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Capítulo 3
ОглавлениеEL AVIÓN despegó. Durante la siguiente hora, Yelena intentó concentrarse en los recortes de prensa de Alex, pero una y otra vez se sorprendió a sí misma mirando por la ventanilla.
Bella empezó a ponerse nerviosa y ella dejó de fingir que trabajaba. Le preparó un biberón y se lo dio, sin poder evitar sentir la presencia del hombre que tenía enfrente, y su completa falta de interés por ella. Cuando Bella empezó a moverse, sintiendo la tensión de su madre, Yelena levantó la vista.
Alex leía unos papeles con el ceño fruncido. Yelena nunca lo había visto tan enfadado, tan intocable. Los recuerdos que tenía de él estaban llenos de bromas, coqueteos y atracción.
«Y no te olvides de los besos».
Volvió a mirar a Bella, sus ojos enormes, la boca alrededor del biberón. Sonriendo con ternura, se puso una toalla en el hombro y la levantó.
Diez minutos después, volvía a dejar a la niña dormida en la cuna, recogía los papeles y decidía dedicarse a mirar por la ventana.
Debajo de ella estaba ya el complejo turístico más exclusivo de Australia. La belleza del lugar hizo que Yelena se olvidase momentáneamente de su tensión y le preguntase a Alex:
–¿Cómo es que tu padre decidió construir un complejo tan lujoso aquí?
Él levantó la mirada despacio, casi sin querer, y la miró a los ojos.
–Para que fuese un lugar íntimo. Solitario –luego volvió a su trabajo.
A Yelena le dolió que le hubiese contestado con tanta educación. ¿Por qué le costaba tanto mirarla, hablar con ella?
Por suerte, el avión aterrizó enseguida y las puertas se abrieron.
Yelena tomó su chaqueta y a la niña. Y notó la presencia de Alex justo detrás de ella. Se giró y lo vio con su bolso en la mano. Él le hizo un gesto con la cabeza, indicándole que lo precediese.
Ella le dio las gracias en un murmullo y luego bajó las escaleras de metal con cuidado, con Alex pegado a sus talones, observándola.
Una gran limusina negra los estaba esperando en la pista y cuando Alex le abrió la puerta en silencio, Yelena se dio cuenta de que había un portabebés dentro.
Sentó y ató a Bella y luego entró, dejándole a Alex la ventana. Cuando la puerta se cerró tras de él, Yelena sintió claustrofobia. Todo era por culpa del hombre que tenía sentado a su lado, haciéndole el vacío como si hubiese cometido un pecado imperdonable.
Suspiró con tristeza, apartó el cuerpo de él y habló a su hija, sonriéndole. Luego se miró el reloj. Solo le quedaban seis días y doce horas para marcharse de allí.
Aquello era ridículo. Decidida, se giró hacia Alex.
–¿Qué quieres conseguir con esta campaña? –le preguntó.
Claramente sorprendido, él apartó la vista de la ventana y la miró con expresión sombría, pero no contestó.
–¿Alex? –insistió ella–. ¿Cuáles son tus objetivos?
–¿Quién es el padre?
–¡Eso no es asunto tuyo!
–Por supuesto que sí.
–¡Por supuesto que no! –replicó Yelena enfadada, perdiendo el control–. No hay nada entre nosotros, Alex. Solo una relación profesional. Nunca hablo de mi vida privada con mis clientes y no pienso empezar a hacerlo ahora.
–Pero traes a tu hija a un viaje de trabajo.
–Es la primera vez que un cliente me pide algo poco razonable. No me has dejado elección.
–Todo el mundo tiene elección, Yelena.
Ella se puso tensa.
–Si lo que te preocupa es no tener toda mi atención, te aseguro que Bella no impedirá que haga mi trabajo.
–Ya veo –contestó él, fulminándola con la mirada.
Había ira en ella, pero también algo más. ¿Orgullo? ¿Dolor?
No, Alex Rush jamás demostraría vulnerabilidad.
A Yelena se le hizo un nudo en el estómago. Por un segundo, creyó haber visto algo bajo aquella superficie hostil.
En el pasado, habían sido amigos. Y en esos momentos, se sentía engañada.
–No puedo ofrecerte nada, Alex, salvo toda mi atención en tu campaña. Por favor, respétalo. Ahora, dime cuáles son tus objetivos.
Él la fulminó con la mirada.
–Durante meses, han aparecido en los periódicos noticias falsas, mentiras y rumores acerca de una supuesta aventura de mi padre.
