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5. Ruleta

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«Se está dejando morir. No esperen milagros.» Eso nos había dicho el neumólogo el miércoles a la tarde, al cuarto día de internación, mirándonos desde sus ojos celestes impasibles, sin mover ni las cejas, agregando que atendía «decenas de casos así» al año y que el cigarrillo era el arma que muchos elegían para no tener que hacerlo de otra manera.

«Chicos, las placas muestran un daño irreversible, es cierto. Pero puede que termine zafándola, nunca se sabe a ciencia cierta cómo reaccionará el paciente.» Y esto nos decía el clínico a la mañana siguiente, con expresión amigable.

El diagnóstico era igual de dramático, pero las perspectivas, la puerta que dibujaban uno y otro, no coincidían. El primero filosófico y lapidario, el segundo sencillo y esperanzador. ¿A cuál de los dos creerle? Con mi hermano necesitábamos prepararnos para algo, una señal de para dónde agarrar. Las radiografías eran las mismas, con las manchas blancas diseminadas por todos lados, ¿por qué tan distinto, entonces? Crudeza versus esperanza, sobre la misma lámina de plástico mirada a trasluz. ¿Eran pronósticos científicos o una proyección del ánimo con que andaba cada uno ese día? ¿O la precaución de cuidarse el culo, de uno, y la compasión ante dos chicos desesperados, del otro? El clínico lo había visto mejor las últimas horas. ¿Pero era cierto? Hay gente que la pelea con uñas y dientes, decía, con todo lo que tiene y hasta lo que no tiene. Incluso sonreía al hablarnos. ¿Por qué no podía repuntar, haber un milagro?

Prepararnos. Agarrar para acá o para allá.

Cuando al día siguiente le comentamos al neumólogo lo que pensaba el clínico, para ver si la puerta que había dibujado se abría un poco, levantó los hombros y nos dijo que le creyéramos a quien quisiéramos. La concha de tu madre, ¿así se les contesta a los hijos de un tipo que se está muriendo? Odio a los médicos. Se creen dioses, mediadores entre la vida y la muerte, pronuncian sus veredictos como letra en piedra y la pifian como cualquiera. Como un albañil que levanta una pared torcida o un abogado que revisa a las apuradas la cláusula definitoria de un escrito. Se llenan la boca con su misión salvadora y cuando vas al consultorio ni te tocan. Usan la birome y el sellito más que el estetoscopio. Pacientes como artefactos apilados en un taller, máquinas descompuestas que hay que arreglar, desoxidarlos y echarles un chorrito de aceite y de vuelta a la calle, vamos, no joda que usted no tiene nada. Les encanta que los persigas por los pasillos suplicando «¡Doctor, doctor, un minutito!», y cepillarse el ego como el pelo de una muñeca. Virus intrahospitalarios, patologías nuevas, cepas resilientes y en mutación, te dicen cualquier cosa. Hasta un resfrío tiene riesgo de muerte. Cuando el que se está muriendo es tu padre, esto se vuelve inaguantable. Que se metan la poesía en el orto y agarren el cuchillo como un carnicero cualquiera, que es lo que son. Cuando el neumólogo dijo lo de creer lo que quisiéramos tuve ganas de denunciarlo por mala praxis, de escracharlo en el diario de mi abuela, de romperle esa cara de ojos celestes impasibles. Yo, que jamás le pegué ni a un bollo de masa, pero me aguanté. Las cosas no estaban como para complicarlas.

Posible o no, con mi hermano queríamos creer en el milagro. Debíamos. Para no abandonarlo, para quedarnos tranquilos de que estábamos haciendo la mejor fuerza. Dicen que eso se siente. ¿Quién era ese médico como para negarnos la providencia de un milagro? ¿Qué había visto en la radiografía que lo dejaba tan seguro? A nosotros no nos explicó nada. Los milagros de Dios no me importaban: pensaba en la naturaleza humana, en las cosas que salen en los diarios todos los días. Se derrumba un edificio entero y una semana después encuentran un bebé ileso. Un motoquero se mete bajo un camión a doscientos por hora y se quiebra apenas un par de costillas. ¿Y si los pulmones de mi padre estaban destinados al noticiero? Estaba obligado a sostener la vela de la esperanza, no importa con cuánto viento en contra. Pero al mismo tiempo sabía que era irremontable. Por la radiografía, por la dureza del médico este y porque veía con mis propios ojos a mi padre tirado en la cama. Iba y venía en ese péndulo. Las esperanzas de mi hermano, en cambio, parecían intactas. Optimista acérrimo, se negaba a aceptar el discurso terminal del neumólogo. Actuaba como si nuestro padre fuera a levantarse de la cama en cualquier momento y tuviera toda la vida por delante. Yo lo miraba y envidiaba esa fe, ese entusiasmo, y al minuto siguiente me enojaba semejante ingenuidad. ¿No se daba cuenta? ¿O se daba cuenta pero inclinaba el péndulo para el lado que nos ayudaba a seguir luchando? Coincidíamos en el pragmatismo, eso sí. Para no volarnos con el barrilete de la ilusión necesitábamos pensamiento práctico. Un «manto de realidad», como le gusta decir al más ácido de mis amigos, que nos pusiera a hacer lo que teníamos que hacer. Considerando el peor escenario, porque si las placas tenían razón, en pocos días se acababa.

