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11. No, no, tampoco

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En casa no se hablaba de los temas importantes. Pero no era algo de mi familia en particular sino de toda esa generación de padres. En lo de mis amigos pasaba lo mismo. Hijos de padres y nietos de abuelos que los hacían levantar la mano para decir algo en la mesa de los grandes, parecían no poder sacarse de encima ese yunque. Y muchos años después, ya con sus propios chicos, las charlas directas padre-hijo sobre cuestiones profundas, o complejas, seguían siendo una rareza. Se habían criado en casas donde los mayores solo les hablaban para darles instrucciones; conversaciones cortas, funcionales, del tipo hiciste la tarea, adónde vas, o dejate de joder que te reviento. Las cosas cambian, por supuesto, de lo contrario seguiríamos clavados en los usos y costumbres de los neandertales, pero uno cría como lo criaron.

No se hablaba de política. Salvo para las elecciones, cuando era inevitable no contaminarse. La política les pasaba por el costado como si no tuviera nada que ver con sus vidas, como si se estuvieran discutiendo las consecuencias del derretimiento de los glaciares en el Ártico o el impacto ambiental del metano de los mega arrozales asiáticos. De tal palo, tal astilla: no me importa en lo más mínimo quién gobierna el país ni cómo está armado el gabinete. En reuniones con clientes me siento perdido cuando hablan de tal o cual apellido, dando por descontado que cualquiera los conoce, y yo no sé si se trata de un ministro o de un galán de telenovela. Además, no veo televisión.

Mis padres tenían ciertas inclinaciones políticas, para variar, opuestas, pero como de eso no se hablaba, la discrepancia no traía problemas. A mi madre le gustaban los radicales, con Alfonsín a la cabeza, era la época de la vuelta a la democracia; y a mi padre los peronistas, Luder, Menem, cualquiera del palo justicialista. Pero a excepción de alguna consigna suelta, ninguno tenía la más remota idea de sus plataformas de gobierno. ¿Para qué? SOMISA y el Barrio eran tan una burbuja que no parecían afectados por los destinos del país. Mis padres metían los dedos en la urna por la obligación de votar, no por ganas, y según la impresión que les causaban los candidatos: pinta de buen tipo o de mafioso, sabe hablar o tartamudea, se viste prolijo o como un sindicalista. Peleaban en tantos frentes que parecía que la afinidad de cada uno con su «partido» era una motivación adicional para plantarse en la otra vereda: colegio laico o religioso, comprar al contado o en cuotas, invitar a los amigos a casa o ir a la de ellos, darnos permiso para ir a tal lugar o no. Mi padre no entendía nada de tejido o cerámica, pasatiempos de mi madre cuando no tenía que ocuparse de nosotros, y ella no entendía nada de deportes ni de fútbol. Apenas si sabía que cuando la pelota pasaba entre los palos era gol, o, de tanto verla en pantalla, y porque los tres teníamos nuestra camiseta, que los jugadores de blanco con franja roja eran los de River. Con tan poca cosa en común, ¿cómo habían llegado a casarse? ¿Cuál era el pegamento? ¿La voluntad de criar hijos? ¿La inercia de los mandatos? ¿El miedo a quedarse solos?

