Читать книгу E-Pack Jazmín B&B 1 - Varias Autoras - Страница 11
Capítulo 6
ОглавлениеAMBAS se sobresaltaron cuando llamaron a la puerta con firmeza.
–¿Quién es? –consiguió preguntar Yelena.
–Alex.
Chelsea se puso en pie de un salto, sacudiendo la cabeza.
–Espera un minuto –dijo Yelena, al ver a la niña presa del pánico.
–Hemos discutido… se supone que tengo que estar en mi habitación… ¡Tengo que irme!
–Chelsea…
–Shh –dijo esta, saliendo por las puertas del patio–. Puedo volver por el lago. Ya hablaremos.
Y se marchó.
Yelena cerró las puertas de cristal, atravesó el salón y abrió la puerta de entrada.
Y allí estaba Alex, en mangas de camisa.
Ella se cerró mejor el albornoz.
–Iba a darme una ducha.
–Vale –dijo él, y luego guardó silencio.
–¿Me necesitabas para algo?
–Tenemos que hablar.
Ella suspiró por dentro y abrió la puerta más.
–Si no te importa esperar, puedes entrar.
–Gracias.
Alex no era un hombre paciente. Mientras Yelena estaba en la ducha, estuvo sentado en el sofá unos veinte segundos. Los contó. Luego encendió la televisión, pero enseguida la apagó y empezó a ir y venir por el salón. Finalmente, se quedó mirando por la ventana. Cinco minutos más tarde, había perdido toda la paciencia.
No podía dejar de preguntarse si Yelena tendría algo que ver con lo que había hecho Carlos, pero según iban pasando los minutos, solo podía pensar en ella. En la ducha. Desnuda. Con el agua deslizándose por su piel suave…
–¿De qué quieres que hablemos?
Alex se giró y contuvo un gemido. La vio envuelta en el albornoz, con el pelo mojado sobre la espalda.
Deseó besarla.
–¿Alex? ¿Ha pasado algo?
Él notó la erección y contuvo una carcajada. «Sí, ha pasado algo», pensó. Respiró hondo.
–He pedido que nos suban la cena.
–Gracias, pero no era necesario –respondió ella, recogiendo la ropa que había tirada en el suelo.
–He pensado que podríamos hablar de la campaña durante la cena. Tienes que comer.
Ella guardó silencio, asintió.
–Voy a vestirme –dijo por fin.
Entró en la habitación, se secó y se puso unos pantalones de cachemir rosa y una camiseta negra. Se recogió el pelo en una coleta, se acercó a ver a Bella, que seguía dormida, y se sintió preparada para volver a enfrentarse a Alex. Respiró hondo y salió al salón.
Nada más verlo, se estremeció. Incluso de espaldas, llamaba la atención. Era alto y fuerte, era Alex. Y siempre la había hecho sentirse femenina, incluso delicada, algo difícil teniendo en cuenta su altura.
Sintió deseo. Sabía cómo era Alex debajo de aquella ropa, conocía su pecho fuerte, sus bíceps y cómo se contraían sus músculos bajo aquella piel.
Lo vio hojear los recortes de prensa que ella había dejado sobre la mesa y vio sufrimiento en su rostro.
Le dolió el corazón por él y la compasión la hizo avanzar.
–Es una paradoja, ¿verdad? –dijo en voz baja.
–¿El qué? ¿Ser masacrado por la prensa?
–Que haya personas que piensen que has matado a tu padre y, además, te acosen con tantas noticias al mismo tiempo.
–Uno se acostumbra a todo.
–No, no es verdad. Nadie podría acostumbrarse a algo así.
–Y tú lo sabes.
Ella levantó la barbilla, se dio cuenta de que Alex estaba molesto.
–He estado ahí, Alex. Tal vez en un segundo lugar, y tal vez tuviese solo quince años, pero recuerdo todos los detalles humillantes –dijo, apoyando las manos en las caderas–. La prensa española estuvo semanas hablando de ello. De Gabriella, la hija rebelde de doce años del senador Juan Valero. Nos seguían al colegio, sobornaban a nuestras amigas para que les diesen exclusivas. Y hasta entraban en nuestra casa de veraneo. No podíamos vivir, no podíamos respirar, sin que saliese otro titular. Vinimos a Australia para escapar de eso.
