Читать книгу E-Pack Jazmín B&B 1 - Varias Autoras - Страница 25
Capítulo 1
ОглавлениеEL DIABLO había acudido al entierro de su padre.
Aunque Selene Louvardis siempre había oído que era un insulto para el diablo llamar así a Aristedes Sarantos.
Aristedes Sarantos. El don nadie que había salido de los muelles de Creta para convertirse en un armador conocido en el mundo entero, alguien de quien se hablaba con admiración, una presencia deseada y temida por todos.
Todos salvo su padre.
Durante una década, desde que ella tenía diecisiete años, no había pasado ni una sola semana sin que hubiera alguna guerra entre su padre y Aristedes Sarantos, el hombre del que Hektor Louvardis había dicho una vez que debería haber sido su mayor aliado, pero que se había convertido en su peor enemigo.
La guerra, sin embargo, había terminado porque su padre había muerto. Y, si sus hermanos no olvidaban sus diferencias, Aristedes Sarantos pronto se haría cargo de la empresa que Hektor había levantado y ellos habían ampliado antes de tirar cada uno en una dirección diferente. Si sus hermanos no se ponían de acuerdo, Aristedes se quedaría con todo.
Por eso era una sorpresa para ella verlo en el entierro. Estaba a cierta distancia, dominando aquella mañana de septiembre en Nueva York, con los faldones del abrigo negro que se movía con el viento dándole aspecto de cuervo gigante… o de alma condenada. Y no le había parecido extraño cuando alguien comentó que había ido al sepelio para llevarse el alma de su padre.
Selene había pensado que se iría después del entierro, pero había seguido al cortejo fúnebre hasta la mansión familiar y durante unos minutos se quedó en la puerta, mirándolo todo como un general estudiando la situación antes de un ataque.
Selene contuvo el aliento al verlo abriéndose paso entre la gente. Aparte de sus hermanos, que eran de su misma estatura, todos los demás palidecían en comparación con aquel hombre.
Sus hermanos eran hombres muy apuestos y Selene había escuchado a una interminable lista de mujeres decir que eran irresistibles, pero no tenían la influencia de Sarantos, ni su carisma ni ese aura de poder.
Y lo sentía en aquel momento, envolviéndola en seductoras y abrumadoras oleadas.
Sus hermanos, sin embargo, se quedaron inmóviles, mirándolo con una década de enemistad. Y Selene temía que el más joven, Damon, intentase echarlo de allí. O algo peor. En realidad, estaba harta de todos ellos.
Daba igual que odiasen a Sarantos, por respeto a su padre deberían haber hecho lo que había hecho él. Además, Hektor Louvardis no hubiera tratado a nadie, ni siquiera a Sarantos, su peor enemigo, con esa descortesía.
Cuando iba a decirle a su hermano mayor, Nikolas, que actuase como el nuevo patriarca de la familia y aceptase el pésame educadamente, se dio cuenta de que Aristedes Sarantos estaba mirándola a ella, con mirada de acero haciéndola prisionera.
No podía respirar mientras se acercaba con paso seguro, apartando a todo aquel que se interponía entre los dos, mientras los miembros del cortejo observaban la escena llenos de curiosidad.
Entonces Sarantos se detuvo delante de ella, haciéndola sentir pequeña y frágil cuando no era ninguna de las dos cosas.
Medía un metro ochenta con tacones, pero aun así se sentía diminuta a su lado. No sabía que fuese tan imponente, tan increíble. Y ni siquiera era guapo. No, llamarlo guapo sería un insulto. Era… único. Un ejemplo de virilidad. Y ella sabía que ese aspecto exterior tan formidable escondía un cerebro fabuloso.
Aristedes Sarantos no era solo un hombre increíblemente atractivo, sino alguien que incitaba en ella una respuesta que no podía controlar.
Qué mal momento para recordar el enamoramiento juvenil que había sentido desde la primera vez que lo vio. Pero pronto se dio cuenta de que era imposible, no solo porque era el enemigo jurado de su familia, sino porque él no tenía el menor interés en los demás.
