Читать книгу Hechos y dichos memorables. Libros VII-IX. Epítomes. - Valerio Máximo - Страница 8

Ejemplos extranjeros

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[2 , 1] No habría tiempo suficiente si tuviera que seguir narrando hechos de nuestra patria, dado que nuestro imperio creció y se mantuvo no tanto con la fuerza física como con el vigor espiritual. Así pues, mantengamos una callada admiración hacia la mayor parte de ejemplos romanos de prudencia y demos paso a algunos extranjeros sobre este mismo punto.

El filósofo Sócrates, una especie de oráculo de la humana sabiduría sobre la faz de la tierra, juzgaba que, de los dioses inmortales, sólo había que pedir que nos otorgaran el bien, pues sólo ellos saben, al fin y al cabo, lo que conviene a cada uno. Nosotros, en cambio, casi siempre solemos implorar lo que habría sido mejor no obtener. Y es que, ¡oh mente mortal, envuelta en tinieblas tan espesas, con qué evidente confusión arrojas aquí y allá tus desatinadas imprecaciones! Anhelas riquezas, que para muchos fueron su perdición; codicias honores, que a muchos causaron su ruina; en tu mente concibes reinos, cuyas consecuencias a menudo se revelan lamentables; ofreces tu mano a espléndidos casorios, pero éstos, así como unas veces enaltecen a las familias, otras las destruyen a ras de suelo. Deja, pues, de desear, neciamente boquiabierta, lo que será el origen de tus males futuros, como si fuese la cosa más dichosa, y abandónate por completo al arbitrio de los dioses, pues quienes suelen conceder bienes con facilidad, pueden también elegirlos convenientemente.

El mismo Sócrates decía que quienes alcanzan la gloria por el camino más rápido y más corto son aquéllos que en sus actos procuran aparentar lo que son. Y con semejante afirmación recomendaba abiertamente que los hombres deberían adentrarse en la misma virtud antes que perseguir su sombra 14 .

También Sócrates, preguntado por un joven sobre si debería tomar esposa o, por el contrario, renunciar al matrimonio, le respondió que, hiciese lo que hiciese, terminaría arrepintiéndose. «Si no te casas —le dijo—, te embargará la soledad, la falta de hijos, el fin de tu estirpe, y un extraño será tu heredero; si te casas, tu angustia será perpetua, continua la sucesión de disputas, se te reprochará la dote, conocerás el ceño fruncido de tus nuevos parientes, la lengua parlera de tu suegra, los codiciosos de esposas ajenas, la incertidumbre de cómo te saldrán tus hijos». No permitió Sócrates que, en cuestión tan escabrosa, aquel joven tomara una decisión como si fuese materia de broma 15 .

Asimismo, después que la locura criminal de los atenienses lo había condenado tristemente a muerte y, con gran fortaleza de ánimo y rostro impasible, había recibido el brebaje envenenado de manos del verdugo, acercando ya la copa a sus labios, se dirigió a su esposa Jantipa, que entre sollozos y lamentos proclamaba que moría un inocente, y le dijo: «¿Y qué, entonces? ¿Preferirías acaso que muriera siendo culpable?» 16 . ¡Inmensa sabiduría la suya, que ni siquiera en el momento mismo de la muerte pudo olvidarse de su condición!

[2] Mira también con qué prudencia pensaba Solón que a nadie se le debe llamar dichoso mientras esté vivo, dado que hasta el último día de nuestra existencia estamos sujetos a la incierta fortuna. En efecto, es la pira funeraria la que consuma la felicidad de los hombres, ella es la que se enfrenta al ataque de los males.

El propio Solón, al ver a uno de sus amigos profundamente entristecido, lo llevó hasta la acrópolis y le animó a que volviera su mirada sobre todos los edificios que tenía a sus pies. Cuando comprobó que lo había hecho, añadió: «Piensa ahora contigo mismo cuánto duelo ha existido, existe hoy y existirá en siglos venideros bajo estos techos, y deja de lamentar las desgracias de los mortales como si fuesen tuyas solamente» 17 . Con este consuelo le hizo ver que las ciudades no son más que miserables recintos para las calamidades humanas.

