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Capítulo 11

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VOLVIÓ rápidamente a la carpa principal y notó que se le escapaba un sollozo.

«No puedes llorar. Aquí, no. Ahora, no», se dijo.

Contuvo las lágrimas y buscó a su hija, que era el centro de atención de un grupo de mujeres. A pesar de su estado emocional, consiguió sonreír y acercarse a ellas.

–Ya son casi las seis, le tengo que dar la cena –le dijo a Pam.

Esta se giró y sonrió.

–Espero que luego vuelvas a la fiesta.

Yelena asintió.

–Volveré a ver cómo va, aunque todo parece estar bajo control.

Yelena miró hacia la salida y vio a Alex.

–Si quieres, puedo llevármela yo –le sugirió Pam.

–No, gracias, la veo un poco nerviosa con tanta gente.

Tomó a Bella con cuidado de los brazos de la otra mujer y, sin dejar de sonreír, fue hacia la salida.

Alex ya no estaba allí. Yelena suspiró, no supo si era alivio o decepción.

Ambas cosas.

Recorrió el jardín y se sobresaltó al girar una curva y encontrarse con Carlos de frente.

–¿Lo estás pasando bien?

Él le dio una larga calada a su cigarro y luego echó el humo despacio.

Yelena tosió y cambió de posición a Bella.

–Al parecer, no tanto como tú –le dijo él–. ¿Qué? ¿Ha negado que quiera quedarse con Sprint Travel?

–No se lo he preguntado.

–Ah, claro. Estabas demasiado ocupada, ¿no?

Ella resopló. Su hermano olía a whisky, pero no le dijo nada, sonrió al ver que pasaba por su lado una pareja.

–Ese hombre no está en condiciones de organizar una rifa benéfica –comentó Carlos–. Y tú te estás degradando, estando con él.

–¿Qué?

–Mira su familia. Su padre creció en Bankstown, para empezar –siguió su hermano.

–Y Paul Keating también, y ha sido primer ministro de Australia. ¿Qué hay de malo en vivir en el sur de Sídney?

–Es una cuestión de educación, Yelena. William Rush engañaba a su mujer. Luego falleció en circunstancias extrañas y Alex quedó impune. Y he oído que las prácticas de Rush Airlines no son precisamente limpias.

Yelena sacudió la cabeza.

–Es la primera vez que oigo eso.

–Eres una Valero –le dijo él con los ojos brillantes–. Lo que haces llega a la opinión pública y nos afecta a todos, en especial, a papá. No creo que le gustase enterarse de lo que está pasando aquí.

–Carlos…

–Y por Dios santo, Yelena, ¡recógete el pelo! Pareces recién salida de la cama.

Yelena se llevó la mano a la cabeza y Carlos miró a su alrededor.

–Pensé que tú, al menos, sabrías guardar las formas, aunque Gabriela fuese una mala influencia.

–No se te ocurra hablar así de nuestra hermana –dijo ella, sintiendo ganas de abofetearlo.

No obstante, no quiso darle la satisfacción de ver cómo perdía el control.

–¿Cómo lo llamarías tú? Primero tenemos que venir a vivir a la otra punta del mundo gracias a ella. Luego, se convierte en modelo de segunda –dijo, con el mismo desprecio como si hubiese dicho que había sido una prostituta–. Después te llama y tú lo dejas todo para pasaros varios meses por Europa. Solo Dios sabe lo que haríais allí.

–Recuerda que está muerta, Carlos –espetó Yelena.

–Y tú terminas con un hijo bastardo.

–Nunca me lo perdonarás, ¿verdad? –le dijo ella muy despacio–. Toma, sujeta a tu sobrina.

Carlos retrocedió, con las manos levantadas y expresión de asco.

–Dios mío –susurró ella–. Ni siquiera puedes tocarla.

Carlos suspiró y sonrió al ver que una mujer pasaba por su lado.

–Nunca la has tomado en brazos, ni le has hablado. Es un bebé, Carlos. Y que yo no tenga un marido no te da derecho a…

–¿A qué? –inquirió él, agarrándola del brazo con fuerza–. Somos Valero, ¡descendemos de la realeza española! ¿Te has parado a pensar cómo fue para nuestro padre? ¿Para nuestra madre? No solo alardeas de tu hija, sino que te acuestas con un criminal, ¡con un hombre que mató a su padre!