Yelena asintió.
–He leído los recortes. ¿Cómo ha afectado eso a tu madre y a tu hermana?
–A mi madre le han pedido con mucha educación que deje de colaborar en dos organizaciones benéficas. En vez de llamarla por teléfono, mandarle invitaciones y pedirle que asista a actos, han dejado de comunicarse con ella. Y Chelsea se ha quedado sin patrocinador para sus torneos de tenis. Y, antes de que lo preguntes, no es un problema de dinero, sino de que le han retirado el apoyo por culpa de un montón de mentiras.
–Y, claro, tu padre no está aquí para defenderse.
–Claro –repitió él.
–Alex… –empezó ella–. ¿Tu padre le fue infiel a tu madre?
Él frunció el ceño de repente.
–No.
–¿Puedes estar seguro al cien por cien?
–Por supuesto que no –admitió él.
–Está bien. Así que necesitamos atraer la atención, pero con cosas positivas. Para que sea una campaña eficiente, tiene que ser sutil. Tenemos que ir ganándonos el apoyo de la opinión pública sin que se note demasiado.
–Si estás pensando en que toda la familia unida dé una rueda de prensa…
–No. ¿Has hecho alguna declaración pública declarando tu inocencia?
–La hizo mi abogado.
–¿Y por qué no tú, en persona?
–Porque… –Alex frunció el ceño–. No fui acusado formalmente. La investigación policial fue una completa farsa, basada en mensajes de anónimos y en rumores. No quería darle más importancia de la que tenía.
–Ya entiendo.
–No, no lo entiendes –replicó él, mirándola a los ojos–. Tras la muerte de mi padre, las muestras de compasión fueron tremendas. El gran William Rush, muerto en lo mejor de la vida. Duró semanas. Se habló de su brutal niñez y de su meteórico ascenso desde la pobreza, de sus negocios y de sus influyentes amigos. Cuando fueron a buscarme a mí para interrogarme, salió también a la luz su afición por el juego y por la bebida.
–Ahí cambiaron las cosas.
–Exacto. Y los rumores de infidelidad fueron la gota que colmó el vaso. Mi madre no se lo merece. Ni Chelsea tampoco –continuó Alex con los ojos brillantes–. Me has preguntado qué es lo que quiero de esta campaña. Quiero que mi familia sea aceptada por sus logros, no juzgada por unos rumores. Quiero que consigas el apoyo de la prensa, del público y de sus amigos. Y quiero que lo hagas con sutileza.
–Siempre soy discreta.
–No. Quiero decir que no quiero que nadie sepa que soy tu cliente.
–Ya –dijo ella, frunciendo el ceño–. ¿Y cómo pretendes explicar mi presencia en el complejo?
–Podemos decir que somos viejos amigos que estamos recuperando el tiempo perdido –contestó él.
A Yelena se le hizo un nudo en el estómago y el coche se detuvo.
–¿Y quién se va a creer eso?
–Bueno, se han creído todas las mentiras que han dicho acerca de mi padre, ¿no?
Yelena agarró bien a la niña y salió de la limusina.
–¿Y por qué iba a querer yo…? –dejó de hablar al levantar la cabeza e incorporarse.
Tragó saliva. Aquel lugar no era un hotel de cinco estrellas, sino de cien.
–Deja sin habla, ¿verdad? –comentó Alex.
Ella se giró a mirarlo y lo vio apoyado en el coche, con los brazos y las piernas cruzados. Era una imagen poderosa, imponente.
Los recuerdos se agolparon en la mente de Yelena. Recordó a aquel mismo hombre, pero el año anterior y sonriendo. Ella había salido del trabajo y se lo había encontrado en aquella misma posición, esperándola. Entonces él la había abrazado y le había dado un beso que había hecho que se le doblasen las rodillas.
Lo único que pudo hacer en esos momentos fue ponerse las gafas de sol.
–Gabriella me había contado que era un sitio enorme, pero…
La mirada de Alex hizo que dejase de hablar.
–Fue diseñado por Tom Wright, el mismo tipo que hizo el Burj al-Arab de Dubai –comentó él en tono frío e impersonal–. Te acompañaré a tu habitación.
Luego le hizo un gesto al botones que había tomado sus maletas y entró en la recepción sin esperar a ver si Yelena lo seguía.
Antes de llegar al final de la suite, Alex se dio la vuelta y volvió a andar en dirección contraria, pasándose la mano por el pelo. Estaba recordando la breve conversación que habían tenido en el coche.