También Solón solía decir que si todo el mundo reuniera sus males en un solo lugar, preferiría llevarse a casa los suyos propios en vez de tomar la parte que les correspondiese del montón de miserias comunes. De lo que deducía que no debemos considerar como amargura peculiar e intolerable aquello que nos sucede por azar.

Después que Priene, la patria de Biante, fue tomada por [3] los enemigos, todos aquellos que pudieron escapar de la barbarie de la guerra sanos y salvos y huían llevando sus bienes más preciados le preguntaron por qué no llevaba consigo ninguno de sus bienes. A lo que él respondió: «Yo llevo conmigo todos mis bienes» 18 . Cierto, pues los llevaba en su pecho, no sobre sus hombros ni a la vista, sino apreciables únicamente con el espíritu. Ocultos en la sede del pensamiento, ni las manos de los mortales ni las de los dioses pueden perturbarlos. Y de igual modo que están a nuestro alcance si permanecemos en nuestros hogares, no nos abandonan tampoco si tenemos que huir.

Y ahora, un pensamiento de Platón, tan escueto en palabras [4] como valioso por su significado. Proclamaba él que el mundo sólo alcanzará la dicha cuando los filósofos comiencen a reinar o los reyes a ser filósofos 19 .

También fue sutil el juicio de aquel rey del que cuentan [5] que, antes de colocarse en la cabeza la diadema que le habían entregado, la examinó largo tiempo entre sus manos y a continuación dijo: «¡Oh, trapo 20 más insigne que venturoso! Si alguien supiera de verdad cuántas angustias, peligros y desdichas encierra, ni siquiera se agacharía a cogerlo del suelo».

[6] ¿Y qué decir de la famosa respuesta de Jenócrates 21 , tan digna de alabanza? Mientras asistía en profundo silencio a una conversación llena de maledicencia, uno de los presentes le preguntó por qué era el único que refrenaba su lengua. A lo que él respondió: «Porque alguna vez me he arrepentido de haber hablado, pero nunca de haber callado».

[7] También revela una profunda sabiduría el precepto de Aristófanes. En una de sus comedias 22 introdujo al ateniense Pericles, quien, tras regresar de los infiernos, profetizó que no es conveniente criar a un león en la ciudad, pero que, en caso de haberlo criado, había que satisfacer sus deseos. Aconseja, por tanto, que refrenemos a los jóvenes de distinguida nobleza y vehemente carácter, pero sin impedirles que accedan al poder, después que se les ha educado en un ambiente de excesivo consentimiento y desmedida permisividad, dado que sería necio e inútil ir contra unas fuerzas que tú mismo has alentado.

[8] También habló de forma maravillosa Tales 23 , pues cuando le preguntaron si las acciones humanas pasan inadvertidas a los dioses, él respondió: «Ni siquiera los pensamientos». Por tanto, tratemos de tener limpias no sólo nuestras manos, sino también nuestras mentes, una vez sabido que los dioses celestiales están presentes en nuestros pensamientos más íntimos.

No fue menos sabia la respuesta que sigue. El padre de [9] una hija única consultó a Temístocles 24 si debía entregarla en matrimonio a un pobre aunque bien considerado, o por el contrario a un rico de poco aprecio. Temístocles le respondió: «Prefiero a un hombre sin dinero que dinero sin un hombre». Con estas palabras aconsejó a aquel necio que eligiera a un yerno y no las riquezas del yerno.

Mira cuán digna de elogio es la epístola de Filipo 25 , en [10] la que recriminó a Alejandro, por pretender atraerse mediante dádivas el afecto de ciertos macedonios, con las siguientes palabras: «¿Qué razón te movió, hijo mío, para albergar la vana esperanza de creer que han de serte siempre fieles aquéllos a los que te hubieras ganado con dinero?» Eso le dijo como padre desde el cariño que por su hijo sentía, como Filipo desde la experiencia, él que había traficado con Grecia más que haberla vencido.

También Aristóteles, cuando envió a su discípulo Calístenes 26 [11] junto a Alejandro, le aconsejó que o bien hablara con él lo menos posible, o bien lo hiciera sobre temas alegres, de forma que, ante los oídos del rey, estuviera más seguro por su silencio o mejor considerado por su conversación. Pero Calístenes, tras censurar a Alejandro porque, siendo macedonio, gustaba de los agasajos propios de los persas, e invitarlo reiterada y amablemente, contra su voluntad, a abrazar de nuevo las costumbres macedonias, recibió la orden de darse muerte, por lo que se arrepintió demasiado tarde de haber descuidado aquel saludable consejo.