No se hablaba de sexo. Ni de mujeres. Éramos tres hermanos varones; lo lógico habría sido que nos contaran cómo acercarnos a una chica, cómo tratarla, cómo entrar en el delicado universo femenino, modo en que lo podría haber puesto mi madre si un día nos hubieran sentado a hablar. Nada. De ella era esperable: era mujer, y con tres varones, seguro no había sabido cómo meterse en el tema sin que le saliera el tiro por la culata. ¿Pero mi padre? Él sí tenía pito, leche y electricidad en los huevos. Era su responsabilidad. ¿Le daba vergüenza o tampoco sabía cómo encararnos? Ya todo quedó muy atrás, pero no recuerdo haber tenido una sola charla de este tipo. Para peor, íbamos al Don Bosco. Desde el jardín de infantes hasta la secundaria rodeados de curas, aleccionados por la verba empalagosa de los evangelios y rematados con clases particulares de catecismo. Y más tarde, el adoctrinamiento estricto y algodonoso del grupo juvenil de la iglesia. Años enteros sin cruzarnos con una mina. Por exagerado que suene, fue así. Las hermanas de mis amigos no contaban, ni las mirábamos. De chico seguramente mi padre se las había tenido que arreglar solo, aunque dudo que al Nono se le pasara por alto al menos una charla iniciática, en esas cosas estaba adelante de su generación. Anyway. Las palabras coger, forro o paja, y ni hablar los actos, estaban prohibidas, remachadas con siete clavos arrancados de la cruz de Nuestro Mismísimo Señor Jesucristo. El «temor de Dios» y la omnipresente culpa católica gobernándolo todo. Donde manda capitán… Y los sábados a la tarde, todos de la mano a misa a bañarnos en la catarata de advertencias del cura. Y como si semejante parafernalia de disuasión no alcanzara, ahí se erigía como un patovica el sacrosanto hábito de la Confesión, al que los curas y mi madre, sintonizados como si hablaran a diario, nos empujaban, mínimo, dos veces al mes. ¿Cómo iba a surgir una charla de sexo bajo semejante cielo condenatorio? Mi padre ni siquiera nos enseñó que había que tirarse para atrás la pielcita del pito, para que no se quedara pegada. Cada vez que se me corría, sin querer, porque hasta donde yo sabía no había que tocárselo más que para mear, me ardía de tal manera que andaba preocupado todo el día. En la parte de abajo de la cabeza había una tirita de piel que parecía a punto de cortarse. Y no me animaba a contarle a mi padre, ni preguntarle nada, capaz que se lo decía a mi madre y pensaban que el ardor era por haber hecho algo que no debía. Otra vez la culpa machacando como una gota china.

La primera paja que me hice fue en el vestuario del club. Me enseñó uno de mis amigos, que tuvo pelos y semen mucho antes que el resto. Había descubierto el mecanismo y estaba feliz, como si le hubieran traído una raqueta importada. Enseguida vino a contarnos. Esas intimidades, guardadas, no tenían valor alguno, era como si no existieran. Lo mismo pasaría unos años después con las minas: el mayor placer no era cogértelas, sino contárselo a tus amigos. La paja prendió como una epidemia. Nos sacudíamos antes y después de jugar, todo el día, y hacíamos competencias a ver quién aguantaba más sin acabar, a quién le saltaba más rápido, quién escupía más cantidad y quién llegaba más lejos. Nos apoyábamos contra la pared para que nadie hiciera trampa, poníamos las ojotas para medir, y dale que va. Así estábamos por esos días y a ninguno se le ocurría pensar que éramos unos pajeros. ¡Éramos los machos del universo! Y cuando llegaba a casa me metía en el baño y le daba otro poco, o tirado en la cama, siempre haciendo ruido con alguna otra cosa, picar una pelota, mover el dial de la radio o pasar las hojas de un libro, para encubrir la agitación. En su momento creía que los engañaba, especialmente a mi madre (mi padre no era problema, entendería), pero dudo que ella no supiera, porque cuando yo salía del baño o bajaba la escalera caracol desde mi buhardilla haciéndome el boludo, me miraba callada. Ella, que siempre tenía algo para decir. Lo del baño debía resultarle llamativo, porque yo jamás perdía tiempo en el inodoro, tenía incluso récords de entrar, cagar y salir en cuarenta y cinco segundos.