Hacía casi quince años que conocía a Yelena, y había pasado unos cuantos fantaseando con ella como el típico adolescente. No obstante, jamás la habría creído capaz de engañarlo.
«¿Tu padre le fue infiel a tu madre?».
¿Por qué le había hecho esa maldita pregunta, si ya sabía la respuesta? Yelena había oído la discusión que él había tenido con su padre, y no había dudado en compartir la información con Carlos.
Volvió a llegar a la pared, gruñó y se dio la vuelta.
Yelena estaba intentando desconcertarlo. Quería hacerle ver que era inocente. Tenía que ser eso. Aunque…
La había visto dudar al hacerle la pregunta, se había ruborizado.
Alex dejó de andar. Se detuvo a un paso del escritorio. La traición de Carlos lo había vuelto un neurótico, había hecho que dudase de sí mismo por primera vez desde…
Levantó la cabeza y observó su reflejo en el espejo que había encima del escritorio. Gracias a aquel error, se había pasado los últimos meses revisando todos los negocios, todas las decisiones profesionales que había tomado. Había desaprovechado el tiempo dudando de decisiones que había tomado después de mucho pensarlo.
Enfadado, se aflojó la corbata y se desabrochó los primeros botones de la camisa.
Si seguía así, se volvería loco. Ya había permitido que los sentimientos le calasen hondo, había vuelto a retomar el contacto con Yelena.
«Es la manera de empezar a seducirla», se dijo a sí mismo. No obstante, no podía dejar de hacerse preguntas. La necesidad de saber lo estaba ofuscando. Yelena siempre había tenido ese efecto en él. En dos ocasiones, se había dejado llevar por la ira y en ambas, ella se había marchado. Si la molestaba, no conseguiría llevársela a la cama. Tenía que centrarse en su plan.
Hacía demasiado tiempo que se no se derretía al oler su aroma, demasiado tiempo que no sentía la sedosa caricia de su pelo en la piel.
Y otro hombre la había hecho suya.
«No». De repente, se sintió furioso. Apretó la mandíbula, incapaz de apartar aquella idea de su mente.
«También podría ser tu hijo. Tuyo y de Yelena».
Se obligó a no pensar en aquello. Si su padre no hubiese estado borracho y no se hubiese ahogado en la piscina, él no estaría allí. Pero había ocurrido así y, en esos momentos, Alex tenía que lidiar con todo lo ocurrido.
Si no conseguía tranquilizarse, no podría poner en práctica sus planes. Y a su familia solo le quedaría un legado de escándalos y mentiras, terribles recuerdos de un pasado que él había jurado enterrar junto al tirano de su padre.
Miró por las puertas de cristal que daban al jardín. A la izquierda vio el color ocre de la roca sagrada de Australia, que contrastaba fuertemente con la exuberante vegetación de Diamond Bay.
Le encantaba la tranquilidad de aquel lugar. Era la única creación de William que no clamaba su autocrática presencia en cada ladrillo. El único lugar al que no había podido llegar su violencia.
Alex se frotó el hombro y recordó viejas heridas. Había soportado sus golpes y sus consejos: «Lucha por lo que quieres, porque nadie va a hacerlo por ti». Era la única cosa de valor que le había dado aquel malnacido.
Había llegado el momento de levantar la cabeza y acabar con aquello.
La imagen de unos ojos dulces y de una risa tentadora lo asaltó, haciéndolo gemir. Salió por la puerta y anduvo por la moqueta dorada y crema hasta llegar al otro lado del pasillo, donde había hecho que alojasen a Yelena.
Llamó a la puerta y esperó unos segundos. Yelena abrió con una sonrisa en los labios, sonrisa que desapareció al verlo a él.
Se había quitado el traje y se había puesto unos vaqueros y una camiseta blanca. Los pantalones enfundaban a la perfección sus largas piernas y la camiseta de algodón se pegaba a sus curvas, despertando la imaginación de Alex. Eran unas curvas extremadamente femeninas.
Él juró en silencio y maldijo a su libido antes de ver cómo se apartaba Yelena y lo dejaba entrar.
–¿Ha venido Jasmine a verte? –le preguntó Alex, a modo de saludo.
Yelena se quedó con la mente en blanco y solo notó un cosquilleo en la piel al notar su cuerpo caliente y su familiar olor pasando por su lado.
–La niñera –le recordó él.
–Sí, está en el dormitorio, con Bella. Gracias por encargarte.
Alex se encogió de hombros y se detuvo en el centro de la habitación. Miró a su alrededor.