Unos meses antes de la internación yo había llamado a mi padre para ver cómo le habían dado unos estudios. Un poco con la intención de ayudar y otro poco por culpa, yo le pagaba la cuota de la medicina prepaga. Me sentía con derecho a saber, a exigirle que fuera al médico. Él se negaba con evasivas de todos los colores, pero le rompí tanto las pelotas que terminó aceptando. Para no tener que escucharme más o quizá porque a él también lo perseguía la culpa. En fin. Cuando le pregunté por los resultados me dijo que todo bien, salvo «una cosita» en los pulmones, algo normal en un fumador de años. Respuesta escueta, desinteresada. Le pedí que me leyera el informe, le hice unas preguntas y no sé si se lo inventó o qué, pero me sonó convincente. Contestaba con la suficiencia de un viejo profesor, usando terminología sacada del papel. Lo felicité y le prometí que a la noche abriría un vino por la noticia. ¿Pero cómo iba a estar bien con lo que fumaba y chupaba? ¿Acaso se había preparado para mi llamada anotando las respuestas? Y yo decía que mi hermano era el ingenuo.

Más allá del manto de realidad de mi amigo, con mi hermano todavía discutíamos qué sí y qué no. Hacíamos conjeturas sobre las probabilidades de que uno u otro panorama, médico malo y médico bueno, fueran verdaderos. Si pasa esto, tal cosa; si pasa lo otro, tal otra. Como si estuviéramos en condiciones de resolver algo. ¿Pero qué más podíamos hacer que mirar el techo y esperar? Más que trámites, nada. No éramos más que un doble par de ojos, oídos, piernas y manos en asuntos totalmente fuera de nuestro alcance. Como sea, mandó el pragmatismo y nos preparamos para lo peor. Desde el primer parte médico, la muerte se había instalado entre nosotros y no podíamos sacarle la vista de encima. La teníamos enfrente, jadeando, con los dientes afilados.

El proceso de ver-morir-al-padre entraba en la cuenta regresiva. Como en una ruleta, alguien había cantado «no va más» y se cerraban las apuestas. Y sobre la cuadrícula del tablero, toneladas de fichas negras. Yo escrutaba el paño por los cuatro costados, rogando que hubiera quedado algún casillero libre, así poníamos nuestra solitaria ficha blanca, al menos una posibilidad en treinta y siete; pero la maqueta permanecía intacta como si fuera de roca. No hay conejo ni galera contra la magia de la muerte.

En realidad, el proceso de despedida —qué manera ridícula de llamarlo— se había desatado mucho antes. Como un glaciar que día tras día va perdiendo agarre y, después de largos meses o años, sufre una pequeña rajadura. Y esa rajadura, eléctrica y sigilosa, se extiende por el frente de hielo, metros y kilómetros, hasta un instante con fecha y hora exactas en que lo parte simultáneamente por todos lados, y el glaciar se derrumba. Con la muerte pasa lo mismo. Abstracción, entelequia pura, nadie ignora que al final del camino está el cajón y que en un momento determinado la muerte se vuelve sólida como un objeto cualquiera. Se despereza, dice basta y se acabó. Para nosotros, la rajadura del glaciar había sido la tarde que encontramos a mi padre temblando en el departamento.

Llegamos a la clínica en el auto de mi hermano. Ahí se había atendido la última vez y era la que teníamos más a mano. Tampoco íbamos a andar eligiendo. En los pueblos conviene dejar las aspiraciones colgadas del gancho que está a la entrada: Bienvenido a Gualeguaychú. Sírvase dejar sus expectativas de porteño agrandado en este punto. Que disfrute su estadía. Al minuto de anunciarme en la recepción, un enfermero de guardapolvo verde salió por la puerta empujando una silla de ruedas. La bajó a la calle, la puso del lado del acompañante y junto con mi hermano sacaron a mi padre del auto. Una ráfaga de viento helado entró por el pasillo y trajo la tierra suelta de afuera. Mi padre no dijo nada al ver la silla. Saludó al enfermero y le hizo una seña con la cabeza. «Ojo con los pies, que me duelen», le pidió. Tenía los tobillos hinchados y los cordones de los zapatos desatados. El Negro, médico y amigo de mi padre de toda la vida, ya nos estaba esperando ahí. Lo habíamos llamado desde el departamento. Nos hizo una seña con la mano, le dijo algo al enfermero y los acompañó a los dos hasta la sala de rayos. En Gualeguaychú lo conocía todo el mundo. Nosotros, por más apellido que tuviéramos, vivíamos afuera y nadie nos iba a tender una alfombra.

