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Capítulo 4

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–BIENVENIDA a Diamond Bay, Yelena.

El apretón de manos de Pamela Rush pudo ser un tanto vacilante, pero su sonrisa era cariñosa. Llevaba puestos unos pantalones amplios de color beis, una camisa de flores anudada a la cintura, que enfatizaba su esbelta figura y, para completar el conjunto, un sombrero.

–Es la ropa que me pongo para trabajar en el jardín –comentó Pam sonriendo. Luego se quitó el sombrero y se alborotó el pelo corto–. Tengo un invernadero al lado de mi suite. Intentamos ser todo lo autosuficientes que podemos.

Yelena se fijó en la cariñosa sonrisa que le dedicó a Alex cuando este se sentó. Luego, Pam miró a la chica desgarbada, la hermana de Alex, que estaba repanchingada en el cómodo sillón de enfrente.

–Ya he pedido que nos traigan café, espero que no te importe –dijo Pam–. A no ser que prefieras té, Yelena.

Esta le sonrió.

–No funciono sin café –contestó sonriendo.

–¿Eres la hermana de Gabriela, verdad? –preguntó Chelsea.

–Sí. Nos conocimos el año pasado.

–En la fiesta de la embajada –dijo la chica sonriendo–. Ibas vestida con un vestido negro de Colette Dinnigan, de la próxima colección de invierno.

Yelena sonrió.

–Tengo amigos importantes. Y tú, muy buena memoria. ¿Te interesa el mundo de la moda?

Chelsea se encogió de hombros.

–Más o menos.

–Es uno de sus muchos intereses –comentó Pamela Rush sonriendo a su hija–. Chelsea va a convertirse en una importante diseñadora –añadió orgullosa.

–¡Mamá! –exclamó la chica, poniendo los ojos en blanco–. No…

–Disculpe, señor Rush.

El camarero dejó tres cafés y un batido de chocolate encima de la mesa. Yelena se fijó en que Chelsea se ruborizaba al mirar al chico y luego bajaba la vista al mantel.

Ella sonrió y miró a su madre.

Había visto fotografías de la madre de Alex en alguna revista del corazón. Lo cierto era que había envejecido bien, casi no tenía arrugas, ni había canas en su pelo corto, de color castaño.

–¿No llevaba el pelo largo hace poco? –le preguntó con curiosidad.

Si no hubiese estado observando tan de cerca a Pamela Rush, no se habría dado cuenta de que le habían temblado ligeramente los labios antes de contestar:

–A veces, es necesario un cambio.

Yelena asintió y apartó la vista para disimular la vergüenza. Claro. Aquella mujer había perdido a su marido, su hijo había sido acusado de asesinato. Había personas que huían, otras, que se daban a la bebida. Otras se quedaban destrozadas. Y Pamela Rush se había cortado el pelo.

–Bueno, ¿y qué te trae por Diamond Bay, Yelena? –le preguntó esta.

Ella miró a Alex, que arqueó una ceja, como invitándola a contestar.

–Necesitaba trabajar sin distracciones…

–Y relajarse un poco también –añadió Alex con naturalidad, sonriendo.

–Pues estás en el lugar perfecto –comentó Pam.

Mientras esta se servía leche en el café, Yelena pensó que era una mujer que sonreía con sinceridad, era educada, desenvuelta. Deseó poder anotarlo todo, pero tendría que esperar. En su lugar, tomó un sobre de azúcar y echó su contenido en el café solo.

Bajó la vista un momento para mirar a Alex. Parecía tranquilo, la expresión de su rostro relajada. Hasta le pareció ver aprobación en su sonrisa.

Eso le gustó tanto que se estremeció. «No es tu primera campaña», se advirtió a sí misma. «No puedes permitir que la satisfacción de un cliente se te suba a la cabeza».

–¿Gabriela está en el extranjero? –preguntó Chelsea de repente, apoyando los codos en las rodillas.

Desconcertada, Yelena tomó su taza de café y se la llevó a los labios antes de mirar a la adolescente.

–Esto… sí.

–¿Para toda la temporada de la moda? Empieza en septiembre, ¿no? Con Nueva York, luego Londres, Milán y París.

Yelena ya le había dado un sorbo al café hirviendo cuando se dio cuenta de que se había llevado la otra mano al colgante que llevaba puesto. Instintivamente, miró a Alex, que tenía el ceño fruncido, y bajó la mano de nuevo.

–¿Cómo lo sabes? –le preguntó a Chelsea sonriendo–. Gabriela no… –tragó saliva antes de continuar–. Hace años que no trabaja de modelo.

–Sé que es agente de Cat Walker Models, en Sídney, ¿verdad? Sigo el blog de la agencia. He leído que iban a mandar a gente para seguir los desfiles, y he imaginado que habrían elegido a Gabriela.

