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2. Enamorado de otra

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Aunque haya pasado el tiempo y ya no quede nada por delante, aunque hayan transcurrido mil vidas, no puedo quitarme de la cabeza aquel domingo, porque fue el día más triste que viví. Nadie puede saber con certeza algo así, qué día una cosa y qué día otra, pero yo sí, porque ahí empezó todo esto que ahora está por terminar. Ya no soporto nada de lo que hay en esta habitación, las sábanas con olor a lavandina, la bandeja de la comida, el papagayo para mear, ni a los médicos y enfermeros con su pantomima inútil. Agradezco que ya se me hayan acabado las fuerzas hasta para levantar los párpados. Solo quedan los recuerdos, que viajan dentro de mi cabeza a una velocidad inaudita, eligiendo la ropa con la que vestirse. Como si acaso importara.

Era verano, el sol estaba cayendo, pero hacía un calor insoportable. En Gualeguaychú la humedad multiplica la densidad del aire. Yo ordenaba unas cosas en el complejo de pádel; antes de cerrar me gustaba dejar todo listo para los turnos de la mañana. No había demasiado que hacer, los domingos eran tranquilos y la fiebre del pádel ya había pasado. Más que nada, dar una barrida por el bar, acomodar las mesas y revisar que las luces estuvieran apagadas y las canillas cerradas. Asegurar puertas y ventanas, correr las cortinas y prender la alarma. Ya había desenchufado el equipo de música, en unos minutos me iba. Afuera se escuchaban los autos y motos acelerando en la calle; el complejo quedaba a unos kilómetros del centro y a esa altura la Urquiza se convierte en ruta. Estaba agachado reponiendo unas botellas de gaseosa cuando escucho que alguien abre la puerta con un estampido. Las botellas se me resbalaron y cayeron contra el piso de la heladera. Había dos posibilidades: ladrones o mi hijo mayor, que vivía a doscientos por hora. Fue lo segundo, y a la luz de lo que se desató ahí, habría preferido cien veces que hubieran sido los chorros.

Mi hijo venía con la paleta bajo el brazo, vestido como para jugar, pero no me saludó con su gritito habitual, «¡Harry!», y en su cara faltaban los dientes de la sonrisa. Dio una vuelta de llave a la puerta y se quedó del otro lado del mostrador. Jamás había hecho eso. Algo había pasado. No tuve tiempo de adivinar. Apoyó la paleta en el mostrador y desde ahí nomás, sin preámbulos ni anestesia, me preguntó si yo andaba con otra mina. «Decime una cosa y no se te ocurra mentirme: ¿vos andás con otra?» No dijo «pa» en ningún lugar y trituró con la mandíbula los signos de pregunta. Dijo esas trece palabras y se quedó mirándome. En el segundo que tardé en reaccionar repasé todas las respuestas posibles, respuestas que había ensayado hasta el cansancio para cuando mi mujer me preguntara, pero aquel día, ante mi hijo, no pude articular otra cosa que un «sí» aterrorizado. Una de las palabras más simples y preciosas que existen, SÍ, la palabra con que se aceptan las cosas de la vida, la palabra que habilita, la palabra con la que las personas se ilusionan, se acompañan y sueñan. La palabra mágica de los amigos y los esposos. En cambio, pronunciada ahí, de esa manera, me llenó de un miedo y una impotencia abismales. Y no pude explicarle nada, no pude decirle que no andaba con otra mina sino que me había enamorado de otra mujer. Tenía los ojos puestos sobre los míos como nunca los había visto. Incrédulos, implorantes, inquisidores, asesinos. Agujas de estupor y de sombra clavadas en mis pupilas. «Entonces, hoy mismo, cuando llegues a casa, le contás a mami y se arreglan. Porque por culpa tuya está hecha mierda.» Y tratando de aguantar la firmeza que había logrado hasta ahí, se largó a llorar. Agarró la paleta, giró la llave y salió corriendo a la calle. Ni siquiera dio un portazo. Tenía que jugar un torneo y, no importa lo que pasara, jamás dejaba una cosa sin hacer. Además, esta vez le tocaba de compañero con el hermano, el del medio, y aunque casi no jugaban juntos, le gustaba porque el otro lo veía como a un ídolo, igual que el más chico, nuestro último hijo.