No se hablaba de drogas ni del sida. Amansados tan de chiquitos con los preceptos de la Iglesia, los diez Mandamientos y toda esa maquinaria de frenos que imponía la religión, pensarían que no hacía falta. En esos años, el sida arreciaba y las campañas de televisión invitaban a los padres a hablar con sus hijos: «La información es la mejor prevención» y eslóganes por el estilo. Pero mis padres miraban para otro lado. Éramos los chicos más más más obedientes del mundo. Y como en casa se leía poco y se discutía mucho, esos temas quedaban supeditados a que alguno de mis padres los pusiera sobre la mesa. Cosa para la que nunca había ganas o tiempo. La noche era el único momento en que estábamos todos juntos y ellos estaban cansados. Las conversaciones no iban más allá de repasar las novedades, casi siempre las mismas, y prepararnos para el día siguiente. Mi padre con los líos de la fábrica y mi madre con el bocho incinerado por tener que ocuparse de nosotros. ¿Qué ganas podían tener de entrar en aguas profundas? En el fondo, creo que pensaban que si no se hablaba de algo no ocurría. Onda «No saben, no pasa» o «No avivemos giles». Sobre todo, mi madre. No se iba a meter ahí y luego no saber qué decir. Mi padre era menos consciente, más irresponsable. Simplemente le debería parecer innecesario. Parte del crecimiento, que averigüen y se curtan solos.

De lo que sí se hablaba era de los vicios. Sus vicios: el cigarrillo y el alcohol. Muy complicado, porque no eran precisamente un ejemplo. Habían fumado desde chicos. ¿Cómo mi madre, tan correcta y pulcra, había agarrado ese hábito apestoso? Porque todo el mundo fumaba. «Todo el mundo», su frase comodín. Y así como a los trece te ponías pantalones largos o empezabas a usar corpiño, a esa edad prendías un pucho. Era parte de lo mismo. Y porque no sabían que hacía mal. Así nos decían y me costaba creerlo, porque para cuando hablábamos de esto ya se sabía que el cigarrillo era un veneno. Después mi madre lo había dejado, su voluntad de hierro puede contra todo. Un cigarrillo menos por día y en un mes y pico ya no los tocaba más. Mi padre también había dejado. Y vuelto, y dejado, y así varias veces. Después de unos meses de triunfo versus la nicotina, conquista más de mi madre que suya por todo lo que le rompió las pelotas, un día mi padre le dio una pitada al pucho de un amigo y al carajo los laureles. ¡La cara de mi madre cuando le sintió olor! Mi padre se defendió, que una pitadita, que no pasaba nada, que ahora lo podía manejar. Pero no, no podía manejar nada y se la pasaba escondido por los rincones, abriendo ventanas y agitando el aire con la mano para correr el humo. Como todo exfumador, mi madre se había puesto imbancable, así que también peleaban por eso. Y por el alcohol, el otro diablo de la casa. Ella tomaba, pero poco, y mi padre, mucho. Todos los días abría alguna botella. Ella se servía un poco más en el vaso para que la botella se acabara y él tomara menos, pero mi padre iba a la heladera y abría otra. O le tomaba lo que ella tenía en el vaso. Con el tiempo fue peor. Se cansaron de arruinar reuniones familiares y con amigos, que terminaban yéndose para ahorrarse el disgusto. Nos mandaban a dormir, pero desde la pieza se escuchaba todo. Después, mi madre pasaba por la puerta para asegurarse de que no nos habíamos enterado, y los tres enterrábamos la cabeza en la almohada como avestruces.

A medida que acumulaban frustraciones, más difícil se les hizo hablar. Del cigarrillo, de la botella, de lo que fuera. Apenas uno colocaba mal un adjetivo, todo se iba a la mierda. Lo que sacamos en limpio, lo que nos repitieron hasta el cansancio como si en eso sí estuvieran de acuerdo, fue que jamás se nos ocurriera fumar. El pucho mataba de a poco: achicaba los pulmones, impedía jugar a los deportes y dejaba un aliento horrible. Y eso a las chicas no les gustaba. ¿Y entonces por qué fumaban ustedes? Ya les dije, mis queridos, porque eran otras épocas y nadie nos había dicho que hacía mal. Los padres de antes no se preocupaban como ahora, y si no fíjense lo que está le costando a su papá dejar de fumar. ¿No lo escuchan toser a cada rato? Sí, ma, lo escuchamos. Bueno, júrenme entonces que nunca van a aceptar una pitada de nadie, por más amigo que sea, ni de ninguna chica linda que les dice que le encantan los chicos que fuman. Y no lo dejen fumar a papi. Desde ese momento, cada vez que le preguntamos si había fumado, mi padre nos mintió sistemáticamente, aunque el olor a dentífrico lo delatara. Arengados por mi madre, nos habíamos convertido en pequeños perros policía, así que mi padre se escondía de nosotros también.