–¡Alex no ha matado a nadie! –exclamó ella, intentando calmar a Bella, que se estaba poniendo nerviosa.

–Ah, y tú estabas allí para verlo, ¿no?

–Pues sí, estaba allí –replicó Yelena triunfante.

–Eso no es verdad.

–Alex estaba conmigo cuando murió su padre, Carlos.

Él la miró sorprendida y a Yelena casi le dio pena, pero sabía lo que pensaba su hermano de ella y de Bella, y no podía perdonárselo.

Miró a su hija, que se había dormido, y le acarició la cabeza con mano temblorosa.

–No quiero discutir contigo –le dijo en un murmullo, sintiéndose agotada.

–Pues no lo hagas –replicó él–. Me voy otra vez al bar.

Yelena lo vio alejarse y sintió que se le partía el corazón. Carlos era su hermano. Su encantador, divertido e inteligente hermano, su campeón, su protector. Siempre lo había adorado.

¿Cuándo se había estropeado todo?

Se apresuró a subir a su habitación, sonrió a Jasmine, que la estaba esperando y entraron. Preparó el biberón, se sentó en una mecedora y tomó a Bella en brazos.

Con su hija en el regazo el dolor que se había instalado en su cabeza empezó a calmarse. No obstante, Yelena se negó a pensar en lo que acababa de ocurrir, no lo haría hasta que no hubiese dejado a la niña. En su lugar, suspiró y relajó los hombros.

Terminó de darle el biberón demasiado pronto y Bella tenía los ojos cerrados. Yelena se levantó y la dejó en la cuna y, al mirarla, el corazón se le encogió todavía un poco más.

La desaprobación de Carlos no era nueva. Tras mudarse a Australia, Gabriela se había rebelado por completo. Su peinado, maquillaje, ropa y novios eran los principales puntos de fricción. Y al cumplir dieciocho años había empezado a ganar dinero como modelo y se había marchado de casa.

Lo que Gabriela no había sabido nunca era que Yelena se había encargado siempre de apaciguar las aguas que su hermana revolvía.

Miró por última vez a su hija y salió de la habitación.

–¿Vas a volver a la fiesta? –le preguntó Jasmine, que estaba leyendo un libro.

Yelena asintió, incapaz de obligarse a ser simpática. Tomó su bolso y se marchó.

No podía dejar pasar aquello.

Le dolía mucho, porque era su hermano y esa noche le había mostrado una parte de él que era horrible.

Pero si tiraba la toalla con él, no le quedaría nadie.

Volvió al bar y estaba a punto de llamar a su hermano cuando vio aparecer a Alex. Yelena se ocultó, con la piel de gallina, conteniendo un escalofrío.

–¿Qué demonios quieres? –le preguntó Carlos a Alex.

–Estás borracho –respondió este.

–Y tú eres un hijo de perra asesino que se está acostando con mi hermana.

Yelena se llevó la mano a la boca para contener un grito.

–Te equivocas en lo primero –murmuró Alex, en tono demasiado tranquilo–, pero con respecto a lo segundo… –hizo una larga pausa–. ¿Qué ocurriría si fuese verdad?

–Te mataría –respondió Carlos.

–Ten cuidado. Podría pensar que lo dices en serio.

–No te lo advertiré dos veces, Alex.

Yelena frunció el ceño, preocupada, conteniendo la respiración.

–Seguro que es por eso por lo que los demás guardan silencio, asustados –comentó Alex por fin–, pero conmigo no te va a funcionar. Los dos sabemos quién ha estado contando esas mentiras acerca de mi padre a la prensa.

Carlos guardó silencio.

–Estás deseando decirlo, ¿verdad? –continuó Alex, casi divertido–. ¿Quieres que te ahorre las molestias? Oíste una conversación que tuvimos mi padre y yo, diste por hecho que mi padre engañaba a mi madre y lo utilizaste para alimentar a la prensa, y para intentar quedarte con Sprint Travel. ¿Por qué me odias tanto?