Hizo una pausa para respirar, tenía el rostro colorado.
–Así que no me digas que no sé cómo es. Lo he vivido.
Alex la miró fijamente.
Ella frunció el ceño.
–¿Gabriela no te lo contó?
–No. Solo me dijo que habían trasladado a vuestro padre a la embajada española.
–Mi padre luchó por conseguir ese puesto, por mucho que le horrorizase a mi madre. Para ella, Australia era una cloaca sin cultura. Mi padre gastó mucho tiempo y dinero, y muchos besos, para asegurarse de borrar nuestro pasado.
–¿Por eso eres…?
Yelena arqueó una ceja.
–Una pacificadora –terminó Alex–. Siempre lo has sido.
–¿Eso piensas?
–Sí, nunca te he visto empezar una pelea de manera deliberada.
–Pues he empezado unas cuantas –replicó Yelena en tono seco.
–Pero no en público. Supongo que por eso estás donde estás. Porque se te da muy bien.
Alex pensó que Yelena era la persona indicada para limpiar el apellido Rush. Era apasionada, convincente y comprometida.
Algo debió de delatarlo, tal vez la expresión de su rostro, porque ella le sonrió. Era la primera sonrisa sincera que le dedicaba desde que había entrado en su despacho de Bennett & Harper.
–Alex, tengo que preguntarte…
–¿Sí?
Yelena tragó saliva al darse cuenta de que Alex la estaba devorando con la mirada.
En ese momento llamaron al timbre y ella se sobresaltó. Alex, por su parte, sonrió.
Yelena lo fulminó con la mirada y fue a abrirle la puerta al botones, que entró y empezó a preparar las cosas de la cena.
Alex había pedido una bandeja de marisco variado, ensalada y patatas fritas.
–¿Te parece bien? –le preguntó a Yelena.
–Ya sabes que sí.
El marisco y las patatas fritas eran sus comidas favoritas, y Alex lo sabía. Ella le sonrió. ¿Querría hacer las paces?
Alex le ofreció una silla.
–¿Cenamos?
A pesar de que Alex había dicho que tenían que hablar de negocios, ambos se sirvieron en silencio.
Yelena probó la comida y gimió de placer.
Alex sonrió.
–Todo el mérito es de Franco, me lo traje del restaurante Icebergs, en Sídney. Prueba las patatas con la salsa alioli.
Ella obedeció y volvió a gemir. Alex sonrió divertido.
–Te lo dije –murmuró antes de volver a comerse otro bocado.
Y Yelena notó que le subía la temperatura. Le costó aclararse la garganta, pero lo hizo.
–Tengo unas ideas para tu campaña –anunció.
–Qué rapidez –dijo él sorprendido.
–Para eso me has contratado.
Yelena había decidido dirigir la conversación hacia aguas neutrales, ¿por qué le decepcionaba que Alex se hubiese puesto serio de repente?
–Continúa –la alentó él.
–Creo que deberíamos empezar a escala local. Hacer una especie de fiesta que incluya a la comunidad y a los empleados de Diamond Bay –dijo, dejando los cubiertos en la mesa e inclinándose hacia delante–. El décimo aniversario del complejo es al año que viene, ¿no?
Alex asintió.
–Para empezar, podrías dar una fiesta… digamos, el uno de septiembre, para celebrar la primavera. Podría ser una muestra del arte local. Invitaríamos a cocineros, músicos, artistas, decoradores. Sería un acontecimiento social y muy práctico al mismo tiempo.
Yelena hizo una pausa para respirar y miró a Alex expectante, pero este siguió en silencio.
–¿Qué? ¿Qué te parece?
–Solo faltan dos semanas para el uno de septiembre –dijo él por fin.
–He organizado eventos en menos tiempo, y como utilizaríamos recursos y mano de obra externos, la carga de trabajo para Diamond Bay sería menor.
–Ya.
