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Capítulo 7

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EL MARTES pasó entre reuniones, llamadas y presupuestos y el miércoles, Yelena estaba trabajando en su despacho cuando le sonó el teléfono móvil.

–Hola, papá.

–Yelena, Carlos nos ha contado quién es tu nuevo cliente. Alexander Rush. ¿Es verdad?

Yelena suspiró antes de responder con firmeza:

–Sí, pero es confidencial. No se lo puedes contar a nadie.

–No lo haré, pero ¿crees que es sensato volver a mezclarte con esa familia?

–Es mi trabajo, papá –respondió ella.

–Eres una Valero –le advirtió su padre.

–¿Y?

–No me gusta tu tono, Yelena. Y ese hombre ha estado acusado de asesinato.

–Fue absuelto, papá.

–De todos modos, no es el tipo de persona, ni de familia, con la que quiero que trates.

–Es mi jefe quien escoge mis clientes, no yo –replicó ella.

–¿Y cuando seas socia? ¿Podrás decidir entonces? –quiso saber su padre.

Ella levantó la vista y vio a Chelsea en la puerta, sonriendo, con una bandeja en las manos.

–¿Te importa si hablamos luego? Tengo que irme.

–Yelena…

–Papá, estoy trabajando.

Él suspiró.

–Hablaremos cuando vuelvas a casa –le dijo, y colgó.

Yelena dejó el teléfono encima del escritorio.

–¿Quieres desayunar? –le preguntó Chelsea–. Me han dicho que no has llamado al servicio de habitaciones. Te he traído tostadas, café y fruta. Si no te gusta, Franco puede prepararte algo más elaborado…

–Me gusta la comida sencilla –dijo Yelena sonriendo–. Gracias.

Las dos comieron juntas, en silencio. Después de la segunda tostada, Yelena dejó la taza de café en la mesa y le dijo a la chica:

–Chelsea, ¿podemos hablar de lo que me dijiste la otra noche? ¿Acerca de tu padre?

–¿Qué pasa con mi padre?

Yelena se calentó las manos con la taza de café y se echó hacia delante sonriendo.

–Gabriela me contó que erais amigas. ¿Sabes una cosa? Creo que le gustabas más tú que Alex.

Chelsea se echó a reír, pero luego se puso muy seria de repente:

–¿Por qué has dicho que le gustaba?

Yelena la miró a los ojos.

–Voy a contarte algo que no debería saber nadie, pero pienso que debes saberlo. No sé cómo decirlo… Gabriela… bueno, murió.

Chelsea dio un grito ahogado y Yelena le agarró la mano.

–¿Cómo? ¿Cuándo? –consiguió preguntar por fin.

–En marzo. Estábamos en Alemania. La llevaron al hospital, pero había perdido mucha sangre y no pudieron hacer nada por ella…

–¿Fue un accidente? ¿De coche?

Yelena solo pudo asentir al ver las lágrimas en los ojos de la hermana de Alex. «Perdóname por la mentira piadosa, pero es necesaria», pensó.

Chelsea se puso a llorar y la abrazó. Yelena contuvo las lágrimas y cuando la chica se apartó de ella, le ofreció un pañuelo.

–Siento no habértelo contado antes –le dijo.

–No pasa nada –respondió Chelsea, limpiándose las mejillas–. La echo de menos.

–Yo también.

–Ella… era la única a la que podía contarle las cosas.

–¿Qué tipo de cosas? –le preguntó Yelena.

–Cosas –repitió la chica, encogiéndose de hombros–. Como lo que quería hacer con mi vida. Los lugares a los que quería ir. Ella había viajado mucho.

Yelena sonrió.

–Sí, le encantaba viajar.

–Era genial –dijo Chelsea sonriendo–, y siempre tenía tiempo para mí. Como tú.

A Yelena le gustó oír aquello.

–Gracias.

Entonces, Chelsea se puso tensa y levantó la vista, Yelena siguió su mirada y un segundo más tarde, vio entrar a Alex por la puerta.

–Son las nueve y media –dijo este.

–Sí –respondió Yelena, terminándose el café y dejando la taza en la bandeja–. ¿Querías algo?

Alex miró a Chelsea.

–¿No tienes clase?

–Todavía no –respondió su hermana.

–¿Por qué no vas a ver si mamá quiere desayunar?

–Creo que ya…

–Chelsea. Márchate.

–Vale –respondió ella, tomando su bolso y fulminándolo con la mirada.

Luego sonrió a Yelena y salió de la habitación.

Yelena hizo una mueca, y Alex entró del todo y cerró la puerta tras él.

–¿Cómo está tu…? –hizo una pausa y añadió–: ¿Bella?

–Está bien.

–¿Necesita algo?

Yelena sonrió.

–Aparte de comer, dormir y que le cambien el pañal, no. Solo tiene cinco meses.

–Vale.

Yelena inclinó la cabeza hacia un lado.

–¿Cuántos años tenías cuando nació Chelsea, quince?

Él asintió.

–Pero casi no la veía. Estaba siempre con niñeras.

–Pues a tu madre no parece importarle mancharse las manos –comentó ella.

–Fue idea de mi padre.

–Ah.

