Читать книгу E-Pack Jazmín B&B 1 - Varias Autoras - Страница 26
Capítulo 2
ОглавлениеDieciocho meses después
ARIS experimentó una sensación de déjà vu.
Estar frente a la mansión de los Louvardis hizo que recordase aquel otro día, más de un año y medio antes.
No se podía creer que hubiera pasado tanto tiempo. Era como si hubiese ocurrido el día anterior y, al mismo tiempo, en otra vida.
Aunque no había sido solo un día, sino todo un fin de semana con Selene Louvardis.
Se excitó al pensar en ella, como siempre que recordaba aquel fin de semana. Cada vez que lo recordaba revivía la fiebre que lo había poseído, terminando en aquella sensación irreal de paz, y casi de total amnesia. Se había despertado sin recordar nada más que aquel tempestuoso encuentro…
Hasta que descubrió que se había marchado. Y estando frente a su casa experimentaba la misma sensación de vacío que experimentó entonces.
Le había parecido rabia, incluso furia. Pero al final se dio cuenta de lo que era: alivio.
Selene le había ahorrado el problema de encontrar una salida a su interludio de locura temporal, a esa intimidad inédita, por no decir llena de consecuencias. Se habían lanzado de cabeza como uno se lanzaba al peligro para escapar del dolor.
Pero, evidentemente, Selene había decidido que lo mejor sería no despedirse, romper sin decirse adiós, seguir con las hostilidades y olvidar que durante dos días habían sido amantes.
Había luchado contra el deseo de protestar por esa decisión durante horas, pero terminó pensando que era lo mejor.
Para respetar esa mutua decisión de evitarse, no había vuelto a Estados Unidos desde entonces. Ella era quien había impedido que volviese y era ella ahora, y sus hermanos, los que habían hecho que estuviera allí.
Estaba a punto de entrar en otra reunión familiar de los Louvardis. Esa vez, una fiesta en lugar de un entierro.
Ni los negociadores, ni los emisarios, ni los correveidiles habían podido resolver la situación, potencialmente más catastrófica que ninguna otra.
Los Louvardis ya no intentaban contenerlo con interminables negociaciones. No, ahora estaban intentando destrozar con un hacha su trono en el mundo naviero y no tenía la menor duda de que se volverían kamikazes si de ese modo lo hacían caer con ellos.
De modo que estaba allí como última instancia, para descubrir qué había instigado aquello. Se lo debía a su padre, y a Selene, darles una oportunidad de llegar a un compromiso, de dar marcha atrás, antes de emplear toda su artillería pesada para hundirlos.
La ferocidad del último ataque hacía que se preguntara si Selene estaría detrás, aunque no le parecía posible porque no era una mujer despechada; en realidad, había sido ella quien le dio la espalda.
Pero, fuera lo que fuera, tenía que terminar de inmediato, de una manera o de otra.
Por fin, atravesó la verja de entrada. Afortunadamente, el hombre que le pidió la invitación debió de reconocerlo porque no le puso ninguna pega. No sabía cómo habría reaccionado si alguien se hubiera interpuesto entre él y su objetivo, que pensaba conseguir en el menor tiempo posible antes de marcharse de allí, esa vez para no volver.
Aristedes atravesó la enorme puerta de roble de la mansión, la curiosidad de la gente con la que se cruzaba lo enfurecía aún más. Debía de estar en peores condiciones de lo que había creído si esa violación de su privacidad, que hasta entonces no le había importado nunca, lograba sacarlo de quicio.
Tenía que encontrar al clan Louvardis y lo antes posible…
–Esta vez puedo echarte a patadas, Sarantos.
Nikolas Louvardis. El que llevaba el timón de la empresa familiar, por así decir, desde la muerte de Hektor. Y probablemente el responsable de la escalada de las hostilidades. Mejor. Él siempre lidiaba con la fuente de los problemas.
Aristedes se volvió hacia el hombre que los medios de comunicación llamaban «el otro» dios griego del negocio naviero.
–Hola, Louvardis –le dijo, mirando sus ojos azules y sin molestarse en ofrecerle su mano porque sabía que no se la estrecharía. Pero terminaría aquella conversación obligándolo a que se la estrechara–. Yo también me alegro de verte.
–Date la vuelta mientras puedas hacerlo por tu propio pie, Sarantos. Si no lo haces, los reporteros grabarán en vídeo lo que pase y lo venderán al mejor postor.
Aris contuvo una risa amarga.
–No me vendría mal un poco de propaganda, pero me han dicho que tocas el piano y no creo que quieras arriesgar tus preciosas manos.
–Solo contra tu mandíbula, Sarantos –replicó Nikolas–. O tal vez no. Que estés aquí lo dice todo: tienes miedo.
–¿Ah, sí? Explícame esa fascinante teoría.
–¿Quién soy yo para decepcionar al gran Aristedes Sarantos? –Nikolas le mostró los dientes en una sonrisa que, seguramente, haría que muchos hombres se asustasen–. En este momento te ves en la obligación de convertirte en el mayor magnate naviero del mundo, no solo uno de ellos, o te arriesgas a perderlo todo. Y solo una empresa impide que lo hagas, la naviera Louvardis.
