Читать книгу Hechos y dichos memorables. Libros VII-IX. Epítomes. - Valerio Máximo - Страница 10

Ejemplos extranjeros

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Cuando Alejandro, el rey de los macedonios, fue advertido [3 , 1] mediante un oráculo de que mandara matar al primero que le saliese al encuentro en cuanto cruzara las puertas de la ciudad, ordenó que se diese muerte al arriero, que casualmente se había topado con él antes que nadie. El mozo le preguntó por qué era condenado a la pena capital sin merecerlo y siendo inocente. Entonces Alejandro alegó como excusa lo dispuesto en el oráculo, a lo que el arriero respondió: «Si es así, oh rey, entonces el destino asignó a otro esta muerte, dado que el asno que yo llevaba delante de mí fue el primero que te encontraste». Complacido Alejandro por aquellas ocurrentes palabras y por haberle hecho rectificar de su error, aprovechó la ocasión para expiar el oráculo con un animal de escaso valor. Enorme fue en éste la indulgencia, como también fue enorme la astucia del palafrenero de otro rey.

[2] Después de ser reprimida la infame opresión de los magos 47 , Darío hizo llamar a los seis colaboradores, todos de su misma dignidad, que le habían ayudado en tan noble hazaña, y concertó con ellos un acuerdo: montados a caballo tenían que dirigirse, al salir el sol, hacia un determinado lugar, de forma que tomaría posesión del reino aquél cuyo caballo relinchase el primero en dicho lugar. Por lo demás, y mientras sus competidores, para lograr tan alta recompensa, esperaban el favor de la fortuna, Darío, con la sola ayuda de su palafrenero Ébaris, logró su ansiado propósito. En efecto, Ébaris metió la mano en las partes genitales de una yegua y, al llegar al lugar prescrito, la acercó a los ollares del caballo. Incitado por aquel olor, el animal soltó un relincho antes que ningún otro. Al oírlo, los otros seis aspirantes al poder supremo se apearon inmediatamente de sus monturas y, como es costumbre entre los persas, se postraron en el suelo y saludaron a Darío como su rey. ¡Con qué poca astucia fue conquistado aquel vasto imperio!

[3] En cuanto a Biante, cuya sabiduría ha perdurado más en la memoria de los hombres que su patria Priene (pues si la primera sigue hoy viva, de la segunda, de derruida que está, no quedan más que unos cuantos vestigios), afirmaba que los hombres deben cultivar la amistad de tal modo que tengan siempre presente que puede trocarse en la más encarnizada enemistad. Dicha regla, si bien a primera vista puede parecer demasiado maliciosa y contraria al candor que posee esencialmente la cordialidad, si la grabamos profundamente en nuestro pensamiento, nos será de mucha utilidad 48 .

La ciudad de Lámpsaco 49 logró salvarse gracias a una [4] sola artimaña. En efecto, cuando Alejandro con enconado afán se disponía a devastarla, pudo ver a Anaxímenes 50 , su preceptor, saliendo de sus murallas. Como intuía Alejandro que ante su cólera aquél opondría sus súplicas, le juró que no haría lo que le pidiese. Entonces Anaxímenes dijo: «Te ruego que destruyas Lámpsaco». Esta vivaz muestra de astucia libró a aquella ciudad célebre por su rancia nobleza de la ruina a la que se veía abocada.

La astucia de Demóstenes también sirvió a una viejecita [5] de providencial ayuda. Ésta había recibido de dos huéspedes suyos una cantidad en depósito, con la condición de que la reintegrara a ambos a la vez. Pasado un tiempo, uno de ellos se presentó con traje de luto, como si su socio hubiese fallecido, y se llevó todo el dinero de la embaucada anciana. Vino más adelante el otro y se puso a reclamar la suma depositada. La pobre mujer se quedó perpleja y, ante la falta de tanta cantidad de dinero e indefensa, ya pensaba en coger una soga y ahorcarse. Pero en ese momento apareció oportuno Demóstenes con la intención de defenderla. Nada más presentarse en el tribunal, dijo: «Esta mujer está dispuesta a cumplir su palabra en torno al depósito. Pero si no traes contigo a tu socio, no podrá hacer tal, dado que, como tú mismo vas pregonando, la condición estipulada era que no se entregara a uno el dinero sin que el otro estuviera presente».

