corazón que no siente, y aquí no ha pasado nada. Un día había ocurrido lo que casi siempre ocurre, pensaba yo, lo habían hablado como adultos responsables que eran, y después del enojo, las disculpas y juramentos del caso, habían decidido dar vuelta la página y seguir. Pero, por lo visto, no había sido así. A cambio, había un quilombo enorme. Porque esta vez no era un desliz, los deslices mi madre ya se los había dejado pasar. Esta vez era una mujer con nombre y apellido, y se le había ido la mano. Lo habían visto en el auto con la mina en las calles de atrás del complejo. En Gualeguaychú se sabe todo. A mí me parecía raro que una tipa de cuarenta se pusiera a tomar clases particulares de matemática de segundo año, pero cada uno hace de su culo una corneta y no era un tema mío. Me los había encontrado más de una vez en el complejo, con los apuntes sobre la mesa, el termo y el mate. O una cerveza recién empezada sobre la ratona, cuando la tipa ya se había ido. Nada sospechoso. Para entonces mi padre tomaba lo que toma cualquiera, una botella de litro o un par de copas de vino; solo en los asados de la peña se ponía en pedo y hacía boludeces. Sí los había visto conversando después de clase en la puerta del complejo, cuando yo iba a visitarlo, pero jamás había preguntado. No tenía las ganas ni la viveza como para meterme ahí. ¿Qué se puede saber de esas cosas a los veinte años? Y como si fuera poco, vivía en el raviol de la inocencia: no creía que eso pudiera pasar en mi familia. Esas cosas siempre pasaban en otras familias.

La tipa era una linda mujer, y de joven seguro más. Pelo claro, cara angulosa y ojos muy azules. «Muy» por el tamaño, no por el color, que era el mismo de la mayoría de la gente con ojos azules. Tenía un aire extranjero. Polaco, ruso, de Europa del Este. Estaba casada con un tipo que tiempo después conocí porque mi padre terminó trabajando con él. Era mecánico dental y le pidió si le podía dar una mano en el laboratorio donde hacía las prótesis. Así como le daba clases a la mujer, podía ayudarlo a él también, ¿no? Mi padre tenía habilidad para los trabajos manuales y en casa un poco más de plata venía bien. Así que dijo que sí. Las cosas de la vida. El tipo tenía mínimo diez o quince años más que la mujer, un par más que mi padre, modales amanerados y un desinterés evidente. La vez que lo conocí, la Navidad más extraña de la historia, me pareció como si el tipo viviera a un par de metros de la realidad, hablando en un lenguaje inventado por él mismo y abducido por la fabricación de sus prótesis dentales. Ella todavía era joven y seguramente merecía algo más, sentirse deseada y protegida, tener a alguien con quien soñar con pajaritos de colores. Esa Navidad que pasé con ellos entendí mejor el cuadro. Sacando la sonrisa y el halo de buena onda que lo envolvía, el tipo no transmitía ni un milímetro de nada de lo que una mujer de cuarenta de Gualeguaychú pudiera esperar. Ni siquiera les prestaba atención a las hijas, dos nenas hermosísimas a punto de convertirse en adolescentes. Las clases de matemática con mi padre, pienso, un ingeniero retirado pero con las luces todavía prendidas, habrán regado de nafta su ilusión de mujer en lucha contra la resignación.

Pero todo eso vino después. O antes, quiero decir, antes de que yo me enterara y pasara lo que pasó. Cuando mi madre me llamó a la cocina yo no tenía idea. No me costaba pensar que mi padre se hubiera tiroteado con otra, que quisiera reemplazar la apatía de veinte años de rutina con los flashes de un encantamiento nuevo, y hasta que hubiera entrado en una relación paralela. De tanto ir y venir, las olas se terminan comiendo lo que hay en la costa. La sal es sal: muerde, corroe, gasta. Lo que no me entraba en la cabeza era que le hubiera hecho eso a mi madre. El puñal. Cuando la veía llorando por los rincones, porque de vez en cuando lloraba, de espaldas a nosotros para que ninguno la viera, pero nosotros la veíamos porque en una casa de familia se ve todo, cuando pasaba eso me costaba separar las cosas. La relación con la tipa ya no era un asunto de ellos dos; también me había traicionado a mí. Como padre, como modelo, como persona.

Angustiada y sin brújula, mi madre me puso contra la espada y la pared. Obviando detalles, me contó que no era la primera vez, que «ya desde San Nicolás…», y que ahora había una mujer a la que mi padre le daba clases particulares en el complejo. Que estaba desesperada y no sabía qué hacer. «Cualquier cosa que veas o sepas», me dijo apretándome la mano con fuerza, como un náufrago arrastrado por la corriente que se aferra a una rama providencial que sale de la orilla, «por favor, te pido que me la digas, porque así no puedo vivir». Eso sí lo entendía. La asfixia del qué dirán, la posibilidad de convertirse en el patito feo de los matrimonios, su hermana y todas sus amigas aún casadas, felices o infelices, eso qué importaba, atajar el puterío en un pueblo donde era quinientas veces más fácil soportar los cuernos que quedarse sola. Se hundía cada día un poco más, como si un hipopótamo le colgara del cuello.