Yelena sintió que se le encogía el corazón de dolor, pero consiguió devolverle la sonrisa a Chelsea.

–Creo que lo tuyo por la moda es más que un poco de interés –le dijo.

–Sí –murmuró la chica, apartando la vista y haciendo una mueca.

Cuando volvió a mirar a Yelena, lo hizo de forma… diferente. Más dura. Como si hubiese cumplido diez años en dos segundos.

–Pero papá siempre decía que era una pérdida de tiempo.

Luego tomó su batido y empezó a chupar la pajita.

Yelena miró a Alex, pero no consiguió sacar nada de sus contenidos ojos azules.

«Demasiado contenidos», pensó ella, sin poder evitar preguntarse qué estaba pasando allí. Intentó atar cabos, pero no sacó nada tangible. Solo tenía la sensación de que Alex no le había contado toda la verdad. Después de meses, años, coqueteando a escondidas y charlando en distintos actos sociales, podía sentirlo. Lo sentía siempre que se hablaba de la familia Rush. Y lo sentía después de haber compartido con él tres momentos clandestinos de apasionados besos.

En uno de los raros momentos de perspicacia de Gabriela, su hermana había comparado a Alex con un volcán inactivo: bello y tranquilo por fuera, pero toda una masa de fuego por dentro.

«Cuídalo, Yelena. Es uno de los buenos».

Yelena miró fijamente su taza. Se maldijo. Había intentado olvidar el consejo que le había dado Gabriela del mismo modo que se había obligado a sí misma a no pensar en Alex, pero las cosas volvían a complicarse.

De repente, dejó la cucharilla encima del plato y se echó hacia delante.

–Te diré una cosa, Chelsea. Conozco a varias personas en Sídney que, si te interesa, podrían conseguirnos entradas para el desfile de David Jones del mes que viene.

Chelsea abrió los ojos como platos.

–¿De verdad?

–Si a tu madre le parece bien, por supuesto.

–¿Mamá? Por favor, por favor, por favor.

–¿Y tus entrenamientos? –inquirió Alex–. ¿Y las clases?

La joven lo desafió con la mirada.

–¿Qué?

–Pensé que estabas centrada en el tenis –comentó su madre.

Chelsea miró el mantel y murmuró algo ininteligible.

–¿Qué? –preguntó Alex.

–He dicho que dudo que haga nada.

–Entonces, ¿quieres dejarlo? –le preguntó él, visiblemente molesto–. ¿Es eso lo que quieres? ¿Después de tanto tiempo y tanto esfuerzo?

La expresión de Chelsea se ensombreció.

–¿Por qué no empiezas a gritarme que te has gastado miles de dólares en mi carrera como tenista? Así sí que te parecerías realmente a papá.

Si Chelsea lo hubiese apuñalado con su cucharilla, Alex no se habría mostrado más dolido.

–Cariño… –intervino Pam.

Yelena observó la situación fascinada, pero desconcertada.

–Si lo deseas tanto… –empezó Pam.

Chelsea se puso en pie de repente, con el rostro colorado.

–No te atrevas a repetir las frases de papá. Ahora no, no después de…

–¡Chelsea! –la regañó Alex.

Ella lo miró con el ceño fruncido.

–¡Y tú no deberías defenderlo! ¡Da asco! ¡Todo da asco!

Y, dicho aquello, salió de la cafetería.

Alex hizo ademán de levantarse, pero Pam puso una mano en su brazo para detenerlo. Él se quedó donde estaba, con expresión turbulenta, y se hizo un incómodo silencio.

Yelena miró a Pam, que tenía la vista clavada en la taza de café vacía.

–Me encantaría ver tu invernadero –le dijo en tono decidido–, si tienes tiempo.

La otra mujer levantó la vista.

–¿Ahora?

–Claro –contestó Yelena sonriendo–. El trabajo puede esperar. Me encantan las plantas, aunque no tenga mano para ellas.

–¿Y eso?

–Siempre se me marchitan, por mucho empeño que ponga.

Pam le dedicó una sonrisa temblorosa, como agradeciéndole el cambio de conversación, pero la expresión de Alex siguió siendo indescifrable.

Yelena se levantó y entrelazó su brazo con el de la otra mujer, pero se sintió confundida al notar que esta… ¿se estremecía? La miró fijamente a los ojos, pero no vio nada en ellos, y se dijo a sí misma que no podía ser.

–¿Te veré en la cena, cariño? –le preguntó Pam a Alex.

Yelena no quería mirarlo, pero se obligó a hacerlo. Alex seguía sentado, en silencio, pensativo.

Él levantó la vista.

–Es probable que tenga que trabajar, pero ya te avisaré –luego, añadió–: ¿Y Chelsea?

