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10. Volver

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Pasó tiempo hasta que volví al Barrio. Ahí tenía a mis amigos de la infancia, los de la cuadra, los del club, los del colegio Don Bosco, los del grupo juvenil de la iglesia, y una novia recién estrenada, con la pólvora del arranque todavía fresca. Pero me costaba. A mi padre lo habían echado como un perro de la fábrica y me dolía, me daba bronca que los padres de los demás siguieran trabajando ahí. Y aunque estaba contento de haberme ido de San Nicolás y vivir en Buenos Aires, ese hecho me hacía envidiarlos, sentirme menos. De mi grupo de amigos, mi padre había sido el único en recibir el telegrama. Como si nos hubieran puesto una de esas marcas de la Edad Media con las que estigmatizaban a los malditos, los deformes, los indeseables. Y nos tuvimos que ir.

«Retiro voluntario.»

Retiro voluntario una mierda. Habían abierto la puerta de salida con esa etiqueta amable, pero antes habían señalado con el dedo a los que querían que se fueran. Y mi padre era uno de ellos, quizá porque nunca se callaba nada y el jefe lo tenía montado en un huevo. Di Giorno. El pelado Di Giorno. Inútil, chupamedias, forro. Un boludo a cuadros. Cuántas veces escuché esas palabras en las conversaciones telefónicas de mi padre con sus compañeros. Y seguro, conociendo cómo era mi padre, se lo había hecho saber de alguna forma. Pero por más boludo que fuera o más cuadros que tuviera, el tipo estaba por encima de él. Y esas cosas, las jerarquías, se respetan. Más en una fábrica con miles de empleados, donde los que están arriba son pesados en serio. Mi padre, no obstante, se creía a salvo. Se había hecho buena fama, era laburador, despierto, rápido, y no faltaba jamás. ¿Por qué iban a elegirlo a él? Pero llegado el momento, los enemigos recuerdan. Le tocó en la segunda o tercera tanda de la limpieza, y en unas pocas semanas ya estábamos a doscientos y pico de kilómetros de donde yo había crecido y pasado casi toda mi vida.

Ir al Barrio era chocarme con eso. Y más. Porque además de la fábrica, ahí se había producido la rajadura que años más tarde terminaría con la separación de mis padres y la familia reducida a una colección de portarretratos muertos. En aquellas primeras vueltas al Barrio todavía faltaba para el derrumbe, estaban entretenidos acomodándose a la nueva vida en Gualeguaychú, pero las cosas seguían deteriorándose y yo sabía dónde había empezado todo.

Nos habíamos ido a mis dieciocho. Hasta ese momento, yo llevaba la vida de cualquier flaco de esa edad. Me la pasaba todo el día con mis amigos en el club. Salía con mis compañeros del Don Bosco, con quienes me llevaba bien a pesar de la rivalidad Centro-Barrio, una pelea parecida a la de Capital-Interior pero a pequeña escala. Y también hacía mis deberes de novio flamante. Yo era medio lelo con las minas, pero me había ganado una muy codiciada. A las minas les gustaban los pibes educados que no se desesperaban por meterles mano a los diez minutos, o eso me parecía a mí, que además ni sabía cómo hacer. Hermano mayor de tres varones, desde el jardín hasta la secundaria encerrado en un colegio de curas, mi manejo con las minas era nulo. Demasiado respetuoso, demasiado correcto, con la idea del pecado atravesada en la frente. Todo lo que se me ocurría hacer me mandaba directo al confesionario. Hasta que empecé a ir a los cumpleaños de quince de las hermanas de mis amigos y las chicas del grupo juvenil, mi mundo solo consistió en seres humanos masculinos. Puro huevo, pelota y raqueta en el club. Jajá, jojó, che-boludo, mirá las tetas de esa o el culo de aquella, qué buena que está la viejita (y la viejita no llegaba a los treinta). Así era, tal cual.