Se hablaba de educación. No de la Educación con mayúsculas, la del colegio o la futura universidad (y si hay algo que teníamos claro era que a los dieciocho nos iríamos a algún lado a estudiar, nada de soñar con una carrera de tenista), sino la educación de todos los días. Saludar como corresponde, hacer caso a los mayores, evitar las malas compañías, comer lo que te sirven en el plato, honrar y regar la amistad, no «cometer pecados» (esto, mi madre), ser generosos, valorar lo que se tiene y ser personas agradecidas. Diferenciar lo que está bien de lo que está mal, lo justo de lo injusto, y lo que te gusta que te hagan de lo que no. Para eso no había diplomas y ahí sí que valía la pena invertir palabras, ejemplos, moralejas. Se volvían monotemáticos, pero sirvió. Aprender de memoria el libro con el que se escriben todos los demás, porque son los primeros ladrillos los que dictan cuán derecha quedará la pared.

Y se hablaba de plata, por supuesto, como en toda familia de clase media que tiene que ajustarse para llegar a fin de mes. Vivían hablando de plata porque se repartían la responsabilidad sobre los gastos, y eso nos llegaba como el vaivén de las olas, que nunca cesa. El sábado después de que mi padre cobraba el sueldo, se encerraban la mañana entera en la pieza a sacar cuentas. Definían cuáles eran las prioridades y qué cosas podían esperar. Nosotros los escuchábamos detrás de la puerta. En eso casi no discutían: mi madre la tenía clarísima clasificando gastos. Sus famosos «paquetitos». Los armaba con banditas elásticas y un cartelito de a qué correspondían. De esos cónclaves, que esperábamos con ansiedad multiplicada, salía la decisión de comprarnos una raqueta nueva, una bicicleta o alguna pilcha para usar en los torneos. Lo de cambiar el auto y las vacaciones eran temas recurrentes: había que separar un poco cada mes para engrosar debidamente ese paquetito. Con la break Renault estuvieron juntando como tres años. Guardaban la plata en una caja de zapatos escondida arriba de todo en el placar, adonde solo se podía llegar con escalera, y cuando la caja estuvo completa la llevaron tal cual a una concesionaria en Rosario. Fuimos ahí porque a San Nicolás no llegaban tan rápido los modelos de autos nuevos.

También en eso eran monotemáticos. Nos explicaban cada gasto, incluso los insignificantes, llamándonos la atención sobre esto o aquello. El dinero era algo que debíamos cuidar, cuidar como el aire que respirábamos, porque se escurría fácil, como si tuviera alas, algo hecho de plumas y no de papel. Eran tiempos de la hiperinflación. Yo no entendía qué era eso, pero sabía que podía hacernos perder lo que teníamos. Y lo sufría. Tenía mi plata ahorrada que ganaba dando clases de tenis en el club y la usaba para comprarme cosas que mis padres no me iban a comprar. Por ejemplo, zapatillas de marca. Una tarde salí rajando al centro, una hora y pico en colectivo desde el Barrio, para comprar mis primeras Nike, las Nike Air que en ese momento hicieron furor y ahora volvieron a ponerse de moda. Yo había llamado a la mañana temprano al local para averiguar cuánto costaban, «cuatrocientos mil pesos» me dijeron, y pedirles que me las guardaran hasta la tarde. Pero cuando llegué me dieron el nuevo precio: quinientos cincuenta mil. Les dije lo del llamado de la mañana, pero me respondieron que no podían hacer nada, que eran solo empleados y el dueño estaba de viaje. Salí del negocio y me fui a tomar el colectivo de vuelta, queriendo irme a vivir a otro país.

Harry y yo

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