–Vosotros no sois el único imperio.
–Pero somos los mejores –replicó Nikolas–. Si no lo fuéramos, si tuvieses alguna alternativa, no estarías aquí.
–A vosotros os ocurre lo mismo. Ahora más que nunca es vital que formemos equipo. Puede que seáis los mejores ingenieros navales, pero yo soy el mejor constructor.
Nikolas se encogió de hombros.
–Estamos dispuestos a darle ese puesto a otro. Y sea quien sea el que elijamos, pronto será el mejor.
–Yo podría decir lo mismo –replicó Aris–. Pero preferiría no buscar nuevos colaboradores.
–¿Por qué no?
–No he llegado donde estoy arreglando lo que no está roto. ¿Por qué intentas romperlo tú? Incluso tu padre, que argüía diferencias irreconciliables con mi modo de hacer negocios como razón para ser mi enemigo, jamás fue tan lejos como para vetarme antes de firmar un contrato. Siempre logramos llegar a un acuerdo beneficioso para los dos. ¿Por qué ese cambio de táctica?
–Mi padre siempre intentó apartarte del negocio. Que acabara doblegándose no fue por tus fabulosas dotes para negociar, sino que tus tácticas terroristas asustaron a los accionistas y al consejo de administración. Y eso es algo que pensamos rectificar. No volverás a retorcernos el brazo, Sarantos.
Aris dio un paso adelante.
–Hablas como si Hektor no me hubiera retorcido el brazo en muchas ocasiones. Estábamos empatados, yo perdí tantas veces como vosotros y gané otras tantas. Especialmente desde que tus hermanos y tú aparecisteis en escena.
–Mi padre nos reclutó cuando pensó que necesitaba sangre joven y la creatividad de las nuevas generaciones. Aunque lo hizo a su pesar.
De modo que no todo había sido armonía en el hogar de los Louvardis, pensó Aris. Nikolas estaba resentido contra su padre por no apreciar su talento.
¿Quién habría pensado que Nikolas Louvardis y él pudieran tener algo en común? Y algo tan esencial, además.
–Pero al final os reclutó y acabasteis siendo más problemáticos para mí que vuestro padre. Llevasteis el juego a un nivel más alto y me obligasteis a ser mejor jugador. Pero tú sabes, como él, que no os interesa dejarme fuera.
–¿Dejarte fuera? –repitió Nikolas, irónico–. Destruirte, querrás decir.
–No digas tonterías –murmuró Aris, que quería llevar la discusión a un terreno personal–. ¿Crees que perder un contrato, por grande que sea, puede destruirme?
Nikolas se encogió de hombros.
–Tal vez no, pero sería el principio del fin para ti.
Aris apretó los labios, molesto. Aquel hombre parecía más intratable que su padre y había pensado que eso era imposible.
–¿Ya has encontrado a alguien que me reemplace? ¿Alguien con mis recursos y mi experiencia, por no hablar de visión y flexibilidad? Terminarías en el limbo sin mí y los dos lo sabemos.
–Nos preocuparemos de eso cuando tú hayas desaparecido.
–No te engañes a ti mismo pensando que tu padre colaboró conmigo solo porque se vio obligado a hacerlo. Él sabía que yo era el único que podía hacerle justicia a sus barcos.
–Tal vez, pero yo siempre te he despreciado y nunca he creído en ese adagio de «mejor lo malo conocido».
–Deja los ataques personales para más adelante, Nikolas. Tenemos miles de millones de dólares pendientes de esta decisión. Ya has dejado claro lo que piensas, lo he entendido. Pero tú sabes que acabarás dándome la mano.
–No mientras pueda evitarlo.
–¿Tus hermanos piensan lo mismo?
–¿Sabes una cosa, Sarantos? Tú eres lo único en lo que mis hermanos y yo estamos de acuerdo.
Debería habérselo imaginado.
Aris suspiró.
–Si me obligas a hacerlo, iré contra ti. Y te aseguro que no te gustará.
El rostro de Nikolas irradiaba puro placer.
–Ah, por fin, las amenazas. Era lo que esperaba.
–No he venido para amenazarte, he venido a pedirte que no me obligues a hacerlo. Porque aunque destruirte me hundiese, volvería a la cima agarrándome con uñas y dientes a lo que fuera. Después de todo, lo hice la primera vez.
La sonrisa de Nikolas se desvaneció mientras le sostenía la fría mirada a Aris. Pero acababa de decirle cuánto valoraba la asociación con los Louvardis, dando por sentado su intención de ofrecerles el cincuenta por ciento en los futuros contratos. Nikolas no le había estrechado la mano, pero podía notar las primeras señales de un cambio de opinión.
–Deja que hable con vuestra directora jurídica sobre este contrato. Estoy seguro de que podremos llegar a un acuerdo.
Después de decirlo, Aris estuvo a punto de retirarlo.
No debería haber mencionado a Selene porque, de repente, su imperturbable adversario se convirtió en un tipo irracional, el típico griego que preferiría que su hermana pequeña no conociese varón, aunque fuese una mujer adulta y una de las mejores estrategas de la empresa.