Mi novia era una bomba, la primera mujer con todas las letras que me crucé en la vida. Antes había noviado con una chica del grupo juvenil, hermosa, delicada, casta y pura como yo, mi primer amor adolescente, pero no tenía nada que ver con esta. Parecía más una virgencita para la mesa de luz que una mina de verdad, y tenía la cabeza igual de quemada que yo con el tema del pecado. Mi novia nueva era explosiva, usaba el pelo negro larguísimo atado en una cola de caballo bien alta, musculosas apretándole las gomas, y pantalones de cuero. Había ido al colegio de monjas María Auxiliadora, primo del Don Bosco en versión femenina, pero hacía lo que se le cantaba. Yo todavía no había debutado con nadie y quería perder la virginidad con ella. Perder la virginidad, así figuraba en mi cabeza de entonces. Nos lo habíamos prometido, casi jurado, para el primer fin de semana que sus padres viajaran a Córdoba, donde tenían unos parientes. Ella se quedaría sola en casa, pediríamos unas pizzas, el hermano saldría a bailar hasta la madrugada, era más chico, así que podía convencerlo de que cerrara la boca, ¡y adentro!, toda la noche para nosotros. Como yo estaba de paso en San Nicolás, parando en casa de amigos, mi madre no iba a poder joderme con sus preguntas, tipo dónde me quedaba a dormir o a qué hora iba a volver. Lo mejor de haberme ido a Buenos Aires había sido cortar el cordón umbilical, dejar de reportar a cada instante dónde estaba, con quién y haciendo qué. Qué lomo tenía mi novia, por dios. Pero sobre todo las gomas, perfectas, del tamaño de dos pomelos pero dulces como melones, que era lo que más me gustaba de ella, porque mi primera novia era una tabla y con todo el mambo de la iglesia no había hecho más que acariciarla por los bordes. Lo demás era incitación del diablo, y estábamos de acuerdo. Tanto franelear de esa manera, todavía conservo la ondulación de sus costillas en la memoria de mis manos. Por suerte, un día las hormonas me despertaron. Sin embargo, nacida en medio de la movida del retiro voluntario, la relación con mi novia nueva no iba a durar. El amor todavía no había asomado la punta y yo andaba con todo ese mambo del estigma de la Edad Media; prefería irme a Gualeguaychú a salir con mis amigos de allá.

Era raro, se mezclaban muchas cosas. Ni bien nos fuimos de San Nicolás, sentí un fogonazo de alegría por debajo de la tristeza de dejar mi vida entera atrás. Sacando mi círculo del Barrio, ni la ciudad ni la gente me gustaban. Los planes de estudiar en Rosario se esfumaron con un par de averiguaciones de mis padres sobre las posibilidades de armar algo en Gualeguaychú que nos diera de comer. Así surgió lo del pádel. Y de un plumazo, pasé de irme a estudiar a Rosario con mis amigos a anotarme en la UBA solo, y tener que conseguirme alguien para compartir los gastos del departamento. Buenos Aires, la ciudad, tres mil veces más grande que el lugar donde me había criado y a la que había ido apenas dos veces con la escuela. Una visita al Planetario y otra al Unicenter, «el primer shopping de la Argentina». Pero así eran las cosas, yo todavía no decidía nada. Y más allá del miedo que me daba el cambio, que obviamente no le reconocía a nadie, estaba feliz de entrar en la Meca de las oportunidades, no importa si me cagaba de hambre estudiando Comunicación. Había cambiado mi elección de carrera a solo tres meses de terminar el secundario, contra todos los pronósticos, míos inclusive, que indicaban que sería un ingeniero como mi padre. Él y mi madre habían estudiado en Capital, y en su cabeza era el único lugar donde había universidades en serio. Al menos ese coletazo del retiro voluntario tenía sus ventajas. «Dios está en todos lados, pero atiende en Buenos Aires», tanto lo había escuchado y ahora iba a vivir ahí. Las grandes ligas. Volvía a donde había nacido y apenas vivido.