No supe cómo reaccionar. Si abrazarla, callarme o salir corriendo. Abrazarla no era fácil, eso lo hacíamos de chicos cuando queríamos que nos diera permiso para algo. Callarme tampoco, yo jamás me quedaba callado. Y salir corriendo era de cobarde, y en esas cosas no arrugaba. Como fuera, no podía ser yo el que estaba ahí escuchando eso, en la cocina de mi casa. Tenía a mi madre a un metro, pero la veía como metida adentro de un televisor, hablándome desde la pantalla con interferencia y con la voz saliendo desde otra habitación. Estaba tan sacada, tan desencajada, que parecía que un muñeco negro hablaba a través de ella. Un ser infernal procedente de una caverna lejana, de la ultratumba de los muertos vivos, o de los vivos muertos. Lo único que me salió fue prometerle que sí. Que le conseguiría la respuesta. Televisor o no, ninguna de las historias que había visto y leído hasta entonces tenían un capítulo así. Ana Karenina quizá. ¿Qué podía hacer? ¿Qué tenía que hacer? No podía hablarlo con mis hermanos, ni con nadie. Mis amigos estaban lejos, en distancia y de los hechos. ¿Con quién se hablaban esas cosas? Estaba solo con una brasa al rojo en la mano, dispuesto a hacer lo que tuviera que hacer. El Superman de la familia. El todopoderoso, el que podía cruzar el planeta Tierra en segundos para impartir justicia y arreglar las cosas. Tenía claro que no iba a jugar al detective, estacionar a varias cuadras del complejo y colarme por la tranquera del fondo, a ver si los enganchaba. No. Iba a hacer lo único que sabía hacer: encararlo a mi padre y obligarlo a hablar con mi madre. Como ellos me habían enseñado, el toro por las astas. ¿Dije obligarlo? Bueno, así estaba yo. Superman.

Cuando mi madre terminó de contarme, di unas vueltas manzana para despejarme, pero no sirvió. Tenía una pelota de fuego en la cabeza. Me tiré en la cama, y no aguanté más que un rato. Así que me cambié, me monté en la bicicleta y fui directo al complejo. Con el cuero erizado como un lobo, pero temblando como una caperucita, crucé la puerta y me metí hasta la barra, donde mi padre estaba acomodando unas cosas en la heladera. Le dije que quería preguntarle algo, importante. Dejó todo y se levantó. Sin acordarme nada de lo que había ensayado mientras pedaleaba, lo miré a los ojos y le pregunté si andaba con otra mina. Y él, bajando la cabeza, dijo que sí. Solo que sí, y se largó a llorar, con el mentón hundido en el pecho. Como uno de esos esos soldados de las guerras de antes al que le acaban de atravesar el estómago con una lanza. Y después de ese silencio infinito, le dije, no le pedí, que esa misma noche hablara con mi madre. Y me fui. En unas horas tenía que jugar un torneo de pádel con mi hermano.

Otro día, todavía con un nudo en la garganta, mi padre me contó una historia de la que recuerdo solo una cosa: que lo que había hecho lo había hecho por boludo, y por cagón, por el terror de perdernos a nosotros. Todo lo demás, cuánto duró el cuento, qué otras cosas dijo de la mina y de mi madre, y qué hacía yo mientras me lo contaba, si lloraba, lo puteaba o simplemente lo escuchaba, está enterrado bajo toneladas de arena. Y, ahora, por más campo que haya al costado de la ruta, por más fuerza que haga, no logro traer a la memoria más que ese fragmento aislado. Pasaron ya quince años, pero estas cosas no se olvidan. ¿Cómo es que se me borraron? Sí tengo todavía fresco el abismo que se abrió entre mi padre y yo en el instante que admitió el engaño. Como en las películas, el piso se rajó y el héroe de mi infancia, el tipo intachable que me había enseñado la línea entre lo que está bien y lo que está mal, el padre del que me enorgullecía delante de mis amigos trastabilló y se perdió barranca abajo.

Y bastante después de eso —porque las capas geológicas de un terremoto tardan en asentarse— pensé que más allá de la humillación esa confesión aliviaba las cosas. Como si de un modo subterráneo mi padre hubiera deseado que yo cruzara la puerta para ayudarlo a decir la verdad, esa que se había tragado durante años y no se animaría a soltar nunca. Su revólver, pero en mis manos, con la autoría intelectual de mi madre, que subliminalmente me había empujado hasta ahí. Él dijo que había sido por cagón, pero en algo había sido valiente. Podría haber negado todo, dar rodeos o meterme un sopapo, pendejo insolente, que es lo que tendría que haber hecho. Pero se la bancó, porque el corazón le latía para otro lado y en casa las cosas no daban para más.