Aunque había alimentado su fascinación espiándolo siempre que le era posible.
Pero nunca la había mirado con tal concentración y, de cerca, podía ver que sus ojos eran como el acero, tan grises y fríos…
«Deja de pensar como si fueras una colegiala que se ha encontrado con una estrella de cine. Di algo».
Selene se aclaró la garganta.
–Gracias por venir, señor Sarantos –lo saludó, ofreciéndole su mano.
Él no contestó ni tomó su mano. Sencillamente, la miró hasta que Selene se dio cuenta de que en realidad no estaba viéndola.
–Siento mucho que Hektor ya no esté con nosotros.
Su voz, ronca, oscura, parecía vibrar en el interior de Selene. Pero fueron sus palabras lo que más la sorprendió. No había dicho «siento mucho la muerte de su padre», la frase más repetida durante las últimas horas. No estaba allí para ofrecerle sus condolencias a la familia.
Aristedes Sarantos estaba allí por él mismo. Lamentaba que su padre se hubiera ido y Selene entendía por qué.
–Echará de menos pelearse con él, ¿verdad?
–Hektor hacía mi vida… interesante. Echaré eso de menos.
De nuevo, hablaba de lo que la muerte de su padre significaba para él. Su sinceridad, su negativa a doblegarse a las leyes del decoro y las buenas maneras, la dejaron sin aliento. Y, en cierto modo, eso la liberó para admitir su propio egoísmo.
Algún día, probablemente pensaría en la muerte de su padre lamentando que se hubiera ido a los sesenta y seis años, siendo un hombre tan fuerte. Pero por el momento solo podía pensar en sí misma, en el vacío que dejaría su ausencia.
–Él me enseñó muchas cosas –le dijo en voz baja–. Y echaré de menos todas ellas.
–No estaba enfermo.
No era una pregunta, sino una afirmación, y Selene asintió con la cabeza. No parecía enfermo, pero su padre jamás hubiera admitido una debilidad, un problema, de modo que se lo había ocultado a todo el mundo.
–Y murió ayer, después de las once.
Lo habían encontrado muerto en su oficina a las 12:30., pero Selene no sabía cómo lo había averiguado Sarantos.
–A las nueve –siguió él–, el director de mi gabinete jurídico estaba hablando con el de su padre sobre el contrato británico.
–Lo sé.
Selene lo sabía porque ella era la directora del gabinete jurídico de la naviera Louvardis. Era ella con quien habían hablado y, después, por teléfono, le había contado a su padre los términos del contrato: blindado, restringido, implacable y, en su opinión, justo y práctico.
–A las once, Hektor me llamó por teléfono –dijo Sarantos. Y a Selene le sorprendió cómo pronunciaba el nombre de su padre, como si fuera un amigo–. Me echó una bronca y, una hora después, estaba muerto.
Antes de que ella pudiera decir nada, Aristedes Sarantos se dio la vuelta para salir de la casa.
¿Había ido al entierro para decir que había sido él quien propició la muerte de su padre? ¿Por qué?
Pero ¿cuándo entendía nadie por qué hacía las cosas aquel hombre?
En lugar de correr tras él para exigir una explicación, Selene tuvo que sufrir un infierno de frustración y especulaciones hasta que, por fin, horas después, todos se apiadaron de la familia y los dejaron solos.
Tenía que marcharse de allí, pensó. Probablemente, para siempre. Tal vez entonces llegarían las lágrimas, aliviando la presión que se había ido acumulando en su interior.
Estaba atravesando la verja de la casa cuando lo vio.
Se había hecho de noche y no había mucha luz, pero lo reconoció de inmediato.
Aristedes Sarantos, al otro lado de la calle, mirando la casa como un centinela. Y el corazón de Selene se aceleró de curiosidad, de emoción.
¿Por qué seguía allí?
Decidida a preguntar, frenó a su lado.
–¿Quiere que le lleve a algún sitio?