En Buenos Aires todo era enorme, vertiginoso, lindo. No lindo por limpio u ordenado, sino por novedoso. Bolsas de basura y tipos pidiendo en cada cuadra, autos tocando bocina como sordos, y gente yendo de un lado a otro apurada, malhumorada, a punto de rajarse a puteadas con cualquiera. Pero ahí estaba yo, en el centro del mundo, y eso era lo que quería. Las aulas, el banco, el supermercado, los cines, el gimnasio, las distancias entre un punto y otro, todo estaba hecho a escala gigante, desproporcionada. Los colectivos, jamás pude decir palabras como «bondi» o «chabón» sin sentirme ridículo, venían cada dos o tres minutos, una frecuencia de ficción para alguien acostumbrado a esperar mínimo media hora en la parada. ¿Qué sentido tenía correr un colectivo en Buenos Aires? Igual los corría, me costó meses anular el impulso de pegar un pique para no perderlo. Sentía que los ojos no me alcanzaban para absorber semejante cantidad de información, para entender los mecanismos y ritmos de una masa de cemento y células humanas descomunal. Había saltado de un barrio de mil casas a una de las capitales más grandes del planeta. De cinco mil conocidos a diez millones de NN. Me costaba abarcarlo hasta con la imaginación: todo quedaba lejísimos, para todo había que hacer cola, la gente te pasaba al lado como si fueras un poste, para cruzar la calle había que esperar que se prendiera el tipito, andar en bicicleta era un peligro. Todo exactamente al revés que en el Barrio.

Esta terapia de choque y asimilación me templó como el fuego templa una espada samurái. Y alimentó, sin que me diera cuenta, este aire de superioridad que me trae tantos problemas y que en su momento significó peleas fuertes con mis amigos. De esas que no te hablás hasta el día siguiente, aunque hubiera ido nada más que a visitarlos a ellos y salir de joda un rato. Ellos estudiando en Rosario, con los demás chicos dentro de un radio de cinco cuadras y las milanesas de mamá en el freezer; y yo en Buenos Aires, solo y a los codazos para encontrar un lugar decente en un aula con cuatrocientos alumnos. Unos escalones más arriba en la pirámide darwiniana de la sociedad, mientras ellos seguían volviendo cada fin de semana a la bolsa de canguro de papá y mamá. Hablaban del Barrio todavía como «casa» y, si les pasaba algo, en cuarenta minutos papi estaba tocando el portero, con las curitas en la mano. ¿No se daban cuenta de que era hora de dejar todo eso atrás? ¿Que nunca más iban a volver a vivir ahí? ¿Que la época de las camas cucheta se había terminado? En lo que yo tardaba en llegar de mi departamento hasta la cancha de River, ellos cambiaban de provincia. Yo era el que hablaba de cosas nuevas, del partido de la Selección, de los Sacoas de dos pisos, de los cines uno al lado del otro, de los recitales de Guns N’ Roses y U2, del famoso o la modelo que me había encontrado en la calle. Recuerdo el día que me crucé con Dolores Barreiro, me sacaba una cabeza. Había visto más que ellos, probado más que ellos, crecido más que ellos, y cosas que ellos me contaban con lujo de detalles, como si hubieran visto un ovni, me parecían boludeces. Sin gusto a nada. ¿Qué podía tener de alucinante una fiesta de estudiantes en Rosario? Si los que iban eran todos de pueblos de ahí nomás. Y si hacía algún comentario, o hablaba pronunciando las eses, era como si les echara ácido en los oídos. Me reputeaban. ¿Pero qué tenía que hacer, seguir hablando como un paisano? Para mí se equivocaban, por celosos o resentidos. Pero no, me equivocaba yo: el que había cambiado era yo, ellos seguían siendo los mismos de siempre.