Yelena podía sentir la tensión que había en el ambiente. No le costó trabajo imaginar la mirada fulgurante de Carlos, también la había utilizado con ella un rato antes.

–Eras el hijo del gran y poderoso William Rush, adorado por millones de personas, el talentoso hijo de un maldito santo –dijo Carlos, dando un golpe en la pared de piedra–. A mí nunca me regalaron nada. Tuve que trabajar duro para conseguirlo.

–Yo también.

Carlos juró antes de añadir:

–Tonterías. A ti nunca te costó conseguir nada.

–Entonces, ¿se trata de celos?

–Se trata de ser justos –replicó Carlos–. He puesto todo el dinero que tenía en Sprint y, al contrario que tú, no tengo una compañía aérea y un complejo turístico como este para respaldar mi negocio. No pensaste en las consecuencias cuando la policía empezó a interrogarte, ¿verdad? No pensaste en tu socio. Te limitaste a decir que no lo habías hecho tú. Te escondiste detrás de tu abogado y no dijiste más.

–Yo no lo maté, Carlos.

–Eso me da igual –dijo el hermano de Yelena–. Nuestro negocio se fue a pique por tu culpa. Tú incumpliste el contrato.

–¿Y eso justifica lo que estás haciendo ahora?

–Voy a hacer lo que sea necesario para salvar Sprint y mi reputación.

–¿Qué significa eso?

Yelena no pudo soportarlo más y asomó la cabeza para ver la escena.

Los dos hombres estaban muy tensos.

–Mi abogado me ha asegurado que ganaremos –dijo Carlos.

–No cuando se enteren de las noticias falsas que has estado filtrando a la prensa. Quiero que pares ya esa campaña contra mi familia.

–¿Qué campaña?

–No te hagas el tonto. Ambos sabemos lo que has estado haciendo.

–Vale, pero solo si me cedes tu parte de Sprint. Y te mantienes alejado de Yelena.

–No –respondió Alex en tono frío.

–No tienes pruebas –le advirtió Carlos–. Y Yelena te dejará si le cuento un par de mentiras.

–No te creerá.

–Soy su hermano. La única persona en la que confía. Me creerá.

–Lo que hay entre Yelena y yo no es asunto tuyo –le advirtió Alex con voz tensa.

–¡Claro que sí! –dijo Carlos, apretando los puños–. La has rebajado a tu nivel y yo debería…

–No me amenaces –le advirtió Alex–. O, mejor, hazlo si quieres, pégame. Estoy deseando machacarte esa cara bonita.

Yelena siguió observando en silencio, con el corazón acelerado, con todo su cuerpo en alerta, preparado para actuar.

Pero Carlos retrocedió muy despacio y Alex se metió las manos en los bolsillos.

–Un ultimátum solo funciona cuando uno tiene todas las cartas, Carlos.

–¿Qué quieres decir con eso?

–Quiero decir que has perdido. Que tengo tus amenazas grabadas en una cinta. Tengo la prueba de que has estado mintiéndole a la prensa. Y pronto tendré la prueba de que has estado robándole a Sprint, y a otras empresas también. Y, lo que es más importante, tengo a Yelena.

Carlos se puso furioso, pero Alex continuó:

–Sigue hablando con la prensa y verás cómo terminas.

Dicho aquello, se dio la media vuelta y atravesó el jardín en dirección a la fiesta. En el último momento, se detuvo y miró atrás.

–Será mejor que te marches. Le diré a mis hombres de seguridad que te acompañen.

Carlos lo siguió mientras juraba, pero luego se dio la vuelta y volvió a entrar en el bar.

Yelena retrocedió. Aquello lo cambiaba todo.

Fue a refugiarse al lugar más recogido del complejo, un pequeño estanque artificial rodeado de árboles y bloques de granito que formaban una versión en miniatura de la cascada de Diamond Bay.

Se sentó en una hamaca y se perdió en sus pensamientos.

¿Desde cuándo era Carlos tan vengativo? ¿Cómo podía desear destruir una familia? Ni siquiera conocía a Pam y a Chelsea.

Unos minutos después llegó un grupo de jóvenes al estanque. Iban riendo y gastándose bromas, y se estaban quitando la ropa. Yelena se levantó y se alejó por el camino hasta llegar al final. Desde allí, observó la última cabaña, sola y alejada de todas las demás.

