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9. En cochecito por avenida Santa Fe

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Estaba por cumplir los treinta cuando nació el primero. Mi mujer, veintiocho. Una buena edad de los dos, aunque muchas parejas los tenían antes y nosotros veníamos buscando desde hacía rato. Yo estaba sin laburo, todavía estudiaba, la carrera se me había estirado de más, y no teníamos el mapa claro. Pero eso sí lo sabíamos bien. Queríamos una familia, el resto ya veríamos cómo acomodarlo. Los chicos vienen con un pan bajo el brazo.

A mi mujer le costó quedar embarazada. Cuatro o cinco años en los que probamos de todo. Nos cansamos de desfilar por el consultorio de Nicholson, el capo en fertilidad de entonces. Había más cola que para ir a la cancha. El tipo tenía una fe ciega en la ciencia, y en sus propios métodos, pero hasta él parecía resignado. No había pirueta que no hubiéramos probado y la cosa seguía sin prender. Es inconcebible buscar un hijo durante tanto tiempo y ver pendejas de trece años que se embarazan a la primera de cambio. Y cuando ya habíamos perdido toda esperanza y empezábamos a pensar en la vida sin hijos, sin saber cómo carajo seguir adelante, juntos o separados, al menos yo pensaba eso porque la frustración era tan grande que me había partido al medio, justo ahí mi mujer quedó embarazada. Íbamos a tener un hijo. Y con toda esa revolución que vino con la noticia, me juré terminar la carrera. Con el título de ingeniero en la mano tenía que conseguir laburo pronto, en el diario había avisos de fábricas de todo el país pidiendo a gritos un ingeniero industrial. Pero me faltaba ritmo, llevaba diez años dando vueltas por las aulas, y ahora encima tenía la cabeza en cualquier parte. Pero ya se iba a solucionar.

Yo quería un varón. Primero, un varón. Para correr, jugar al fútbol, ir a ver a River, todo lo que había soñado durante los años de espera. Después me daba igual si nene o nena. Y nació varón y fue la locura. Locura por partida doble. Por la felicidad y por el sufrimiento, porque nació sietemesino. Fuimos corriendo a la clínica Marini y cuando salió de la panza, a las nueve menos veinte de la noche, lo mandaron derecho a la incubadora, donde pasó unos días interminables.

Ahí estaba, minúsculo, conectado a un montón de cables. La pulserita con el nombre le bailaba en la muñeca, del grosor de un pulgar mío. Al principio no podía dormir, y cuando lograba pegar un ojo me despertaba a los dos segundos con la sensación de que no lo vería nunca más. Entonces, sin importar si era horario o no, corría desde la habitación 461 a la sala de neonatología; y si bien no era más que un ratoncito, cuando lo veía respirar el alma me volvía al cuerpo. Porque no era un ratoncito sino un pichón de león peleando con uñas y dientes por seguir vivo. Sin dientes ni rugido, porque la incubadora y toda la sala eran una caja hermética donde no volaba ni una mosca, pero yo podía escucharlo. Con el tiempo iríamos descubriendo la fuerza de ese leoncito. Una energía inagotable para cualquier cosa que hiciera, derivada de ese hecho capital en su vida, las primeras semanas que durmió con la muerte soplándole la nuca. Y ahora esa hija de puta otra vez, empecinada, de aquella incubadora a esta habitación helada.

Cuando se puso bien y lo llevamos a casa fue una fiesta. Habían pasado diez días exactos del parto. Desde aquel momento ese número, el diez, se convirtió en un talismán y entendí por qué era el número de las cosas perfectas, el número definitivo, el número de la vida. El número de la camiseta del Beto Alonso campeón del mundo en el 86 con la banda roja. Al final de ese día glorioso de finales de octubre que llegamos los tres a casa, me senté en el sillón del living con mi mujer mirando la cuna donde estaba nuestro hijito, ya para siempre con nosotros, y experimenté una plenitud que jamás creí que pudiera existir. Silencio, música, calma, electricidad, todo amalgamado en una mezcla surreal. Como la danza de la flora y la fauna submarinas, como el cántico de mil hinchadas juntas. Como nada que hubiera conocido. Ya no más vigilia en la clínica, empujando el segundero, tragando desesperación. Los primeros días en casa, sin embargo, me venían fogonazos de la incubadora y tenía que correr a la pieza para ver si respiraba. Y sí, respiraba. Y yo tenía todo el tiempo del mundo para estar con él, por encima de la presión de los apuntes de la facultad, de la necesidad de conseguir un trabajo, de mi mujer, de los amigos, de River y de todo lo que hasta ese momento me importaba. No había país, no había continente, no había más universo que el que se dibujaba un metro a la redonda de mi hijo. Como si lo hubieran trazado con un compás saliendo de su ombligo. Cargados de cosas nuevas, los días eran como una piñata de cumpleaños. Mi mujer y yo girando alrededor de nuestro pequeño sol. Y ahora, a años luz de ese octubre de 1973, las imágenes se me escurren entre los dedos como arena fina, y aunque apriete los párpados, no puedo retenerlas. Ya no me quedan fuerzas ni para gobernar un pensamiento.