Él se encogió de hombros.
–Pensaba ir andando hasta el hotel.
Selene abrió la puerta del pasajero.
–Suba.
Él la miró en silencio durante unos segundos y después subió al coche, doblando su atlético cuerpo como un leopardo para sentarse a su lado.
Y ella se quedó sin aire. Sabía que debería preguntarle en qué hotel se hospedaba, arrancar el coche, hacer algo. Pero no podía. Tenerlo tan cerca la impedía pensar.
«Concéntrate, eres una prestigiosa abogada y empresaria de veintiocho años, no una adolescente atolondrada».
Él le dio el nombre del hotel y después volvió a quedar en silencio.
Antes de aquel día había pensado que Aristedes Sarantos no tenía sentimientos, pero tal vez no era así.
Veinte minutos después, detuvo el coche frente al hotel en el que todo el mundo sabía que se alojaba cuando estaba en Nueva York. Aquel hombre podría comprarse un país entero, pero no tenía casa.
Aristedes abrió la puerta del coche y, cuando pensaba que iba a marcharse sin decirle adiós, se volvió hacia ella. En sus ojos había un brillo de algo que la conmocionó, algo oscuro y terrible.
–Nos veremos en el campo de batalla.
No volvería a verlo salvo como enemigo, pero antes de volver a la batalla tenía que saber…
–¿Se encuentra bien? –le preguntó.
–¿Y usted?
Selene intentó llevar aire a sus pulmones.
–¿Usted qué cree?
–Interrogarme no hará que se sienta mejor.
–¿Tan transparente soy?
–Ahora mismo, sí. ¿Qué quiere saber?
–¿Aquí?
–Si quiere… o podría subir a mi habitación.
A su habitación.
Selene se mordió los labios para disimular, pero estaba temblando de arriba abajo.
–¿Cuándo comiste por última vez? –le preguntó Sarantos, tuteándola por primera vez.
Ah, claro, pensó Selene. Su nerviosismo era debido a la falta de comida, tenía que ser eso.
–Ayer por la mañana.
–Pues entonces ya somos dos. Vamos a comer algo.
Aristedes la llevó a su suite, pidió un cordon bleu, y la animó a comer. Era irreal tener a Aristedes Sarantos a su lado, preocupándose de ella. Y más raro aún estar en su suite, pero no sentirse amenazada. No sabía si alegrarse de que fuera un caballero o sentirse decepcionada.
Después de cenar, la llevó al salón de la suite, donde sirvió un té de hierbas. No habían hablado mucho durante la cena, ella nerviosa, él pensativo.
Aristedes se quedó frente a ella, con las manos en los bolsillos del pantalón.
–Habíamos tenido demasiados enfrentamientos –empezó a decir–, pero el último fue diferente. No parecía él.
Estaba hablando de su padre, pensó Selene. ¿Por qué había ido al entierro? ¿Se sentiría culpable? Su padre siempre decía que Aristedes Sarantos era inhumano…
–¿Crees que lo presionaste demasiado? ¿Te sientes responsable de su muerte?
Aristedes negó con la cabeza.
–Creo que él se presionaba demasiado en su deseo de no dejarme ganar; o, al menos, no dejar que ganase sin castigarme por ello.
–Y te sientes responsable.
Él no refutó esa afirmación.
–Nunca entendí nuestra enemistad. No éramos rivales, trabajábamos en campos complementarios y deberíamos haber sido aliados.
–Eso dijo mi padre una vez.
Aquello era totalmente nuevo para él. Y muy turbador.
–Pero despreciaba mis orígenes tanto como para no estrechar mi mano.
–No, eso no es verdad. Mi padre no era arrogante –replicó ella.
Aristedes se encogió de hombros.
–Seguramente no lo habría considerado arrogancia. Ciertas cosas están firmemente grabadas en la personalidad griega, pero tú no puedes saber eso porque no naciste allí.
–Puede que yo sea más estadounidense que griega, pero mi padre era griego de los pies a la cabeza. Yo lo conocía bien.