Aquel era otro comentario desfavorable más dirigido a William Rush. Ella no se imaginaba estar separada de su hija y no darle la comida, el baño y disfrutar de ella.

Alex debió de imaginar lo que estaba pensando, porque arqueó una ceja.

–Cuéntame lo que estás pensando –le dijo.

–Es solo que… –tomó los papeles que tenía encima de la mesa y evitó su mirada–. Conozco a muchas personas que han ido a la universidad, que han conseguido un buen trabajo y se han centrado en su carrera. Trabajan duro y salen de fiesta, pero siguen esperando que algo le dé sentido a sus vidas. Una gran pasión. Un bebé te cambia la vida –levantó la vista por fin–. Supongo que todas las madres nos sentimos así.

–Al menos, las buenas –comentó él.

Ella sonrió débilmente.

–¿Quieres ver lo que he estado haciendo? –le preguntó.

Alex asintió con firmeza y se sentó. Por suerte, Yelena no había mencionado lo ocurrido el lunes por la noche.

Él había estado tan seguro de su implicación en todos sus problemas, que no se le había ocurrido pensar que el propio Carlos hubiese oído la conversación que había tenido con su padre. Y que Yelena pudiese ser inocente. Así que Alex había pasado el día anterior poniendo en orden sus ideas, hasta que se había metido en Internet y había leído los periódicos.

Había sentido ira y asco al leer más mentiras acerca de William Rush y, en esa ocasión, su amante desconocida.

Había deseado romper la pantalla del ordenador, pero, en su lugar, se había servido un whisky. Luego, había tirado el vaso al suelo del patio y, mientras recogía los fragmentos, en vez de pensar en Carlos, había pensado en Yelena.

¿Cómo podía ser tan difícil tomar una decisión?

Ya la tenía allí, pero lo que sentía al estar cerca de ella no era lo que había esperado sentir. Y, además, tenía una hija, y no era suya.

¿Por qué se le hacía un nudo en el estómago cada vez que se la imaginaba en la cama con otro?

«Porque… porque… es mía», pensó.

–Como ves, el coste de la decoración será…

Yelena dio un grito ahogado cuando Alex alargó el brazo para tomar los papeles y lo que agarró fue su mano.

Sus miradas se cruzaron y ella parpadeó con fuerza y se apartó.

Y Alex deseó algo más, pero el momento pasó demasiado pronto y eso lo entristeció.

Leyó los papeles y dijo:

–Cuéntame el resto del plan.

Ella tragó saliva con nerviosismo y empezó:

–Después de la fiesta, tu madre ha sugerido que nos centremos en la comunidad local. Le encanta la zona y quiere ayudar a sus habitantes. Con un programa de escolarización y haciendo varias donaciones.

–¿Y su trabajo en Canberra? ¿No se verá perjudicado si asume más compromisos?

–Alex… –Yelena dudó–. ¿No te lo ha contado?

–¿El qué?

–Que sigue haciendo donaciones, pero ha dimitido de las juntas de las organizaciones.

–Ya veo –respondió él.

–Pam ha querido dimitir. Alex, escúchame. Después de los rumores… –hizo una pausa–. Mira, no quiero meterme en vuestros problemas familiares…

–No lo estás haciendo. Ya les he contado a las dos por qué estás aquí, lo que debería facilitar tu trabajo.

Yelena supo que aquello no tenía nada que ver con la campaña, pero asintió.

–Gracias, pero si no estamos todos en la misma onda…

–Lo hago por ellas –comentó Alex, que se había puesto tenso.

–Lo sé, pero tal vez no opinen como tú. Chelsea, por ejemplo, está –se calló para buscar la palabra adecuada– hostil. ¿Por qué no lo hablamos todos juntos?

Alex no respondió.

–Estoy aquí para ayudaros. A todos –añadió ella.

Él señaló el papel.

–¿Y esto?

–Es la lista de los periodistas invitados a la fiesta, que empezará sobre las cuatro de la tarde y terminará por la noche. También hay que hacer una lista de invitados. Pam me ha dado la suya, así que todo depende de ti.

Él la miró a los ojos.

–Cena conmigo.

–¿Perdona? –dijo ella confundida.

–Que cenes conmigo.

–¿Por qué?

–¿Y por qué no?

–Porque no trabajo después de las seis de la tarde –respondió ella.

–Pero los bebés duermen. Mucho.

Yelena se quedó mirándolo y sopesando las ventajas y los inconvenientes de cenar con él. Podría obtener más información acerca de su familia.

–Está bien.

Alex sonrió de medio lado y Yelena no pudo evitar devolverle la sonrisa, como una tonta.

–Estupendo –dijo Alex levantándose con los papeles en la mano–. Ponte vaqueros y espérame en recepción a las seis y veinte.

–Espera, pensé que íbamos a cenar en mi habitación.

Él volvió a dedicarle otra arrebatadora sonrisa.

–Te vendrá bien algo de aire fresco. Yo llamaré a Jasmine para que se quede con Bella.

Y se marchó. Yelena se dio cuenta demasiado tarde de que un Alexander Rush sonriente y encantador era mucho más preocupante que uno enfadado y combativo.

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