El propio Aristóteles proclamaba que no había que hablar ni bien ni mal de uno mismo, ya que alabarse es propio de vanidosos, y criticarse de necios. También suyo es aquel precepto sumamente provechoso de que consideremos los placeres como algo pasajero. Y les restó su importancia por medio de la siguiente demostración: cuando se suministran a nuestro espíritu cansado y plenamente arrepentido, mengua en nosotros el deseo de perseguirlos 27 .

[12] No estuvo exenta de prudencia la respuesta que Anaxágoras 28 dio a uno que le preguntó si había alguien feliz: «Ninguno —le dijo— de los que tú consideras felices. Antes lo encontrarás entre aquéllos que tú estimes que son desdichados. Y no poseerá abundantes riquezas y honores, sino que cultivará con fe y perseverancia una pequeña heredad o una doctrina en absoluto intrigante; será más dichoso consigo mismo que ante los demás».

[13] También sabio fue el dicho de Demades 29 . A los atenienses que se negaban a tributar honores divinos a Alejandro, les respondió: «Cuidaos de no perder la tierra mientras defendéis el cielo».

¡Con qué ingenio comparaba Anacarsis 30 las leyes a las [14] telarañas! En efecto, de igual modo que los animales más débiles quedan retenidos en ellas y los más fuertes las atraviesan, así también las leyes oprimen a los humildes y menesterosos y son incapaces de enredar a los opulentos y poderosos.

Nada más juicioso que la maniobra de Agesilao 31 : habiendo [15] conocido que durante la noche se maquinaba una conspiración contra la república lacedemonia, abolió inmediatamente las leyes de Licurgo, por las que se prohibía castigar a alguien sin haber sido juzgado y condenado. Después que los culpables fueron arrestados y ejecutados, volvió a restituir las leyes, y así evitó dos cosas al mismo tiempo: que fuese injusto un castigo que era necesario, y que fuese impedido por ley. De este modo, las leyes dejaron momentáneamente de existir para que pudieran seguir siempre vigentes.

Y no sé si este consejo de Hannón 32 fue de una notabilísima [16] prudencia. Cuando Magón anunciaba ante el senado cartaginés el final de la batalla de Cannas y, como testimonio de tan enorme triunfo, había esparcido por el suelo tres modios 33 repletos de anillos de oro arrebatados a nuestros conciudadanos muertos, Hannón le preguntó si alguno de los aliados romanos había desertado después de aquel tremendo desastre. Cuando oyó que nadie se había pasado a Aníbal, aconsejó que al instante se enviaran legados a Roma para negociar la paz. Si su opinión se hubiese tenido en cuenta, Cartago no habría caído derrotada en la Segunda Guerra Púnica, ni habría sido asolada en la tercera.

[17] No fue menor el castigo que los samnitas sufrieron por un error similar: haber desatendido el saludable consejo de Herennio Poncio 34 . A él, que aventajaba al resto en consideración y prudencia, le pidió consejo el ejército con su general al frente, que a la sazón era su propio hijo, sobre qué debía hacerse con las legiones romanas que se hallaban acorraladas en las Horcas Caudinas. Respondió Herennio que había que dejarlas marchar intactas. Preguntado al día siguiente acerca de la misma cuestión, contestó que había que exterminarlas, para ganarse el reconocimiento del enemigo gracias a un favor tan grande, o bien para que sus fuerzas quedaran rotas con un estrago tan considerable. Pero la irreflexiva temeridad de los vencedores, al desestimar esas dos salidas ventajosas, encendió para su perdición a las legiones que habían sometido bajo su yugo.

[18] A tantos y tan grandes ejemplos de sabiduría añadiré otro de menor importancia. Los cretenses, cuando quieren expresar la maldición más cruel contra aquéllos a los que odian encarnizadamente, les desean que se deleiten con malas costumbres. Con esta forma de juramento tan comedida, hallan una salida sumamente eficaz a su venganza, ya que desear en vano una cosa e insistir obstinadamente en ello constituye un placer rayano en la perdición.

Hechos y dichos memorables. Libros VII-IX. Epítomes.

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