Recién volví a la normalidad cuando empecé a sacarlo a pasear. Hasta ahí me la había pasado encerrado en el departamento, bajando a la calle para comprarle algo a la madre o al bebé. Vivíamos en Barrio Norte, con la avenida Santa Fe a dos cuadras. Toda la vida callejeando, y después de unos meses guardado, nuevamente feliz de perderme entre la gente y respirar el aire agitado de la capital, derrapando por la vereda con mi hijo. Todo me parecía un juego. Más allá del agotamiento y las preocupaciones, tan palpables como el barral del cochecito o las baldosas flojas de la vereda, la vida era alegre, divertida. Le calzaba su camisetita de River, lo envolvía en una manta, le ponía en el cochecito un muñeco o una pelota de algo, y salíamos. Me daban ganas de morfarlo, de masticarle los cachetes hasta caer desmayado. El desafío era completar la vuelta «a salvo». Uriburu, Santa Fe abajo hasta la 9 de Julio, cambio de vereda y vuelta por Santa Fe, Callao a la derecha hasta Pacheco de Melo, y de ahí subir hasta Uriburu, nuestra calle. En total, unas treinta cuadras, yendo a toda velocidad, sin rozar a nadie ni frenar, salvo en los semáforos. Cada roce o frenada descontaba un punto y quemaba una de las diez vidas con las que salíamos. Perdidas las diez vidas me imponía alguna prenda, no comer picada o tomar cerveza por equis tiempo, y si llegaba a la bandera a cuadros con siete o más vidas me daba un gusto. Como con los exámenes de la facultad. Dos veces logré cerrar con vuelta perfecta, puntaje intacto. La primera salimos a comer a Los Años Locos y la otra me compré una agujereadora nueva y un juego de herramientas.

Llegar invicto a casa era una proeza. Tenía que ir atento al bebé, a los defectos del piso, a la gente que aparecía por todos lados. Mujeres cargadas de bolsas, grupos de estudiantes ocupando todo el ancho de la vereda, tipos de traje apuradísimos por llegar a Tribunales. Moverme rápido y esquivar, igual que en los jueguitos electrónicos que enloquecerían a mis chicos una década después. No tenía la cintura de mi padre, tantos años de esgrima lo habían vuelto un mimbre, pero me las rebuscaba. De a ratos parecía una misión imposible: la vereda atestada de gente, las mesas de los cafés, los tachos de basura, los quioscos de revistas, los repartidores en bicicleta, y yo sin la posibilidad de frenar porque perdía puntos. Pero la promesa que le hacía a mi hijo al poner un pie afuera del departamento, «Hoy ganamos, pichón», me prendía todos los radares. Tenía que poder. En plena carrera, él sacudía la cabecita con el aire dándole en la cara. Era marzo o abril y el calor fuerte ya había aflojado, a la tarde el sol era una delicia. Cuando agarrábamos velocidad, pataleaba enloquecido con el rrrrrr de las ruedas sobre el serrucho de baldosas, y los brazos me temblaban. Aun sin músculos puedo sentir ese cosquilleo. Si veía el camino despejado, corría. Corría como un loco. Y si él era feliz, yo no tenía palabras.

No sé si hubo algo en toda mi vida que disfrutara más que eso. Mi pichón y yo volando juntos por Buenos Aires. Con todo el mundo por delante, por arriba, por abajo y por los costados. Sin facultad, sin mujer, sin amigos, sin mar ni montañas ni nada. Porque cuando salíamos a dar esa vuelta no había nada más. En esos momentos, el alma se me despegaba del cuerpo y veía a un tipo de treinta años paseando a su hijito por una de las mil calles de la ciudad, inadvertidos, microscópicos en el ida y vuelta rabioso de la urbe, y al mismo tiempo inmensos, más grandes que todas las galaxias juntas, en el polo opuesto de esta cama de hospital vencida. ¿Sentirá todavía mi pichón bajo la piel el mapa de aquellos paseos? La gente levantaba la vista y sonreía: un tipo zigzagueando a todo trapo en la corriente de peatones, y un bebé con camisetita de River batiendo piernas y brazos como un ventilador. La simbiosis máxima, urgente y graciosa, los dos envueltos en el humo denso de los caños de escape y el aroma ligero de los cafés, ese que creí que había en cualquier ciudad grande pero que mi hijo me contó que no hay en ningún otro lado, porque en Nueva York y en México y en Bangkok la gente, los autos y la comida cargan el aire de la calle de un olor diferente.

Y de pronto el alma volvía a bajar, a metérseme en el pecho, y sentía la felicidad de las cosas simples. Llegaba a casa empapado de transpiración y le pasaba el bebé a la madre para que le diera la teta. Y derecho a la ducha. Después, unos mates o una cerveza helada y a esperar que se durmiera. Un rato tranquilo para nosotros. Hablar de algo y dejar que el reloj cruzara al día siguiente, donde todo empezaba otra vez. Como si las veinticuatro horas que acababan de pasar no hubieran existido y hubiera que crear el mundo de cero.

Harry y yo

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