Para mi madre esa verdad significaba el divorcio. Por católica que fuera, no hay perdón para un pecado capital. Eran la ofensa y la vergüenza más grandes. Solo Dios podía perdonar algo así, por supuesto: es fácil perdonar lo que no te hacen, Allá Arriba, rodeado de nubes pompón y angelitos de azúcar. La separación fue la única vez en la vida que vi flaquear la fe de mi madre, cacheteada por la realidad. Ni siquiera cuando unos años después tuvo cáncer dudó de las buenas intenciones de Dios. Al contrario, redobló los rezos para cargarse de esperanza y curarse. Pero esto, ¿cómo podía haberle pasado a ella, que se había comportado de manera ejemplar como esposa, madre y feligresa durante tantos años?

La noche de ese domingo inverosímil estábamos todos en casa esperando que llegara mi padre. Como si fuera un día cualquiera, pero era el peor del mundo. Con mi hermano, encima, nos habíamos comido una paliza en el torneo. No pudimos ganar ni tres games. Pasaba el tiempo y mi padre no aparecía. Mi madre había lavado y guardado los platos, repasado la mesada, barrido el piso, y no sabía qué hacer. Intuía que yo había hecho algo, pero desde la charla en la cocina no habíamos hablado, más que el vengan a comer y lo del partido de pádel. Hasta el televisor estaba apagado. Por un momento pensé que mi padre no volvería, que se había tomado una nave espacial y no lo veríamos más. Pero unos minutos después la puerta de abajo hizo ruido. Vivíamos en un segundo piso y abajo no había nadie, así que cualquier ruido era nuestro. Tardó en subir, y los pasos no se escuchaban, como si tuviera miedo de partir el mármol de la escalera. Ni bien abrió la puerta, lo intercepté y les dije a los dos que tenían que hablar. Mi madre estaba parada a mi lado como un jarrón de flores secas; mi padre no alcanzó a sacarse el bolso del hombro. Fui a la habitación y me encerré. Puse mis cosas en la mochila y traté de dormir, tapado hasta el pelo, pero imposible. Cuando vi que no había más movimientos en la casa, salí para la terminal y me tomé el primer colectivo a Buenos Aires. Tenía plata. Y si hubiera podido tirar una bomba y desaparecer a Gualeguaychú del mapa, lo habría hecho.

Lo que pasó las semanas siguientes también está bajo montañas de arena. Cuánto tardó mi padre en llevarse las cosas y mudarse al complejo. Cómo fueron las primeras veces que volví a casa con mi madre y el más chico viviendo solos, porque mi hermano del medio ya estaba conmigo en Buenos Aires. Creo que a mi padre no fui a verlo hasta la cuarta o quinta vez. No tenía ganas. No me animaba. Como esas personas que uno conoce en una clase o en un cumpleaños, se me había ido la imagen de su cara. Los ojos, la nariz, la boca. Retenía únicamente su pelo castaño y finito cayéndole sobre la frente, con el resto de la cara borrada, aspirada por el vacío del precipicio.

Nada en la vida me costó más que perdonarlo, volver a charlar con él de cualquier cosa, como hacíamos antes. El dolor y la bronca habían desaparecido, pero ahora había algo peor. Decepción. La primera vez que lo vi post separación apenas pudimos hablar. La facultad, el pádel, algo mío. Por mentalizado que fuera, repitiendo como un mantra «Es tu viejo. Fue entre ellos. No con vos», no podía mirarlo a los ojos. Y él tampoco. Tenía la mirada seca, como de talco. El mate pasaba de sus manos a las mías, y de las mías a las de él, sin rozarnos. Cada uno calculando los movimientos con precisión de relojero. Dos puercoespines. Todos esos meses fue así. Y cuando finalmente me levantaba de la silla y me iba, satisfecho por el deber cumplido, triste por haberlo visto, lo saludaba con un beso rápido, porque el contacto de las mejillas me lastimaba. ¿Cuánto tiempo me llevó perdonarlo realmente?

La separación rompió un eje dentro de mí. Las cosas para siempre eran una fantasía. Ningún sentimiento podía ser eterno: ni el amor de esposos, ni la amistad, ni la fe en Dios, ni el amor entre padres e hijos. Nada puede durar toda la vida porque los humanos rompemos todo. Años después, cuando tropecé con la misma piedra que mi padre, las cosas empezaron a acomodarse, pero se había hecho tarde. «Experiencia en cuerpo ajeno no existe», decía mi abuelo, el Nono, y tenía razón.

Harry y yo

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