Cuando después de tres horas y media de viaje el Chevallier doblaba a la derecha y se metía por la Avenida Central, me sacudía un cachetazo de extrañamiento. El pasado. El pasado pasado. Como si esa maqueta de pasto y casas bajas no hubiera sido mi vida durante quince años. Tardé cuatro meses en volver la primera vez. Ciento veinte días sin ver a mis amigos ni a mi novia, con quien hablaba todo el tiempo para aguantar el fierro lo más caliente posible, porque como me había dicho una vez el Nono «El fierro se dobla cuando está caliente», y yo estaba desesperado por doblar el fierro. Ciento veinte días en los que los chicos se habían visto mínimo tres veces por semana en Rosario, algunos siete de siete porque compartían departamento, y seguían juntándose los fines de semana en el Barrio para jugar al tenis, comer asados y seguir mamándose con tres Quilmes de litro cada uno, la medida que habíamos encontrado para entonarnos sin quebrar, en el bar de Angelito del centro, en la previa del boliche.

La pasaba bien allá, pero algo había cambiado y ya no se podía deshacer. No tenía las teclas Ctrl+Z de la computadora, no era una presentación del trabajo a la que podía ponerle las diapositivas como me diera la gana. Más que cambiado, algo había desaparecido. En el Barrio, asolado por la estampida de los retiros, y dentro de mí, que ya estaba en otro lugar. Físico y simbólico. Y por más que el calendario hubiera avanzado apenas unos meses, mi cronómetro interno marcaba otra cosa. Como si hubiera mudado de piel. El barrio inundado de sol y de verde y de flores de todos colores en las entradas de las casas, de calles con nombres de árboles y pájaros cantando a coro desde las copas de esos árboles plantados milimétricamente en cada vereda, con canchas de fútbol, básquet y tenis para jugar hasta quedar reventados, y con un arroyo serpenteante a todo lo largo donde andar en bicicleta, hacer picnics o pescar, el Barrio en el que había crecido y que me había hecho ser el que era, y que tantas veces había defendido en las peleas Barrio-Centro con mis compañeros de colegio convencido de que era el mejor lugar del mundo para vivir, porque de verdad lo era, ahora me parecía un páramo. Chato, lento, deprimente.

Hasta tenía otra cara, otra forma. La privatización había empujado a muchas familias a irse, como nosotros, o a rebuscárselas como pudieran. Aparecieron almacenes en los garajes, quioscos en las habitaciones con ventana a la calle (los chicos, que durmieran amontonados en la otra pieza), mostradores improvisados con puertas y caballetes y sábanas viejas a modo de mantel, heladeras y máquinas de cortar fiambre usadas, camionetitas Fiorino estacionadas en la puerta, suplantando a los Peugeot, Renault y Ford último modelo. En pocos meses el paisaje se llenó de pizarras y cartelitos con listas de detergente, pan, gaseosa, cerveza y queso port salut de oferta. Fábricas de tortas, heladerías. Serás lo que debas ser… o pondrás un quiosco. Y los niños, que antes se la pasaban todo el día jugando en el pasto o andando en bicicleta, ahora tenían que ayudar a papá y mamá en el «local». La consigna era zafar de la crisis, pero si todos estaban en la misma, ¿cómo salían de la rueda del hámster? Vos comprame esto que yo te compro aquello, era un pasamanos.

