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CAPÍTULO 6 Sobre la necesidad

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También la abominable necesidad, con sus durísimas leyes y con los dictados más terribles, obligó tanto a nuestra ciudad como a naciones extranjeras a sufrir muchos trances duros no sólo de entender, sino también de escuchar.

Durante la Segunda Guerra Púnica, cuando los jóvenes [6 , 1] soldados romanos se hallaban exhaustos después de tantos combates adversos, el senado, a propuesta del cónsul Tiberio Graco 77 , decidió que se comprasen, con cargo al erario, esclavos con los que rechazar a las tropas enemigas. Por este motivo, y después que los tribunos de la plebe presentaran una propuesta de ley ante el pueblo, se nombró a tres personas que lograron reunir veinticuatro mil esclavos. Una vez que les hicieron jurar que se aplicarían a la tarea con valor y coraje mientras los cartagineses estuvieran en Italia, los enviaron a los campamentos a prestar su servicio como soldados. Asimismo, de Apulia y de los pedículos 78 compraron doscientos setenta esclavos para reforzar la caballería. ¡Con qué violencia golpea una amarga desgracia! Una ciudad como Roma, que hasta entonces había tenido reparo en censar soldados incluso entre los pobres de origen libre, reclutaba ahora efectivos sacándolos de las celdas de los esclavos y recogiéndolos de las cabañas de los pastores, y los sumaba a sus ejércitos como si fueran su principal refuerzo. Y es que la nobleza de espíritu cede muchas veces ante las circunstancias y sucumbe ante los azares de la fortuna, porque, si no tomas el camino más seguro, acabas muriendo a fuerza de seguir las apariencias.

El desastre de Cannas sumió a nuestra ciudad en un desconcierto tan tremendo que, hallándose Marco Junio Pera 79 al frente de la república en calidad de dictador, los despojos enemigos, que permanecían clavados en los templos como ofrenda a los dioses, fueron arrancados para emplearlos en la inminente batalla; niños vestidos con la pretexta 80 empuñaron las armas e, incluso, se alistaron seis mil soldados entre esclavos por deudas y condenados por delitos capitales. Estas medidas, si se consideran en sí mismas, causan un cierto rubor; en cambio, si se miran teniendo en cuenta la fuerza de la necesidad, parecen remedios en consonancia con la crudeza del momento.

Como consecuencia de este mismo desastre, y ante las quejas de Otacilio y Cornelio Mámula 81 (propretores de Sicilia y Cerdeña, respectivamente), que aseguraban que los aliados no suministraban la soldada y el trigo para su flota y sus tropas, y que tampoco ellos tenían de dónde poder facilitarlos, el senado respondió por escrito que el erario no podía permitirse ningún gasto en tierras lejanas y que, por tanto, ellos mismos vieran de qué modo podían remediar tan enorme escasez. Con aquella carta, el senado no hizo otra cosa que soltar de sus manos el timón de su poder, y dejar escapar Sicilia y Cerdeña, los más fértiles graneros de Roma, posiciones y apoyos privilegiados en tiempos de guerra, que tanto sudor y tanta sangre habían costado conquistar. Y en pocas palabras, todo fue por tu capricho, ¡oh Necesidad!

También tú, Necesidad, quisiste que los habitantes de [2] Casilino 82 , oprimidos por el asedio de Aníbal y desprovistos de cualquier tipo de alimento, privasen de su uso normal las correas que empleaban como riendas y arrancasen las pieles de sus escudos para comérselas, tras reblandecerlas en agua hirviendo. ¿Qué hay más desventurado que aquellos hombres, si tenemos en cuenta su terrible desgracia? ¿Qué más fiel, si consideramos su perseverancia? Por no separarse de Roma, accedieron a tomar tal clase de alimento, cuando podían ver, a los pies de sus propias murallas, los campos más fértiles y las más prolíficas llanuras. Y así fue como Casilino, célebre por su valor, vapuleó con su inflexible lealtad los pérfidos ojos de aquella ciudad de Campania 83 que con su molicie alentó gustosa la fiereza de los cartagineses.

[3] En aquella ocasión 84 en que trescientos prenestinos resistían con coraje el asedio de su ciudad, sucedió que uno de ellos prefirió vender por doscientos denarios un ratón que había cazado antes que comérselo y calmar así su hambre. Pero fue la providencia divina, en mi opinión, la que procuró a vendedor y comprador el final que ambos merecían: el avaro murió de hambre y no pudo disfrutar del dinero obtenido merced a su mezquindad; el otro, más sensato, siguió vivo, gracias al beneficioso gasto que había realizado, ciertamente caro, pero necesario.

Durante el consulado de Gayo Mario y Gneo Carbón 85 , enfrentados en guerra civil a Lucio Sila (una época en la que no se pretendía la victoria para la república, sino que era la propia república la recompensa a la victoria), mediante un decreto del senado se mandó fundir todo el oro y la plata que adornaban los templos para que no faltase la soldada a la tropa. ¡Qué justa causa, la de expoliar a los dioses inmortales, cuando, de lo que se trataba en realidad, era de saber si serían unos u otros quienes saciarían su crueldad por medio de la proscripción de ciudadanos! Así pues, no fue la voluntad de los senadores, sino la implacable mano de la Necesidad infame la que hundió su punzón para grabar aquel decreto.

El ejército del divino Julio (esto es, la diestra invicta de [5] aquel invicto general), tras haber sitiado la ciudad de Munda 86 , y ante la escasez de materiales con los que levantar un parapeto, erigió la altura que deseaba amontonando cadáveres de enemigos; y a falta de estacas de madera, valló aquel terraplén con lanzas y jabalinas. La necesidad fue, por tanto, la que le mostró cómo erigir aquella insólita fortificación 87 .

Y para continuar el recuerdo de aquel padre celestial [6] con la mención a su divino hijo, evocaré cierta ocasión en que parecía que Fraates 88 , rey de los partos, iba a lanzarse sobre nuestras provincias. Los territorios contiguos a sus dominios se hallaban desconcertados ante el anuncio inminente del conflicto. Y fue tal la carestía de víveres que sobrevino en la región del Bósforo que cada vasija de aceite costaba seis mil denarios, y un esclavo podía canjearse por otros tantos modios de trigo. Pero fue el celo de Augusto, consagrado en aquellos momentos a salvaguardar el mundo, el que ahuyentó aquella desagradable tempestad.

Hechos y dichos memorables. Libros VII-IX. Epítomes.

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