–¿Ah, sí?
–Yo era su única hija, su protegida y luego su socia.
–Y una digna guerrera para sus tropas. Me costó mucho trabajo escapar de las trampas que me tendiste en la última negociación.
Selene había estado convencida de que lo tenía agarrado por el cuello, pero no sabía que a él lo hubiese preocupado. Aristedes Sarantos no era un hombre que se preocupase por muchas cosas.
–Pero al final lograste escapar –le dijo, recordando lo emocionante que había sido, cómo se había esforzado para seguir poniéndole obstáculos.
Él esbozó una sonrisa.
–Aunque no me resultó fácil.
Había sido muy emocionante batirse con él, aunque fuera solo un duelo legal. Había ganado tantas veces como había perdido… hasta la última vez, cuando pensó que Aristedes le tenía tomada la medida y le resultaría imposible ganarle de nuevo.
Él dejó su taza sobre la mesa y se acercó, con ese caminar suyo tan varonil, para detenerse casi cuando sus rodillas se rozaban.
Y la mirada que lanzó sobre ella casi hizo que cayera en el sofá, una mirada de ardiente admiración, de reto.
–Eres una gran abogada, la que más dificultades me ha puesto. Y me has costado mucho dinero, pero yo siempre ganaré al final.
–¿Ah, sí?
–Tengo diez años más que tú y un siglo más de experiencia. Al contrario que tú, yo estudié Derecho por una sola razón: aprender a jugar sucio y parecer limpio.
Ella lo miró, sorprendida.
–Y no entiendes la enemistad de mi padre.
–Deberíamos haber sido socios y amigos, yo lo complementaba.
–Tu visión de los negocios era diametralmente opuesta a la suya.
–¿Y por lo tanto yo estaba equivocado y él no?
–No, no he dicho eso. Tú buscas el éxito a cualquier precio…
–Así son los negocios.
–Ya, pero tú haces que la frase «el negocio es el negocio» sea un modus operandi. Mi padre no era así.
–No.
Después del resignado monosílabo, Aristedes se quedó callado durante largo rato. Y, cuando el silencio se volvió demasiado pesado, demasiado abrumador, Selene decidió romperlo.
–Me enteré de lo de tu hermano.
El hermano de Aristedes había muerto en un accidente de coche cinco días antes, pero no le había parecido aceptable que la hija de su enemigo acudiera al sepelio.
Él se sentó a su lado, con su pierna rozándola.
–¿Vas a decir que también lamentas que se haya ido?
–Lamento la muerte de alguien tan joven, pero no tenía ningún contacto con él. No el que tú tenías con mi padre –dijo Selene–. Solo intento ser tan sincera como tú.
Aristedes la miró a los ojos durante unos tempestuosos segundos y, de repente, la tomó por la cintura. Selene dejó escapar un gemido de sorpresa cuando se apoderó de su boca, sus labios eran exigentes, húmedos, su lengua le daba placer y le robaba la razón al mismo tiempo.
Fue como si se hubiera roto una compuerta. Las manos de Aristedes se unieron al ataque, deslizándose por su cuerpo, sin detenerse y sin dejarla tomar aliento hasta que se apretó contra él, sin saber qué ofrecerle más que su rendición.
Sentía una presión en el pecho, en las piernas, detrás de los ojos mientras lo agarraba por los brazos. Pero él tiró de su blusa para sacarla del pantalón y empezó a acariciarla, sus manos eran como lava contra su ardiente piel.
–Por favor…
Aristedes abrió los ojos y en ellos había un infierno. Todo en ella la empujaba a acercarse más. Necesitaba algo… no sabía qué.
¿Qué estaba haciendo? Aquel hombre era Aristedes Sarantos, el enemigo de su familia, su enemigo.
–Di que no –murmuró él, mientras la besaba en el cuello–. Dime que pare. Si no me dices que pare seguiré adelante.
–No puedo…
–Entonces dime que no pare. Dime… –de repente, Aristedes se apartó–. Theos, tengo que parar, debes irte. No tengo preservativos.