En la franja de césped que separaba los barrios 1 y 2, donde estaban las casas de los gerentes, de los barrios 3 y 4, donde vivía el resto de los mortales, ahora se levantaba un bodoque de viviendas prefabricadas. Un rasti de casas con techo de chapa y paredes color crema, plagadas de ventanitas a la manera de un rallador, construidas con el gusto de un edificio público, en contraste con la arquitectura de chalets distintiva del Barrio. Cuando el domingo pasaba de vuelta rumbo a la terminal, el sol cayendo detrás de ese mamotreto, agradecía al cielo y a la privatización que viviéramos en otro lado. Parecía que en unos años iban a empezar a rodar los fardos. La Avenida Central tenía más pozos que la luna y en el cantero del medio unos pocos mechones de pasto muertos de sed. En el parque de la iglesia, donde cada domingo jugábamos a la pelota, ahora había un ejército de árboles uniformados. Uno cada diez metros, plantados con precisión de escuadra para que a nadie se le ocurriera soltar una pelota. Como los bosques de las industrias papeleras. Si algo sobraba en el Barrio era pasto, ¿hacía falta? Ese era el campo de batalla entre «chicos» y «grandes», mi grupo de amigos y los que iban unos años adelante en el colegio. Perdíamos casi siempre, la diferencia de físico entre catorce y diecisiete era demasiada, pero empezábamos cada partido con la emoción de una final del mundo. Y la fantasía de correr más rápido que ellos, patear más fuerte que ellos, jugar con más viveza que ellos.

Hasta el Hotel Colonial, eternamente fastuoso a la entrada del Barrio, justo ahí donde doblaba el Chevallier, mostraba sin vergüenza las miserias de la crisis. Tuvieron que meterle millones para revivirlo, mangueados a los clubes de fútbol grandes que se alojaban ahí durante la pretemporada de verano. Igual, nunca recuperó el esplendor de los ochenta, cuando un casamiento en el Colonial era la aspiración y la envidia de todo San Nicolás y alrededores.

Y nuestra casa.

Las primeras vueltas al Barrio no anduve por ahí, me alojé en lo de uno de mis amigos, que vivía cinco cuadras antes. Pero tiempo después, cuando me decidí y bajé esas cinco cuadras, no la reconocí. Le habían hecho algo al frente y las persianas, ¿lijado, blanqueado?, o capaz que no le habían hecho nada y por eso parecía venida abajo. No hubo una sola vez que pasara por el 3200 de la Central sin que se me hiciera un nudo en el estómago. En mi casa ahora vivían otros. Mi infancia y mi adolescencia todavía rondaban por ahí. Los colores, olores, sabores y sonidos de quince años, adheridos a esos ladrillos rojizos de un modo que solo yo podía captar. Como esos mensajes cifrados de los espías.

Con anotaciones y dibujos de su puño y letra, ayudando a los albañiles como un obrero más, mi padre había construido ese garaje donde tantas veces comimos asados, jugamos al ping-pong o vimos películas. Nuestra casa era el lugar donde se juntaban todos. Mis amigos y los amigos de mis padres. En una de aquellas pasadas estuve a punto de tocar la puerta para pedirle a esa gente que me dejaran entrar. Estiré el brazo hasta el timbre, pero lo retraje como si el botón estuviera electrificado. ¿Qué iba a decirles? ¿Que quería pasar a ver mi pieza o los árboles del fondo? ¿Que una vez hacía siglos había perdido un muñequito, a ver si lo habían visto? ¿Explicarles que el garaje servía para mucho más que guardar el auto? ¿Pedirles que le dieran una mano de pintura y no la dejaran descascarar porque ahí habíamos vivido nuestros días felices como familia? Ahora el que manejaba su Renault por la Central no era mi padre sino yo. Aminoraba la marcha para absorber cada detalle, más despacio que a paso de hombre, casi sospechoso. Pero después de aquella vez del timbre, no pude poner más un pie en esa vereda. Habían dejado crecer la ligustrina del frente y desde la calle no se veían los jazmines y los rosales de cuatro colores. Rojos, rosados, blancos y amarillos. Quizás ya no estaban más, quizás la mamá no los regaba ni podaba con la paciencia de la mía. ¿Cuántos chicos tenían? ¿Había alguna hermana como me habría gustado tener a mí? Y al mayor, ¿le habían dado el privilegio de dormir en la buhardilla, o la usaban para amontonar mugre?