–El servicio de guardería del complejo es muy bueno. ¿Te ha gustado la habitación?
–Es perfecta. Un poco grande.
–Todas las suites tienen salón, dos dormitorios y cuarto de baño. Y, por supuesto, buenas vistas.
Alex tomó un mando a distancia que había encima de la mesita del café y le dio a un botón.
Las cortinas empezaron a separarse muy despacio.
–¿Son cortinas eléctricas? –preguntó Yelena.
–Sí –respondió él, divertido al verla sorprendida–. No podemos permitir que nuestros clientes tengan que abrirlas con las manos.
Ella sacudió la cabeza y sonrió también, muy a su pesar.
–Por supuesto que no. Podrían… ¡oh!
Las vistas eran maravillosas. Un enorme acantilado con una cascada que brillaba bajo la luz del sol e iba a parar a un gran lago. Alrededor de este se extendía la flora autóctona y a Yelena le costó distinguir las pequeñas cabañas que Diamond Bay ofrecía a sus clientes.
Parecía el decorado de una película de enorme presupuesto, pero ella sabía que era real. Diamond Bay tenía el único lago artificial del Estado.
Y alrededor de este serpenteaban las instalaciones del complejo, formando un refugio lujoso y privado.
–Es…
–¿Increíble?
Yelena dio un paso hacia la ventana, luego, otro.
–Arrebatador.
Alex se cruzó de brazos.
–William Rush tenía buen gusto para las cosas espectaculares.
Ella se giró despacio a mirarlo y estudió su perfil.
Allí pasaba algo. Había tensión, sí. Ella había esperado eso, e incluso asco, después de haberlo dejado tirado. Pero había algo más… Sus ojos lo escrutaron. Vio que tenía el ceño ligeramente fruncido, la mandíbula apretada. Se fijó en su nariz aquilina, que bajaba hasta una boca demasiado cálida, demasiado tentadora.
Él cambió de postura y la miró también.
–Imaginé que te gustaría –murmuró, casi para sí mismo.
Y, por un segundo, ella vio el brillo de algo más en sus ojos, pero después se preguntó si no se lo habría imaginado.
Se quedó sin aliento. Y molesta.
–Voy a enseñarte tu lugar de trabajo –le dijo Alex.
Ella asintió, con el corazón acelerado, desapareció en su dormitorio y volvió a aparecer con su maletín y con un grueso bloc de notas.
–Tu hermana tiene catorce años, ¿verdad? –le preguntó Yelena mientras lo seguía por el pasillo.
–Hará quince en mayo –la corrigió él, relajándose de repente–. No la conoces, ¿verdad?
–La vi una vez. Gabriela la invitó a un acto de la embajada el año pasado.
–Ah, es verdad… –giraron a la izquierda y se detuvieron delante del ascensor–. Volvió muy contenta. Y pasó mucho tiempo enseñando la tarjeta de «invitado especial» a todo el mundo.
Alex apretó el botón y también los labios.
–Tu madre no pudo asistir esa noche. Estaba enferma, ¿no?
–Sí.
Alex bajó la mirada y se cruzó de brazos, girando el cuerpo hacia los ascensores.
«Qué raro», pensó Yelena, pero no lo comentó.
–Esa noche me besaste por primera vez. En la cocina, ¿te acuerdas? –le dijo él.
Yelena levantó la vista, sonrojada.
–Me besaste tú a mí.
–Y después me mandaste a paseo –comentó Alex, haciendo una mueca.
–Eras el novio de Gabriela.
–Uno de tantos.
–¿Estás acusando a mi hermana de…?
–Oh, venga ya, Yelena –dijo Alex, poniendo los ojos en blanco justo antes de que se abriesen las puertas del ascensor–. Los dos sabemos que Gabriela es una chica de vida alegre, en el buen sentido del término. Le gustaba llevarme colgado del brazo cuando estaba en la ciudad, pero no le interesaba mucho más.
«No puedo hablar de esto», se dijo Yelena, agarrando su bolso con fuerza y clavando la vista en las puertas del ascensor.
–Cuéntame más cosas de Chelsea –le pidió.
Él hizo una pausa, como para hacerle saber que sabía que estaba intentando cambiar de tema.
–Es una chica increíble –dijo por fin–. Y una prometedora tenista. Por fuera parece fuerte, pero por dentro…
–Es la típica adolescente: vulnerable e insegura.
–Sí –admitió él, sorprendiéndola con su sonrisa–. ¿Tú qué sabes de eso?
