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Evo desafía al neocolonialismo

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Bolívar decía que la soberanía era la única autoridad legítima de los pueblos. Y Morales debía enfrentar en su país una larga dominación neocolonial que había reemplazado rápidamente al colonialismo descarnado del imperio español.

Desde comienzos del siglo XX, otros ocupantes llegarían a Bolivia y las resistencias continuaron. Los nuevos conquistadores comenzaron a caminar por esas tierras y el pueblo indígena mayoritario en Bolivia, debió enfrentar otros enemigos y preservar sus culturas de liberación.

La injerencia comenzaría en realidad con la expansión estadounidense hacia América latina a fines del siglo XIX y continúa hasta nuestros días.

Una consecuencia de esto fueron las guerras colonialistas de empresas extranjeras que llevaron a cruentos enfrentamientos entre pueblos hermanos, como sucedió en la zona del Pacífico, Chile contra Bolivia y Perú a fines del siglo XIX y la llamada Guerra del Chaco entre Bolivia y Paraguay (1832-1835), dolorosa expresión de otros comienzos coloniales.

A partir de la década del 50, Estados Unidos entra de lleno en Bolivia. Con sus organismos de inteligencia como la Agencia Central de Inteligencia (CIA), el Buró Federal de Investigaciones (FBI) y la Drug Enforcement Agency (DEA o agencia de lucha contra las drogas), desde 1980.

La ocupación de Bolivia en esos años marcaría el inicio de lo que sería con el tiempo una “injerencia eterna”, que Evo Morales había conocido en su propia piel, en las luchas por la tierra y la justicia.

Llegaría luego la explotación del estaño, los minerales, el gas, el petróleo y la conversión de la milenaria hoja de coca en una droga maldita, gracias a los químicos elaborados por los países ricos que son también los grandes consumidores y los mayores beneficiarios de la venta ilegal, la distribución, el narcotráfico y el lavado de dinero.

Estados Unidos se había apropiado del verdadero poder y los gobernantes civiles y militares, en un país pleno de golpes de Estado —la mayoría propiciados y ejecutados por órdenes de Washington—, eran convertidos en simples gerenciadores de ese poder externo.

La profundidad de la injerencia externa, que se incrementó notablemente durante las dictaduras militares, especialmente las de dictador Hugo Banzer (1971-1978) o de Luis García Meza (1980-1981), continuada por la invasión neoliberal, produjo una serie de rebeliones imparables, que recogían todos los viejos esquemas de las resistencias en ese país, tan cuidadosamente ocultadas en la historia latinoamericana. Y nació un nuevo proceso emancipatorio.

Esta presencia extranjera humillante y depredadora se sentía en la piel de los bolivianos, pero la dependencia histórica comenzaría a romperse con las luchas populares de los últimos años. Las guerras del agua, del gas, la lucha contra los militares estadounidenses en El Chapare, el protagonismo popular en rechazo a los intentos de imponer la dictadura neoliberal, terminaron con un pueblo en calles y carreteras.

El derrocamiento del segundo gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada en 2003, dio cuenta de la intensidad de esa resistencia también eterna. Pero además, en Estados Unidos pronto advirtieron que con Evo llegaba no solo un discurso tradicional de izquierda, sino el rescate de nuevos elementos de un pasado de resistencias indígenas que enriquecía la formulación dialéctica de la realidad boliviana y añadía creatividad y audacia a la voluntad real de cumplir el programa anunciado.

No se trataba tampoco de las viejas formulaciones demagógicas, pues las medidas que comenzaron a tomarse rápidamente se hundieron como un filoso cuchillo en las propias entrañas de un sistema injusto.

Siguió luego el proyecto de una nueva Constitución, que significaba la refundación de un país, la transformación de las leyes que tenían una clara impronta colonial y ambigüedades neocoloniales, destinadas a perpetuar el sistema eternamente.

Discurso y acción no respondían solo a la historia más reciente; muchos espejos comenzaban a desenterrarse y a brillar tímidamente hasta convertirse en resplandor.

La metáfora más acabada es esa eterna marcha de los pueblos que hicieron imposible al sistema imperial mantener sus estrategias de dominación y sus intentos de extender la telaraña para imponer los nuevos esquemas de Guerra de Baja Intensidad (GBI).

En Bolivia el regreso de aquella vieja cultura soterrada constituye el del gobierno de Morales sobre todos los intentos por destruirlo en los últimos años, en los que Washington y sus socios gastaron millones de dólares conformando diversas oposiciones, violentas o falsamente democráticas.

Este nuevo proceso comenzó a tocar a fondo las fibras de la sociedad boliviana, condenada a los arrabales para convertirse en una voluntad revolucionaria, una revoltura que produjo la reacción desmesurada de los eternos dueños del poder.

A medida que se profundiza el proceso, en medio de dificultades extraordinarias, el viejo poder criminal, impune hasta ahora, resucita lo más recóndito del odio. El lenguaje es visceral, brutal, sin tapujos. Despojados lentamente de algunos de sus privilegios los sectores dominantes instalaron la ideología del odio, que los ha llevado a mostrarse en su verdadera naturaleza, como sucedió en la escenificación brutal de Sucre, donde humillaron y castigaron televisadamente a un grupo de indígenas desnudos, atados por el cuello entre sí con sogas, o en la masacre de Pando que intentan encubrir con cobardía e impunidad amparada desde el Norte. Los fantasmas de un fascismo envejecido, ya sin coberturas o disimulos, han actuado contra el pueblo y se han mostrado sin máscaras ante el mundo, como también lo han hecho sus poderosos protectores.

Desde que Morales era un dirigente sindical cocalero, Estados Unidos lo vio como un “peligro”, un enemigo potencial. Eliminarlo físicamente es uno de sus planes, nada novedoso si se estudia la cantidad de asesinatos políticos protagonizados por Estados Unidos en todo el mundo y en su propio país. Pero en Bolivia todo se les hace esquivo. No pueden entender los lenguajes de un mundo renaciente. Se obstinan en detener el proceso de cambio, la resurrección de las viejas culturas que deshacen los mitos de la impotencia. Ha cambiado Bolivia y el mapa de América Latina —que ellos trazaron en su imaginario imperial— se les deforma ante los ojos. Se les esfuma, se les va de las manos. A ciegas, el gigante golpea y tropieza una y otra vez. Washington estima que golpear a cualquiera de los países que conforman el hasta ahora mayor esquema de integración en América del Sur puede tener un efecto dominó.

Pero sus movimientos ya no alcanzan los objetivos. Quedan en el aire, se les devuelven como un boomerang. El poder colonial envejecido está ciego como el gigante tambaleante que lo simboliza.

De esa historia de dominación y telarañas trata este libro. Con documentación, investigaciones, testimonios y crónicas de la realidad, se intentará demostrar cómo un país inmensamente rico en recursos humanos y naturales pudo ser convertido en un laboratorio de proyectos neocoloniales o recolonizadores. Pero también cómo Bolivia desenterró sus espejos para que nos miremos en ellos en los tiempos de la dominación y en el esplendor de las resistencias.

Stella Calloni

1. Eduardo Galeano, Las venas abiertas de América Latina, Siglo XXI Editores, México 1971.

2. Taboada Terán, Néstor, Tierra mártir. Del socialismo de David Toro al socialismo de Evo Morales, Editora H, segunda edición, Bolivia 2006.

3. Ibídem op. cit.

4. Ibídem op. cit.

5. Ibídem op. cit.

6. Ibídem op. cit.

7. Discurso de Simón Bolívar al Congreso Constituyente en la proclamación de la nueva Nación Boliviana. Documento histórico. Mayo de 1826.

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