Del modo que fuera, enfrentarme a ese mundo anterior me hacía bien. Y algo que al principio no creía posible había ocurrido. Podía ir y volver sin sufrir el lastre. Quería a mis amigos, ¡eran mis amigos!, pero no los extrañaba ni lamentaba que no fueran parte de mi vida de todos los días. Era como si me hubieran metido en un tacho de acero inoxidable y galvanizado contra la distancia. Tenía corazón, había sentido el desgarro, pero mi presente y mi futuro relucían tanto que no había lugar para otra cosa. El Barrio y ese mundo se habían terminado. El yo de esos años se había terminado. Tenía el cerebro hirviendo de pensamientos nuevos, por la facultad y porque sí, el pelo hasta los hombros y el cuerpo el doble de ancho de tanto ir al gimnasio. Me había ido del Barrio hecho un fideo, sin un solo músculo a la vista, y ahora estaba camino a convertirme en patovica. ¡Boludo, estás grueso!, me decían mis amigos. Yo sacudía la cabeza, un poco porque que me daba cosa que me miraran con lupa y otro poco por falsa modestia. No había comparación entre un gimnasio de Capital y uno de Rosario. ¡Estás reinflado, chabón!, y me pellizcaban los tubos. El otro día, acomodando fotos viejas en casa, encontré una en el Ñandubaysal con todos ellos. Posábamos «trabados» al borde del agua, con la línea del horizonte al fondo. Menos mal que el tiempo pasa y ya no tengo esa melena asquerosa, ni ando con las venas de los bíceps saltadas por arremangarme la remera.

Las visitas siguientes fueron más espaciadas. Dos o tres veces al año. Iba y no salía, nos quedábamos en la casa de alguno y chupábamos ahí. No visitaba a nadie, hacer cumplidos me había empezado a dar fobia. Algunos se quejaban. Que me había agrandado, que me había olvidado de dónde venía, boludeces así. Pero los kilómetros eran los mismos. Ellos podían tomarse un colectivo a Buenos Aires igual que yo a San Nicolás. No lo entendían. Creían que era su derecho, y mi obligación, que yo fuera para allá, porque el que se había ido era yo. Ellos pertenecían a esas casas y calles, y como nos habíamos criado juntos, yo también. Así pensaban. Y se ofendían de que ciertas cosas me resultaran indiferentes. Que se me hubieran borrado de la cabeza nombres, lugares y hasta anécdotas de vacaciones. El Barrio era demasiado chico, ahora que estaba en Buenos Aires me daba cuenta de que había vivido en un raviol. Menos quería encontrarme con alguna gente, más me los cruzaba. Y lo que no tenía que ser más que un saludo al aire, de ligustrina a ligustrina, o a lo sumo un apretón de mano si venían por la misma vereda (el beso porteño entre varones era inviable), me resultaba insoportable. Se frenaban para saludarme como si fuéramos íntimos, incluso gente que no había tratado nunca. «Ey, porteño, ¡tanto tiempo!» «¿Qué tal la cityyy?», así, con las yes estiradas. «¿Seguís haciéndole al tenis?» «¡Estás groso, eh!» Y dale con eso. Y yo tenía que contestarles que sí, que Buenos Aires estaba bueno, que al tenis casi nada pero al pádel bastante, y que había empezado el gimnasio pero no era para tanto.