Nos quedamos en la recepción, dictándole los datos de alta al encargado. Hacía poco que a mi padre le habían dado el carné del PAMI, estaba lustroso. Después de años de pelear con el Estado para que le reconocieran un plus de antigüedad por trabajo insalubre en fábrica, había conseguido la jubilación. Igual para qué, si jamás pisaba un consultorio. Y como había tenido la suerte de que ninguna enfermedad lo volteara del todo, lo consideraba innecesario. Los resfríos se le iban solos, los dientes manchados y los hematomas de los brazos parecían no importarle. El flaco de la recepción era un imbécil. Nos preguntaba diez veces cada cosa y tardaba un siglo en cargar la información, y ni siquiera levantaba la vista para mirarnos. Clavaba los ojos en la pantalla y dejaba los dedos quietos sobre el teclado, mientras nos reclamaba papeles y fotocopias que aún no teníamos porque acabábamos de entrar. Yo me mordía la lengua y lo dejaba contestar a mi hermano, que para esas cosas tiene más paciencia. Sacando las calenturas del tenis, pocas veces en la vida me enfurecí tanto como ese día. Pero qué iba a hacer.

Terminamos el ingreso y nos fuimos al sector de espera de la sala de rayos. Al rato salió un tipo joven y petiso con Crocs azules en los pies y un sobre en la mano. Las radiografías. Le pregunté cómo habían dado y me dijo que esperara, que tenía que buscar al médico de guardia para darnos el parte. Esa iba a ser la muletilla favorita de médicos, enfermeras y personal administrativo durante toda la semana: «Aguarde un momento, por favor». Para cambiarle el suero, para que le trajeran calmantes, para ajustarle la máscara de oxígeno, para ayudarlo a ir al baño, para llamar al neumólogo, para que nos llenaran el puto termo de agua caliente. Un «momento» de cinco minutos o media hora. Para todo, esperar, esperar, esperar.

La habitación que le asignaron era un cuadrado deprimente de tres por tres. Las dos paredes laterales pintadas de blanco, y la del fondo, gris. En la pared gris había empotrada una caja con perillas y un caño que sostenía un tubo plástico de oxígeno, lleno de marquitas y arañazos, como si lo hubieran agarrado las ratas. De una especie de perchero de metal con dos orejas colgaba la bolsa del suero, cuyo interior goteaba rítmicamente. La pared que daba al pasillo era un panel de vidrio cubierto con cortinas traslúcidas de techo a piso y una puerta enchapada blanca con una ventanita para mirar adentro. La cama era un armatoste de caño beige con planchas de fórmica en la cabecera y los pies. Más de hospital no podía ser. Del respaldo salía una lámpara dirigida al pecho del paciente y un soporte donde las enfermeras enganchaban la mascarilla de oxígeno. A los pies de la cama, una manija para regular la altura, sin ningún cable ni botón. Tenía la pintura saltada y lunares de óxido en la parte de la soldadura. El baño era prolijo. Un inodoro con tapa nueva, un lavatorio del tamaño de un bol para ensaladas y un espejo con botiquín, todo recién desinfectado. La pelela y el papagayo estaban en un rincón junto con un balde y trapos con olor a lavandina. Cuando abrí la canilla por primera vez, el agua salió con la fuerza de un vómito, y al cerrarla sentí cómo se retorcían las cañerías dentro de la pared. Tuve miedo de que los azulejos se despegaran y tener que bajar a darle explicaciones al tarado de la recepción. Por las dudas, ni los toqué.

Ahí habían puesto a mi padre.

En el silencio de la habitación podía escuchar el rumor de conductos bombeando aire y líquidos, aparatos sacando placas, médicos haciendo preguntas, enfermeros moviendo frascos, cocineros revolviendo ollas, y también pasos de gente y ruedas de mesas y sillas corriendo de un lado a otro por los pasillos. Y a mi espalda, detrás de una puerta corrediza que no cerraba nunca, el depósito del inodoro perdiendo agua. Completaba el equipamiento un par de sillas plásticas verdes para las visitas, de esas que hay en el patio de cualquier casa. Y nada más. Ninguna segunda cama, ningún sofá, ni siquiera un mísero almohadón. Pasar la noche ahí iba a ser una tortura.