–Tus abogados tendrían que encargarse del seguro. También necesitaríamos una persona que se encargase de los suministros y, otra, de la prensa. Creo que tienes una oficina de prensa y un departamento para la organización de banquetes, ¿no?
–Sí. Veo que lo tienes todo pensado.
–Sí. Aunque, en realidad, la idea fue de tu madre.
Alex levantó la vista del plato y se llevó el tenedor a la boca muy despacio.
Yelena asintió.
–Me habló de los músicos y artistas locales, de su talento, y me dijo que quería ayudarlos a promocionar su trabajo.
–Ya –se limitó a decir Alex mientras masticaba–. ¿Tienes cifras, detalles?
–Tendría que hablar con uno de tus contables, ¿qué tal mañana?
Él bebió de su copa de vino.
–Lo organizaré.
–¡Estupendo! –exclamó ella, aliviada, antes de volver a comer.
Por suerte, el tema los mantuvo entretenidos hasta después del café. Alex llamó al servicio de habitaciones para que recogiese la mesa y todo iba bien hasta que sonó el teléfono de Yelena.
Era Carlos.
–¿Dónde estás?
–¿Por qué? –preguntó ella, mirando a Alex y yendo hacia el cuarto de baño.
–¿Estás con… Alex Rush?
–Otra vez, ¿por qué? –preguntó ella, cerrando la puerta.
–¡Maldita sea, Yelena! Te dije que te mantuvieras alejada de él. ¿Qué te pasa? Antes eras tan…
–¿Dócil?
–Sensata. La gente habla.
Algo en el tono de voz de su hermano la molestó. Mucho.
–¿Y qué hay de nuevo en eso? ¿No puedo trabajar sin que la gente se invente mentiras acerca de mí?
–¿Es tu cliente? –inquirió Carlos.
–Yo no he dicho eso.
–Pero has querido decirlo –dijo él, suspirando–. Tienes que buscarte un novio, Yelena.
–Tal vez él sea mi novio, Carlos. Tal vez quiera tenerme de amante mantenida y yo haya aceptado bailar desnuda para él todas las noches. Sea cual sea el motivo, ¡no es asunto tuyo!
Dicho aquello, Yelena colgó el teléfono y abrió la puerta del baño para salir, pero, al hacerlo, estuvo a punto de chocar contra Alex.
–¿Estás bien?
–Sí –respondió ella.
–Pues no me lo ha parecido.
–Era Carlos –le contó Yelena, pasando por su lado–. Se está portando como un cretino.
A pesar de lo enfadada que estaba, no podía evitar sentir la presencia de Alex. Ambos volvieron al salón y ella se dejó caer en el sofá.
–Piensa que tú y yo… –empezó–. No pensé que supiera que estoy aquí.
Alex se sintió culpable, él mismo se había encargado de que Carlos se enterase.
–¿Y eso importa?
–A él le importa. ¿Qué demonios le has hecho?
Él apretó la mandíbula involuntariamente.
–Tal vez no sea todo culpa mía.
–Yo no he dicho que lo sea –contestó Yelena–, pero es extraño. ¿Por qué piensa que tenemos algo? Nunca nos ha visto juntos… quiero decir… ¿no?
–No que yo sepa.
–Bueno, una vez fui a verte al trabajo y Carlos estaba allí –admitió ella.
–¿Cuándo?
–El uno de septiembre. Era el cumpleaños de Gabriela. Ella me pidió que pasase por allí para que recogiese la tarta, pero apareció tu… –hizo una pausa, tragó saliva–. Tu padre.
Los dos se miraron fijamente. Alex recordaba muy bien aquella noche y la discusión que había tenido con su padre.
–¿Carlos estaba allí?
Yelena asintió despacio.
–Lo vi marcharse cuando yo entraba a la cocina por la tarta. Después de que… tú y yo estuviésemos en tu despacho.
Alex la miró en silencio. Si Carlos había estado allí… si los había oído… Entonces, tal vez no habría sido Yelena la que se lo hubiese contado todo.
Alex se levantó de un salto.
–Tengo que marcharme.
–¿Alex?
Él salió por la puerta, negándose a mirar atrás.