–Lo sé todo –le dijo ella mientras ambos salían del ascensor–. Era la chica nueva del colegio, ¿recuerdas? Y, además, extranjera.
–Todavía me acuerdo del día que llegaste.
¿Cómo iba a olvidarlo? La belleza morena de Yelena los había vuelto locos a todos, montada en su BMW negro y brillante, con las gafas de sol de Dior puestas.
–Estaba muy nerviosa –le contó ella, sacándolo de sus pensamientos.
–Pues no se notaba. Te deslizaste por el aparcamiento como si fuese tuyo.
Ella rio un momento mientras pasaba por delante de la puerta de cristal que Alex acababa de abrir.
–¿Que me deslicé? No creo.
–Sí. Gabriela va a saltos por la vida. Tú te deslizas como un barco perfecto por un mar en calma.
–¿Así es como me ves… perfecta? ¿Intocable?
Él tardó en contestar. Yelena vio cómo le sonreía su sensual boca, cómo la miraba, divertido, con sus ojos azules.
–Intocable, no, Yelena.
Ella contuvo la respiración, atrapada en su mirada. Aquel era el Alex al que ella conocía, el chico bromista y encantador al que le gustaba conseguir que se sonrojase.
–¿Café?
–¿Qué?
–¿Que si quieres un café? –repitió él sonriendo–. Podemos tomarlo junto a la piscina.
Ella asintió, sintiéndose culpable. Había sabido que Gabriela y él no congeniaban desde el principio. Desde que Gabriela se lo había contado. ¿Cuándo? En el mes de mayo. Más de un año antes, aunque parecía que había pasado toda una vida. No obstante, su hermana lo había querido a su manera. ¿Acaso no se merecía Alex saber lo que había ocurrido?
Lo vio llamar por teléfono y fingió que estudiaba su despacho con la mirada. Tenía que mantener la promesa que les había hecho a sus padres. Lo vio colgar.
–Mi madre y Chelsea se encontrarán con nosotros en Ruby’s… una de las cafeterías… a las cuatro.
–Alex…
–¿Sí? –dijo él, con las manos apoyadas en las caderas y la cabeza ligeramente inclinada.
«Gabriela está muerta». Lo tuvo en la punta de la lengua, a punto de salir, pero se lo volvió a tragar. Desde el principio, había sido clara con él. Solo estaba allí por motivos profesionales.
–¿Saben tu madre y tu hermana por qué estoy aquí? –le preguntó.
Él se apoyó en el escritorio.
–No. Y no quiero que lo sepan, al menos, por el momento. Mi madre pensará que no es necesario… Me dirá que estoy malgastando mi dinero y tu tiempo, que todo se arreglará con el paso del tiempo… –dejó de hablar, apretó la mandíbula.
Luego se aclaró la garganta, se cruzó de brazos y añadió:
–Llevan aquí dos semanas y ahora es cuando se están empezando a relajar. Y quiero que sigan así.
–Sé cómo hacer mi trabajo –le dijo ella.
–Bien. Aquí la gente paga por estar incomunicada: ni periódicos, ni televisión, ni teléfono, ni Internet. A no ser que lo soliciten. Te he preparado la sala de conferencias, que está aquí al lado, con todo lo necesario para que trabajes. Aquí solo llegan clientes, y en aviones privados, así que no hay prensa. Podrás trabajar con total privacidad.
Con total privacidad. En un complejo turístico increíble, que irradiaba el poder y la presencia de Alex por todas partes. No obstante, a pesar de la tensión que había entre ambos, Yelena se había sentido unida a aquel lugar nada más poner el pie en su suelo rojizo. Como si el único motivo de su presencia allí fuese la necesidad de relajarse.
–¿Vienes mucho por aquí? –le preguntó a Alex.
–No tanto como me gustaría. Viajo entre Sídney, Canberra, Los Ángeles y Londres, sobre todo.
Yelena inclinó la cabeza.
–¿Londres? ¿Estáis pensando en abrir una franquicia de Sprint Travel en el Reino Unido? Carlos…
–¿Carlos qué? –le preguntó Alex muy serio.
–Me… me lo mencionó de pasada.
–Ya veo –dijo él antes de incorporarse–. Pero no. Rush Airlines tiene inversiones en el Reino Unido y en Estados Unidos. ¿Quieres ver tu nuevo lugar de trabajo?
Alex salió del despacho y atravesó el pasillo, y a ella no le quedó otra opción más que seguirlo.