Me quedé ahogado, sin poder pasar el aire por la garganta. Con ganas de vomitar, de pegarme un tiro, de no haber nacido. Mi hijo levantándome el dedo, obligándome a resolver un asunto que no era suyo, que llevaba siglos y nunca podría entender. Y yo sin saber qué hacer ni decir, con ganas de encajarle un sopapo, y de abrazarlo.

Pobrecito.

No sé cuánto tiempo pasó desde que se fue. Yo seguía tirado en el piso del pasillo, entre la barra y la pared, como si me hubieran dado un planchazo en los huevos, con la sangre de todo el cuerpo agolpada en las sienes. Pensé que no me levantaría más. Un paralítico, un molusco que iba a morir reseco sobre las baldosas todavía calientes del complejo. Cuando me pude mover, gateé hasta el freezer y me levanté arañando el borde de la tapa. Saqué una cerveza y la abrí. Unos tragos helados me iban a hacer bien, siempre me hacían bien. Llené el vaso, la espuma enloquecida por servirlo tan de golpe, pero no pude arrimármelo a la boca. Tenía el brazo muerto, la garganta clausurada. Esperé hasta que pude tomarme la botella y fui hasta el lugar donde jugaban mis hijos. Quedaba cerca. Amaba verlos competir, una de las cosas que más me gustaba en la vida. Y encima juntos. Saltando y corriendo como dos animalitos alegres detrás de la pelota, festejando cada punto con un grito o un choque de manos, mojados enteros, ajenos a todo. Esa noche jugaron, pero para mí no hubo pelota, ni saltos, ni animalitos. No estaba ahí, y ya no habría nada más de eso para mí. Solo pedazos de mundo, los pedazos de mi mundo recién destrozado girando en un remolino gigantesco, y yo arrastrado por ese embudo directo a las fauces del sapo gordo e insaciable del fondo, que se traga la felicidad de la existencia con eructos atronadores.

Después del partido, de camino a casa, pasé por lo del Negro a ver qué me decía. Paré en la puerta, apagué el motor, pero no bajé. ¿Tocarle el timbre a las once y pico de la noche, con todos ya en pijama? ¿Qué le iba a decir? ¿Y qué me podía decir él, con su familia de molde y sus moralejas sacadas de la Biblia? Nunca lo escuché decir una palabra fuera de lugar sobre su mujer o sus hijos. Seguí viaje y cuando llegué a casa estacioné a media cuadra, sobre la plaza. No sé por qué. Tampoco sé cuánto tardé en caminar hasta el zaguán, meter la llave y subir la escalera. Desde abajo había visto la luz de la cocina prendida y a mi mujer apoyada contra la mesada, con los brazos cruzados sobre el pecho. Sabía que me estaban esperando, ella ahí y los chicos en la pieza.

Al pisar el primer escalón, se me vino una imagen del Barrio SOMISA en San Nicolás, diez años antes, cuando todavía éramos una familia y los cuatro me esperaban detrás de la puerta para ver llegar a papi, que después del beso a mami se agachaba para cargar a los chicos en los brazos y a cococho, todavía con el maletín de la fábrica en la mano.

Abrí la puerta y ahí estaba mi hijo, aún vestido de pádel, sin bañarse. Un metro al costado estaba mi mujer. «Ustedes dos tienen que hablar», dijo él, y ahora fueron cinco palabras, y sin lágrimas ni gestos se fue para su pieza. Esa noche dije lo que pude, escuché lo que tenía que escuchar y por última vez dormí en la misma casa que mi familia. A la mañana siguiente, cuando fui a buscar a mi hijo para hablarle, la madre me dijo que se había vuelto a Buenos Aires.

Harry y yo

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