Ella tuvo que disimular su decepción. Pero no podía dejar que parase, no podría soportarlo.
–Yo estoy sana y es el mejor momento del mes para mí… –empezó a decir. Solo se había acostado con un hombre, Steve, pero cualquiera que la oyese pensaría que estaba acostumbrada a ese tipo de encuentros casuales.
Aunque daba igual. Quería aquello, lo deseaba, sentía que iba a desintegrarse si no…
–También yo estoy sano –Aristedes se colocó sobre ella, dándole lo que necesitaba, con la fuerza y urgencia que necesitaba.
Tiró de su ropa, rugiendo como un depredador cada vez que dejaba al descubierto un centímetro de piel; unos rugidos que se volvieron impacientes cuando la cremallera del pantalón se quedó atascada.
–Faldas, kala mou, debes llevar faldas…
Selene no había llevado falda desde el instituto, pero llevaría lo que él quisiera si así conseguía verlo loco de deseo.
Cuando por fin pudo quitarle el pantalón y capturar sus piernas con sus poderosas manos, las abrió y se apretó contra su centro húmedo.
Selene gritó de anticipación, de ansiedad.
Si en aquel momento sentía que el corazón escapaba de su pecho, ¿qué sentiría cuando siguiera adelante, cuando la hiciera suya?
Luego, Aristedes se puso de rodillas entre sus piernas, clavando los dientes en su trémula carne y dejando marcas que se evaporaban un segundo después. Y, sin embargo, Selene sentía como si la hubiera marcado para siempre.
–Preciosa, perfecta… –murmuró mientras tiraba de sus braguitas. Sin darle oportunidad de decir una palabra, Aristedes abrió sus pliegues con los dedos y ella gritó. Y volvió a hacerlo ante el primer contacto de sus ardientes labios. Y luego, una y otra vez, mientras lamía y chupaba su húmeda cueva, rugiendo de placer.
Pero aún deseaba más, deseaba llegar hasta el final con él.
–Contigo, por favor… contigo llenándome…
Él murmuró algo incoherente, como si su cordura estuviera derrumbándose, y se liberó del pantalón a toda prisa para colocar sus piernas alrededor de su cintura, bañándose en el río de lava mientras la acariciaba de arriba abajo con su aterciopelado acero.
Y, después, con una fuerte embestida, se perdió dentro de ella.
Selene dejó de ver, de escuchar; solo quedaba en ella la necesidad de tenerlo todo, de dejar que la invadiese en cuerpo y alma.
Y él lo hizo, empujando una y otra vez, llevándola más allá del límite, más allá de sí misma.
Cuando por fin abrió los ojos, en los de Aristedes vio la misma locura que se había apoderado de ella. Y le suplicó más, y más, que no parase nunca.
Las súplicas se convirtieron en gritos cuando el placer la abrumó por completo. Aristedes, temblando como ella, cayó sobre su pecho, jadeando.
No sintió nada más durante lo que le pareció una eternidad.
Nada más que estar con él en aquel momento de total intimidad, sintiendo sus espasmos mientras derramaba su esencia en su interior.
Entonces, de repente, Selene sintió que le ardía la cara.
¿Qué había hecho?
Aquello debía de ser una fantasía, un sueño. Había querido encontrar alivio en los brazos del único hombre que podía hacerla olvidar la muerte de su padre…
Pero era real.
Había hecho el amor con Aristedes Sarantos.
Y quería más.
Aún temblando, con su erección ocupándola todavía, su cuerpo pedía más.
Y, como si oyera ese clamor, él respondió empujando de nuevo mientras se apoyaba con las manos en el sofá.
Selene temía mirarlo a los ojos.
¿Vería allí de nuevo esa distancia? ¿O, peor aún, disgusto, desdén?
–Tú no eres una abogada normal… eres un arma de destrucción masiva, kala mou. Podrías matar a cualquier hombre –bromeó Aristedes.