–¿Yelena?

Ella se giró, buscando al dueño de la voz en la oscuridad, asustada. Entonces oyó un ruido y el camino se iluminó. Distinguió los hombros anchos de Alex en la puerta de la cabaña.

–¿Estás bien?

–No, no estoy bien –le dijo ella, avanzando en su dirección, sin saber por qué.

Entonces él abrió los brazos y a Yelena le pareció natural abrazarse a él. Luego se puso a llorar.

Alex la llevó dentro, cerró la puerta y la condujo hasta el sofá. Y ella se quedó abrazada a él, sintiéndose protegida. Como si Alex pudiese solucionarlo todo.

–¿Qué te ha pasado? –le preguntó él cuando la vio más tranquila.

–He discutido con Carlos.

–Ya veo.

Ella levantó la vista, pero la expresión de Alex era neutra, estaba esperando a que siguiese hablando.

–Él… sigue culpando a Gabriela de… todo. Y me odia por Bella. Os he oído discutir.

–¿Qué has oído?

–Todo… Las mentiras de Carlos, sus amenazas…

A Alex le dolió verla tan angustiada. Buscó su mano y entrelazó los dedos con los de ella.

–Lo siento.

–Yo también. Por no haberme dado cuenta antes de cómo era.

–No podías saberlo –le dijo él.

–Pero tenía que haberme dado cuenta…

–No –dijo él, acariciándole la mejilla.

Aquello era lo que Alex había querido, que Yelena se diese cuenta de cómo era Carlos, pero lo que no le gustaba era verla sufrir.

Aunque estaba llorando, Alex deseó hacerla suya. Se inclinó a besarla y ella se lo permitió. La tumbó en el sofá, enredó los dedos en su pelo, la besó en la garganta y se dejó llevar por su sensual aroma.

Ella cambio de postura para permitir que Alex se colocase entre sus piernas. Estaba excitado.

–Vamos al suelo –le sugirió Yelena.

Y él la tomó como si no pesase nada y la dejó sobre la moqueta.

Yelena observó cómo se quitaba la camisa y le acarició el pecho. A él se le entrecortó la respiración y Yelena rio.

Entonces, bajó la mano hacia su abdomen y llegó al cinturón. Lo miró y vio el deseo que había en su rostro incluso antes de bajar la palma de la mano para acariciarle la erección.

–Dios, Yelena… –gimió Alex mientras ella le desabrochaba el cinturón y el pantalón.

Siguió acariciándolo y él volvió a gemir. Yelena se sintió poderosa, y humilde al mismo tiempo. Se inclinó y lo tomó con la boca, saboreándolo, disfrutando de su olor, excitada.

–Yelena…

Alex estaba a punto de perder el control y ella siguió haciéndole el amor con la boca. Era capaz de controlar a un hombre, a aquel hombre que tanto poder tenía. Se sintió aturdida. No podía pensar, solo sentir.

–Para –le dijo Alex de repente, apartándola–. Quiero estar dentro de ti, cariño.

Ella se tumbó de nuevo en la moqueta y Alex luchó con la cremallera de su vestido. Ambos se echaron a reír, pero se pusieron serios en cuanto Yelena se quedó desnuda.

Alex respiró hondo.

–Eres preciosa –le dijo.

–Gracias –respondió ella, sin sentirse avergonzada.

Alex agachó la cabeza para mordisquearle un pecho, le acarició los muslos. Y ella esperó y esperó. Hasta que la penetró, con fuerza, profundamente, haciéndola gritar de placer.

Luego la besó en el cuello y empezó a moverse con cuidado al principio, y después cada vez con más fuerza. Yelena lo ayudó moviendo las caderas hacia arriba.

Se sentía como si fuese capaz de cualquier cosa, de ser cualquier persona en ese momento. Era uno con él, encajaban a la perfección.

Abrió los ojos justo antes de llegar al clímax.

Oyó a Alex gemir y notó cómo se apretaba contra su cuerpo para vaciarse en él.

Oh, cuánto lo amaba.

E-Pack Jazmín B&B 1

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