La internación había empezado bien, con esperanzas. A las ocho de la noche, apareció el clínico de guardia de la obra social, un tipo de mi edad, treinta y pico, vestido con pantalón de gimnasia Adidas y buzo azul de los complejos de vacaciones Med. En dos minutos le hizo un chequeo y le auscultó el pecho. Le dijo, nos dijo, porque en la habitación estábamos los tres, que iba a darle unos antibióticos y que le haría controles frecuentes para ver si la infección de los pulmones remitía. «Remitía», esa palabra usó. Que a partir de ahora mi padre se iba a tener que cuidar en serio y que como mínimo pensáramos en una internación de unos cuatro o cinco días hasta que pudiera respirar mejor, y después ya seguir con tratamiento domiciliario. «Son procesos largos, hay que tener paciencia.» Era el mismo médico que lo había visto unas semanas atrás cuando el Negro decidió internarlo por su cuenta. Mi padre se agitaba solo de respirar. Pero esa vez lo tuvieron un par de horas y lo largaron tal como había entrado, sin más indicaciones que un cuídese. El médico de pantalón Adidas se despidió diciendo que hablaría con el neumólogo para validar el tratamiento y que, ante cualquier diferencia, primaría el criterio del otro por su condición de especialista. De todos modos, dijo que estábamos ante un cuadro de EPOC cuyo tratamiento era de libro, salvo alguna variación que pudiera introducir el médico tratante.

El neumólogo pasó una hora más tarde y se presentó únicamente con el apellido. Era un tipo de unos cincuenta años, ojos claros y pelo enrulado gris, y, según nos dijeron, uno de los dos mejores de la ciudad. Igual, ¿cuántos podía haber? Llevaba jeans, pulóver y remera, ambos con escote en V, por donde asomaba un tupido vello canoso, y zapatillas deportivas blancas. La explicación que encontré para que se vistieran tan mal fue que estábamos en pleno invierno, en horario de guardia un domingo a la noche, y en Gualeguaychú. Entró a la habitación con expresión seria y nos saludó con una mano tibia, resbalosa, como de pescado. Le hizo unas preguntas a mi padre, examinó cómo respiraba y le dijo que ordenaría disponer un equipo de oxígeno en la habitación. Por las dudas. Le pidió que se concentrara exclusivamente en hacer los deberes: comer y descansar. Mirar un poco de televisión y nada, NADA, de preocuparse por lo demás, para eso estaban él, todo el cuerpo médico y nosotros, los hijos. Ahí nos dirigió una mirada rápida. Después le levantó el brazo izquierdo para chequear que las aplicaciones del suero estuvieran bien sujetadas, le palmeó el hombro suavemente y salió. Nosotros corrimos detrás de él como si se hubiera robado algo. Le preguntamos cómo lo veía y acentuó su semblante severo. Dijo que la situación era muy complicada porque la función pulmonar estaba drásticamente disminuida. Le comentamos lo que había dicho el clínico y nos confirmó que habían hablado por teléfono antes de entrar a verlo. Estaban de acuerdo en el diagnóstico y el tratamiento a seguir. Y más con tono de advertencia que de solicitud, nos dijo: «Déjennos hacer nuestro trabajo y acompañen a su padre, que también es importante». Quedó en pasar todos los días. Setenta y dos horas después nos diría que la cosa no daba para más. Lo de «se está dejando morir» y «decenas de casos así». Desde el principio, quizás desde antes de pisar la clínica, el tipo había manejado el reloj para que nos hiciéramos a la idea de que no duraría mucho. Él también lo había atendido antes, conocía al detalle el cuadro. Empezaba el inútil desfile de médicos y enfermeras que agitaría salas y pasillos durante toda la internación, hasta la madrugada del domingo en que mi padre no respiró más. Una coreografía bien ensayada para atenuar el remordimiento y mostrar que hacían todo lo humanamente posible, como les encanta decir, y de ese modo ayudarlo, y ayudarnos, a cruzar la raya sin tanto dolor.

Cuando los médicos nos dejaron solos, le trajeron la comida y mi padre picó algo. No nos preguntó nada de lo que habían dicho. Miró un rato la televisión y se quedó dormido. Esa primera noche nos quedamos con mi hermano despiertos como búhos, sentados en las sillas de plástico verdes, con la cabeza apoyada contra la pared, sin poder hablar.

Harry y yo

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