Pam sacudió la cabeza.

–Lleva dos semanas enfadada. Estoy intentando dejarle algo de espacio, así que, por favor, no la agobies. Necesita –hizo una pausa, como midiendo sus palabras–… averiguar quién es y lo que quiere. Ya sabes cómo es, a esa edad.

–Sí.

Yelena no pudo evitar fijarse en el ceño fruncido de Alex. Luego ambas mujeres se marcharon.

Alex estaba haciendo números, solo con media cabeza puesta en la tarea, cuando Yelena entró en su despacho una hora más tarde.

–Tienes que contárselo a tu madre.

Él dejó la pluma Montblanc muy despacio encima de los papeles y se echó hacia atrás.

–¿Qué le has dicho?

–Nada –respondió ella, poniendo los brazos en jarras, sin saber que aquella postura realzaba todavía más sus curvas–, pero nunca he trabajado en una campaña sin tener el apoyo del cliente.

–Yo soy tu cliente.

Ella cambió de postura y Alex contuvo la respiración.

–Dime una cosa, si no hubiese sido por Pam y Chelsea, ¿me habrías contratado? –le preguntó.

«Si no hubiese sido por Carlos, ninguna de las dos estaría aquí», pensó él.

–No –respondió sin más, poniéndose de pie, cada vez más consciente de la atracción que sentía por Yelena–. ¿De qué habéis estado hablando?

–Bueno, pues me ha preguntado dónde trabajo, así que no creo que tarde en atar cabos –respondió ella, sacudiendo la cabeza.

Un mechón de pelo se le escapó de la coleta y Yelena se lo retiró de la cara con impaciencia.

–También tengo la sensación de que piensa que tú y yo… –hizo una pausa y se llevó la mano al colgante– tenemos una especie de aventura.

–Ya entiendo.

Alex salió de detrás del escritorio y ella volvió a cambiar de postura, como nerviosa.

Yelena nunca retrocedía cuando había una discusión, lo que quería decir que tenía que haber algo más. Alex se preguntó si tendría algún efecto sobre ella y sonrió satisfecho.

–Te avergüenza tener una relación amorosa con un sospechoso de asesinato –le dijo.

Yelena abrió mucho los ojos.

–¡No! ¿Cómo puedes pensar eso?

–Entonces, ¿cuál es el problema?

–Tienes que dejar de mentirle.

Él entrecerró los ojos.

–No le estoy mintiendo.

Ella resopló, molesta.

–Mentir por omisión sigue siendo mentir. Y ya me miente bastante mi her…

No terminó la frase, cerró corriendo la boca.

–¿Qué ha hecho Carlos? –inquirió Alex.

–Nada. Lleva meses sin decirme absolutamente nada. Y tu silencio con él tampoco va a solucionar el problema.

–¿Qué te hace pensar que hay un problema?

–No me trates como si fuese idiota, Alex. Hay un problema.

–Eso no es asunto tuyo –le dijo él.

–Tonterías. Esto no solo afectará a Sprint Travel y a la campaña. Además, es mi hermano, y tu socio.

Él la fulminó con la mirada.

–¿Y tu regla de no hacer preguntas personales? –le preguntó, cruzándose de brazos–. ¿O es que estás intentando provocar una discusión?

Le había dicho lo último en un tono sorprendentemente íntimo. Yelena notó un cosquilleo por todo el cuerpo y se le aceleró el corazón.

–Siempre te gustó una buena… –continuó.

–¡Alex!

–Pelea –terminó él sonriendo.

Estaban teniendo una conversación muy seria y él parecía… ¿divertido?

Furiosa, Yelena intentó controlarse.

–Tal vez me esté cansando de tus caras raras.

–¿De qué caras raras?

–Tan pronto me miras como si no me soportases, como me miras como si quisieras…

–¿Besarte?

Alex atravesó la habitación tan rápido que a Yelena no le dio tiempo a darse cuenta de lo que iba a hacer. Notó que la agarraba del brazo y se quedó inmóvil, sorprendida.

–No me toques –le dijo en tono frío.

–¿Por qué no?

Ella se ruborizó.

–Porque te estás comportando de manera poco profesional.

Él resopló burlonamente.

–Así que tú también lo has notado.

–¿El qué?

Alex le acarició el brazo.

–Lo que hay entre nosotros. Lo que ha habido siempre, aunque yo estuviese fuera de tu alcance por salir con tu hermana.

Yelena se zafó.

–¡No te atrevas a hablar de eso!

–Es la verdad.

Ella retrocedió un paso, luego, otro.