Al contrario de lo que había temido, en sus ojos podía ver una ardiente sensualidad y, sonriendo, tiró de su cabeza para buscar sus labios.
Él no se movió, dejando que saborease el momento de ternura. Pero un segundo después se quedó sin aliento al notar que volvía a excitarse en su interior.
–No parece que tú estés muerto.
–Todo lo contrario. Pero espero que sepas a qué me estás invitando.
–¿A qué?
–Me estás dando licencia para hacerte mía, para hacerte lo que quiera.
Selene lo apretó con sus músculos internos.
–Sí, todo… dámelo todo.
Él rasgó su blusa en su prisa por quitársela, con el roce de su torso inflamándola mientras la atormentaba tirando de sus pezones con los labios, embistiéndola al mismo tiempo.
Esa vez, el placer no fue una explosión, sino una presión que iba en aumento, prometiendo una destrucción total.
–Es demasiado…
Pero Aristedes seguía moviéndose adelante y atrás una y otra vez hasta llegar a un crescendo diabólico que la hizo restregarse contra él, ordeñando cada gota de su esencia…
En esa ocasión, se desmayó durante unos segundos. Lo sabía porque volvió en sí de repente y encontró a Aristedes a su lado en el suelo, donde debían de haber caído durante el apasionado encuentro, acariciándola con manos posesivas.
En cuanto sus ojos se encontraron la tomó en brazos sin aparente esfuerzo y, mientras la llevaba al cuarto de baño, rozó su oreja con los labios, excitándola de nuevo.
–Ahora que nos hemos quitado el hambre de encima, es hora de devorarte apropiadamente.
Selene se movía en silencio por la habitación, reuniendo su ropa tirada en el suelo.
Cada vez que pensaba que aquel explosivo encuentro estaba a punto de terminar, Aristedes volvía a hacerle el amor… y había terminado quedándose todo el fin de semana.
Y aquella era la única vez que estaba despierta mientras él dormía. Estaba tumbado en la cama, con el magnífico cuerpo que la había poseído y dado placer durante dos largos días y noches, relajado por primera vez.
Quería volver con él, tumbarse a su lado y disfrutar de su virilidad, de su sensualidad.
Pero no podía hacerlo. La experiencia había cambiado su vida, pero, de repente, se sentía perdida.
No sabía qué hacer, de modo que debía irse.
Tenía que pensar qué iba a hacer después de lo que había habido entre ellos y, sobre todo, averiguar cuáles eran las intenciones de Aristedes Sarantos.
Selene lo descubrió enseguida.
No porque Aristedes se hubiera molestado en llamarla, sino por el titular de un periódico de tirada nacional.
Aristedes Sarantos vuelve a Grecia después de una breve visita de trabajo a Estados Unidos.
Eso era lo que quería: alejarse de ella sin mirar atrás.
Qué tonta había sido, pensó. ¿Por qué había pensado que aquello iba a terminar de otra manera? Incluso había querido que así fuera. ¿Por qué? ¿Por el sexo?
Pero si solo había sido sexo, ¿cómo podía haber sido tan sublime?
«Cállate ya».
Sencillamente, Aristedes había hecho honor a su fama de conquistador obsesivo. Y ella había sido una tonta al pensar que podría haber algo más, que aquellos dos días podían convertirse en una relación.
Aristedes ni siquiera había pronunciado su nombre una sola vez.
No había sido más que una válvula de escape y también ella debería verlo de ese modo. Era su deseo de olvidar la muerte de su padre, de encontrar algún consuelo, lo que había desatado tan extraño abandono. Y, aunque Aristedes fuese el último hombre de la tierra con el que debería haberse acostado, también era lo más seguro dejarse ir con el único hombre que haría lo que él había hecho: desaparecer cuando todo terminó.
Y ahora eran de nuevo los mismos de siempre… con una diferencia, que ella había heredado el papel de su padre como adversaria de Aristedes Sarantos.
Aquella locura había terminado.
Como si no hubiera ocurrido nunca.