No lo hacían de falsos, sino por esa cosa compulsiva de los pueblos de hablar con cualquiera, más si saben que ya no vivís ahí. Como si tuvieran necesidad de que te acordaras de ellos. Un amigo fue a India y me contó que la gente en la calle te pide sacarse fotos con vos, pero no con su cámara sino con la tuya, así te queda su imagen como recuerdo. Con el correr de las visitas al Barrio le agarré la mano; aminoraba la marcha, sonreía y usaba las palabras justas: «Acá paseando», «Espectacular», «Un poco, sí», «¡Gracias!». Pero otras veces los flacos se bajaban de la bicicleta o del auto y no podía seguir de largo. Había aprendido, por presión del deber ser y de mis propias exigencias, a ser un encanto, el chico más educado del mundo, un señorito como decía mi abuela, con la sonrisa pintada en la cara desde que me despertaba hasta que me iba a dormir. Cortarles el rostro era de sorete. Igual, yo pensaba: ¿qué tiene que ver que no nos hayamos visto en años si jamás viniste a casa a tomar la leche ni nos saludábamos? Además, mi memoria social fue siempre un charco. Sufría tratando de juntar caras con nombres o recordar qué me unía a esa persona. Algunos, con la bicicleta apoyada contra un árbol como si fueran a quedarse media hora hablando, revivían con lujo de detalles sucesos de los que yo ni siquiera me acordaba. O no sabía siquiera si había sido yo. Por lo visto, en la mudanza se habían perdido más cosas que mi primer tubo de pelotas Wilson y el libro del Principito que me había regalado el Nono para mi cumpleaños de ocho.

Cuando lograba escaparme de los chicos, nada fácil porque andábamos para todos lados juntos, salía a dar una vuelta solo por algunas calles que me gustaban. A patear piedritas y aspirar el aire inconfundible del Barrio, salpicado de olor a eucaliptos, a flores y a pasto recién cortado. Y pasar por la casa de mi primera novia, la del grupo juvenil. Imposible olvidarme de esa esquina, la única del Barrio con el perímetro hecho de troncos. Tardes y noches enteras sentados en esos palos grises, pulidos como porcelana por años a la intemperie. Con sol, con frío, con lluvia, con un tornado si hubiera pasado alguno. Toneladas de charla sobre los temas que hablaba cualquier parejita de adolescentes. Yo tenía catorce, ella quince, y andábamos con esa cosa del «cuerpo como templo del Espíritu Santo». Años de lavado de cerebro en el Don Bosco, rematado ahora con mi participación en esa secta de Niños Cristianos del Bien que era el grupo juvenil. Pasábamos horas apretando, enroscados como víboras, pero no se nos pasaba por la cabeza toquetearnos. Todo iba por encima de la ropa, o con el dorso de las manos, o con guantes, pero las yemas y los labios directos sobre la piel, salvo en los besos, estaban prohibidos. Era la tentación de la carne, lujuria, pecado capital. Y no nos animábamos a hacer la gran Adán y desafiar al destino. El Diablo espiaba atento, y Dios peor. «Me voy», le decía yo; «Sí, mejor andate», me decía ella, y seguíamos pegoteados una hora más. No sé qué le pasaba a ella en el cuerpo, pero a mí los huevos me explotaban en el slip, y cuando llegaba a casa tenía que correr al baño a hacerme una paja. Eso también era pecado, pero no me importaba, era menos grave que lo otro y mis tiernos huevitos estaban primero. Además, para eso se había inventado la confesión. Entonces me la hacía, pero la presión y el dolor seguían. Me costaba sentarme a la mesa, y apenas distinguía el sabor de lo que tenía en el plato. En la cama no sabía cómo poner las piernas. Rezaba unos Glorias para que a Dios se le pasara la bronca, y a mí el dolor de huevos, pero me aparecían flashes con mi novia, yo metiendo mano por todos lados, deteniéndome justo en los fierritos del corpiño, como si fueran a darme una descarga. Y así se me iban las horas sin dormir.