[6] Y tampoco pareció poco juicioso el ejemplo que sigue. Un ateniense, al que todo el pueblo odiaba, fue citado ante la asamblea para responder de una acusación so pena de muerte. De repente, comenzó a reclamar para sí el más alto cargo público, no porque él creyese que podía alcanzarlo, sino para que aquellos hombres tuviesen un motivo sobre el que descargar los primeros accesos de cólera, que suelen ser los más violentos. Y no le falló aquella artimaña suya tan astuta: a pesar de ser agraviado en la asamblea, entre los hostiles abucheos y los incesantes silbidos de todos los presentes, a pesar de recibir la afrenta de denegársele el cargo solicitado, de esta misma chusma recibiría poco después, cuando se discutió acerca de su propia vida, una sentencia bastante clemente. Y es que si en un primer momento hubiese ofrecido al pueblo, sediento entonces de venganza, su cabeza en peligro de muerte, aquellos oídos, insensibles por el odio, ni siquiera habrían escuchado a la defensa.

[7] Semejante a esta muestra de sutileza fue esta otra estratagema. Tras ser vencido en combate naval por el cónsul Duilio 51 , y temiendo el castigo que habría de sufrir por la pérdida de la flota, Aníbal eludió semejante menoscabo con una admirable astucia: después de aquella desafortunada batalla, y antes de que llegase a su patria noticia alguna del desastre, envió a Cartago a un amigo suyo convenientemente predispuesto y aleccionado. Nada más entrar en el senado cartaginés, éste dijo: «Os consulta Aníbal si debe enfrentarse a un almirante romano que se ha presentado llevando tras de sí un gran contingente de fuerzas navales». El senado en pleno gritó que sin duda debía entablar combate. Entonces el emisario replicó: «Pues ya lo ha hecho y ha sido derrotado». De este modo, no pudieron condenar una acción que ellos mismos habían considerado que debía llevarse a cabo.

También Aníbal 52 , con el fin de levantar alguna sospecha [8] sobre la estrategia dilatoria de Fabio Máximo, quien se burlaba de los invictos ejércitos cartagineses por medio de su provechosa táctica de retardo, comenzó a devastar a hierro y fuego los campos de toda Italia y únicamente dejó intactas unas tierras de Fabio con el fin de calumniarlo. Y esta insidiosa simulación del cartaginés habría obtenido algún provecho si la ciudad de Roma no hubiese conocido a la perfección el afecto de Fabio por su patria y las taimadas usanzas de Aníbal.

Asimismo, los tusculanos 53 hallaron su salvación gracias [9] a la agudeza de su ingenio. Por culpa de sus reiteradas rebeliones, habían hecho méritos para que los romanos desearan destruir su ciudad hasta los cimientos. Para tal menester se había puesto el magnífico general Furio Camilo al frente de un ejército poderosísimo. Todos los ciudadanos de Túsculo salieron a su encuentro ataviados con togas 54 y le ofrecieron profusamente víveres y todas las demás garantías de paz. Accedieron incluso a que franqueara armado las murallas de la ciudad, sin alterar el gesto y la compostura. Con esta perseverante voluntad de tranquilidad lograron no sólo nuestra amistad, sino también el derecho de ciudadanía, haciendo gala de una sencillez ingeniosa, por Hércules. Ciertamente, comprendieron que era más apropiado disimular el miedo con muestras de cortesía que protegerlo por medio de las armas.

[10] Execrable fue, por el contrario, la determinación de Tulo, el cabecilla de los volscos. Movido por un ardiente deseo de entrar en guerra con los romanos, y después de advertir que los ánimos de los suyos decaían tras unos cuantos combates perdidos y que, por ello mismo, eran más proclives a la paz, los empujó a donde él quería por medio de una insidiosa artimaña. Efectivamente, en cierta ocasión en que una gran muchedumbre de volscos había acudido a Roma con motivo de unos espectáculos públicos, Tulo confesó a los cónsules sus vivas sospechas de que sus paisanos estuvieran maquinando alguna hostilidad imprevista, por lo que les aconsejaba que fuesen tremendamente cautos. Acto seguido, abandonó la ciudad. Los cónsules llevaron este asunto hasta el senado, el cual, pese a que no existían fundadas sospechas, se dejó llevar por la autoridad de Tulo y decretó que los volscos salieran de la ciudad antes de que llegara la noche. Indignados por aquel ultraje, los volscos pudieron lanzarse fácilmente a la rebelión. Y así fue como la falsedad de un taimado general, disfrazada de fingida benevolencia, engañó al mismo tiempo a dos pueblos: al romano por hacerle incriminar a unos inocentes, al volsco por enojarlos contra quienes habían sido engañados 55 .

Hechos y dichos memorables. Libros VII-IX. Epítomes.

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