–Pero no está bien –replicó, con los brazos en jarras, con el deseo y la culpabilidad haciendo que le ardiese la cara–. ¿Sabes cuántas veces quise contarle a Gabriela lo nuestro? Y cada vez que me convencía a mí misma de hacerlo, ella sonreía como una tonta y me decía lo feliz que era. Yo me odiaba a mí misma por desear al novio de mi hermana. Lo que hicimos estuvo mal.

A Alex se le oscureció la mirada.

–Solo nos dimos un par de besos, no hicimos nada inmoral.

–Tal vez no lo fuese para ti, pero yo, siempre que estaba contigo…

«Era tan feliz, pero tan desdichada al mismo tiempo porque también la hacías feliz a ella», pensó.

–Olvídalo –añadió, dándose la vuelta y caminando hacia la puerta.

Empezó a empujarla, pero se detuvo. Estaba deseando salir de aquella habitación, pero lo cierto era que el daño ya estaba hecho. No solo había abierto la puerta de su pasado, sino que la había atravesado tan contenta.

A regañadientes, se dio la media vuelta.

–Alex… con respecto a Gabriela.

–¿Qué? –dijo él, tomando su teléfono móvil de encima del escritorio y comprobando si tenía mensajes–. ¿Consiguió llevarse a Jennifer Hawkins a su agencia?

Yelena guardó silencio y él levantó la vista por fin.

–¿Qué? –inquirió–. ¿Va a volver a posar? ¿Ha vuelto a la ciudad? ¿Se va a casar?

–No.

Alex dejó de sonreír al ver a Yelena tan seria.

–¿Qué?

Yelena se tocó el colgante y tragó saliva.

–Gabriela está muerta.

Pasaron varios segundos en silencio, pero cargados de significado.

–Es una broma –dijo Alex con incredulidad.

–¿Crees que te mentiría sobre algo así? No se anunció oficialmente, así que no podías saberlo.

–¿Cuándo?

–En marzo. Me llamó desde España el día de Nochebuena, justo después de que nosotros… tú y yo… –dejó de hablar, se sentía culpable.

Se habían comportado como dos adolescentes, en el coche, delante de la casa del padre de Alex.

–Me llamó cuando estaba volviendo a casa, me pidió ayuda, desesperada –continuó Yelena–. Intenté llamarte desde el aeropuerto, pero habías apagado el móvil. Cuando aterricé en Madrid, seguí llamándote, al móvil, a tu casa. Luego conseguí hablar con alguien de seguridad, pero no me permitieron hablar contigo.

–Y después dejaste de intentarlo.

No era una acusación, solo una afirmación. Era cierto, había dejado de intentarlo.

–Estuve una semana llamándote –admitió–, pero tú no me dejaste que me comunicase contigo. Les dije que llamaba de Bennett & Harper, pero nada. Pensé que… –dejó de hablar porque le tembló la voz, se sentía avergonzada.

Alex puso los brazos en jarras.

–¿Pensaste que quería romper contigo?

–¿No era así? –le preguntó ella–. Me había marchado sin decírtelo y terminé recorriendo con Gabriella un montón de pequeños pueblos. Cuando por fin llegamos a Alemania en marzo, me enteré de lo de tu padre, un par de semanas después de que te hubiesen absuelto de todos los cargos. Pero luego los problemas de Gabriela, su muerte, eclipsaron todo lo demás.

Le mantuvo la mirada hasta que Alex la apartó y se pasó una mano por los ojos.

–No lo sabía. Mi vida ha sido… –se interrumpió, bajó la vista y exhaló–. Siento lo de tu hermana. ¿Cómo…?

–Un accidente de tráfico. Era…

«Impulsiva, temeraria, egoísta», pensó.

–Gabriela –dijo en su lugar, sonriendo un poco y encogiéndose de hombros.

–¿Y tus padres no lo han hecho público?

–No he conseguido convencerlos –admitió ella.

–Pues eso no está bien, Yelena.

–Sí, bueno. Gabriela siempre había sido la alocada. Ese fue el principal motivo por el que emigramos a Australia. Otro ejemplo de cómo mis padres intentaban evitar escándalos familiares a cualquier precio.

En ese momento sonó su teléfono, interrumpiéndola. Miró quién la llamaba.

–Tengo que marcharme, es tarde –le dijo a Alex, guardándose el teléfono–. Tengo que dar de comer a Bella a las seis.

Abrió la puerta, pero se detuvo con la mano en el pomo. Se giró despacio y lo miró fijamente.

–Te agradecería que no se lo contases a nadie.

Alex asintió en silencio y ella le sonrió agradecida.

–Gracias. Y ¿podrías hablar con tu madre? Cuéntale por qué estoy aquí.

Él volvió a asentir.

–Hasta mañana.

–Sí.

Entonces, Yelena se giró y salió por la puerta.

E-Pack Jazmín B&B 1

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