Lo más traumático de esas vueltas al Barrio fue, años después, encontrarme con los padres de mi amigo muerto. Uno de los más cercanos, inseparables desde que agarramos la raqueta hasta los veintisiete, esa edad rara en que mueren las estrellas de rock. Un jueves de marzo de 2001 volvía de San Nicolás a Rosario en su camioneta de CTI Móvil, quiso esquivar una rueda suelta de un colectivo y se reventó contra un puente. Fui el primero en enterarme, era la una y media de la mañana cuando sonó el teléfono en mi departamento. Yo estaba escribiendo un discurso para el presidente de Arcor, que tenía que hablar en un congreso de supermercadistas del Mercosur. El policía al otro lado de la línea, con esa voz de aeropuerto que ponen cuando tienen que informar algo, me preguntó si yo era yo. Le dije que sí y me dijo que me había llamado primero porque era el único número de teléfono en la billetera del accidentado. Me preguntó si sabía cómo ubicar a los padres, porque lo estaban trasladando al hospital. Quise saber cómo estaba. «Tuvo una colisión fuerte, pero está fuera de peligro.» Nunca escuché palabras tan mentirosas. Llegó al hospital muerto. Los padres no alcanzaron a verlo, iban en camino junto con la novia, a quien le había avisado otro de nosotros, que salía seguido con ellos en Rosario. Antes yo había intentado comunicarme a la casa de los padres. Me acuerdo de que conté cada ring con la esperanza de que el teléfono estuviera roto, y cuando la secuencia llegó a siete se cortó y saltó el contestador. Respiré. ¿Qué habría hecho si levantaban el tubo?

En las primeras visitas después del accidente pasaba a saludarlos acompañado de algún amigo. Solo no me animaba. Ninguno estaba preparado, pero yo menos, que para los padres era la sombra viviente de su hijo muerto. «Culo y calzón», como decían nuestras madres. No hay calculadora capaz de contar la cantidad de horas que pasamos juntos en su casa o en la mía, en el club, en los boliches, en los torneos de pádel, en las vacaciones. Por cómo me miraban los padres de mi amigo al recibirme, parecía que estaban ante una alucinación. No alcanzaba a darle un beso a la madre, que se deshacía en lágrimas, doblada del dolor. Y al lado de ella, sosteniéndola o sosteniéndose él mismo de la mano de su mujer, el padre de mi amigo, tratando de aguantar el golpe con su cara de querubín recién afeitado, su sonrisa resquebrajada y sus ojos muertos. Despegado de la realidad como esas figuras de cartón de los actores que hay a la entrada de los cines. En conversaciones con mis amigos, me contaban que tardaron más de un año en sacar el plato vacío de la mesa. Y cuando estuve ahí, vi que en cada mueble había un portarretratos de él: con la familia, con la novia, con nosotros, en una cancha de tenis, con la cabeza llena de harina y huevos el día que se recibió. Hasta arriba de la heladera había uno: mi amigo en primer plano, los ojos azules clavados en el corazón de la cámara, rebosantes de vida.

La primera vez que los visité después de la tragedia, los padres me mostraron la casa como si no la conociera o pensara alquilarla, y vi que todo estaba igual, salvo por un detalle: el aire no se movía, nada respiraba ahí adentro. Como un bandoneón roto. Y yo siguiéndolos por pasillos y habitaciones como un zombi, diciendo las frases hechas más trilladas de la historia, con ganas de que un ninja se descolgara del techo y nos matara a todos.

Los años pasaron y se me hizo cada vez más extraño caminar por esas calles, sentirlas parte de mí. Y las postales que en las primeras visitas creía imposibles de remover, como si fueran ventosas, se fueron quedando sin presión, aflojando hasta despegarse del todo, como las ventosas que eran. Y se perdieron en la corriente de la desmemoria. El nene de cinco andando en karting a rulemanes por la Avenida Central, el púber de doce vestido con equipo de gimnasia azul y blanco del Club SOMISA, listo para jugar Interclubes, el banana de dieciséis probándose una camisa del padre con la que irá a la fiesta de quince de la chica que le gusta, a ver si la deslumbra.

Volver al Barrio era eso. Todo lo que era y ya no es. Todo lo que ya no es y sigue siendo.

Harry y yo

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