–Hablarás conmigo –anunció Nikolas– o con los abogados que yo designe. Ella no está disponible.
–Ella está aquí.
Esa voz…
Esa melodiosa y aterciopelada voz, ese canto de sirena que se había repetido en la mente de Aris durante dieciocho meses. Esa voz, formal en los negocios, abandonada en el placer, frenética durante el clímax y adormilada de satisfacción después reverberaba en sus huesos con la fuerza de una explosión.
Estaba allí.
Aris se dio la vuelta, olvidándose de Nikolas y del resto del mundo. Y la esperanza de que su recuerdo de ella fuera exagerado murió de repente. Porque allí estaba, mucho más guapa de lo que recordaba.
Aunque era de día, seguía pareciendo la diosa de la luna, como su nombre. Alta, segura de sí misma, serena, voluptuosa e hipnótica con un traje blanco que escondía las curvas que él recordaba tan bien. Su cascada de pelo negro ondulaba como la noche con el lánguido ritmo de sus pasos y esos ojos azules, rodeados por el velo de sus pestañas, estaban clavados en él.
Y fue el desafío de su frialdad lo que consiguió lo que no conseguía ni su más feroz enemigo: romper las cadenas de la bestia que llevaba dentro, inflamándolo.
Y en ese momento lo supo.
No solo seguía deseando a Selene Louvardis.
La deseaba con un ansia feroz.
Era ese ansia lo que lo había impedido descansar, relajarse. Había esperado olvidarse de ella, encontrar una cura, por eso se había alejado. No para no verla, sino por miedo a descubrir que lo que había despertado en él era indispensable.
Ella se lo confirmó con una sola mirada y esa mirada fue suficiente para que tomase una determinación.
Daba igual el precio que tuviese que pagar, empezando por sí mismo, tendría a Selene Louvardis de nuevo.
Ella se detuvo a unos pasos, inclinando a un lado la cabeza y dejando que la melena cayera en cascada sobre su hombro, esa rica melena que brillaba como el ónice en contraste con el traje blanco.
Le temblaban las manos por el deseo de tocarla, de acariciar los sedosos mechones, sujetar la orgullosa cabeza y doblar su elegante cuello para besarla.
Y lo haría, lo había decidido. Sería suya de nuevo.
Pero, por el momento, saboreaba la distancia porque eso aumentaría el placer de su capitulación.
Ignorando su presencia, Selene se concentró en su hermano.
–Tú no puedes decidir cuándo estoy disponible y cuándo no lo estoy, Nikolas –le advirtió–. Pero cualquier conversación que mantengamos con el señor Sarantos se hará a través del equipo legal de la empresa.
En ese momento sonó el teléfono de Nikolas y Aris apenas se fijó en él mientras contestaba, sus sentidos se hallaban cautivos de Selene hasta que un gruñido lo devolvió a la realidad.
Nikolas pasó al lado de su hermana para salir de la habitación.
–Tengo que irme. Despídete de él y vuelve a la fiesta. Hay mucha gente importante con la que debemos mezclarnos… o, al menos, gente soportable.
Aris no dejó de mirar a Selene mientras Nikolas desaparecía, intentando adivinar sus pensamientos.
Estaba actuando como una Louvardis, como la abogada cuya familia había decidido llevarlo a la guerra.
Tenía que ser una fachada. Era imposible que el deseo que sentía no fuera en parte en respuesta al de ella.
Pero Selene se dio la vuelta.
–¿Estás siendo una hermana obediente, haciendo lo que te pide tu hermano?
Sus palabras hicieron que se detuviera y, cuando lo miró a los ojos, Aris sintió que algo se movía dentro de su pecho.
–¿Me estás desafiando para que me quede?
Él se encogió de hombros.
–Si eso funciona…
–Ah, claro.
–Dame una razón por la que no puedas hablar conmigo.
–Podría darte un índice alfabético de razones –replicó ella. Y Aris tuvo que sonreír ante el delicioso sarcasmo–. Pero una razón será suficiente: lo primero que aconsejo a mis clientes es que no entren en contacto directo con su adversario.
–Pero nosotros no somos adversarios.
–¿Ah, no? Una semana después de la muerte de mi padre, maniobraste para que el mercado naviero optase por otra empresa de ingeniería naval. Sin duda, como primer paso para quitarnos de en medio de una vez por todas.
–Yo no quería otra empresa –dijo Aris, tomándola del brazo–. Sigo sin quererla. Pero no me disteis otra opción. Dame una ahora, no quiero que seamos enemigos.
Y como había hecho esa noche, cuando le dio pasión y consuelo, Selene volvió a hacer algo inesperado.
En lugar de apartarse, asintió como para sí misma antes de mirarlo solemnemente.
–Esto hay que solucionarlo de una vez por todas.
Luego se apartó y empezó a caminar en dirección al interior de la casa.
Unos minutos después, entraban juntos en el despacho de su padre, que parecía haber sido conservado como un santuario. La presencia de Hektor permeaba la habitación y Aris podía imaginarse al viejo león entrando en cualquier momento, acusándolo de algo…
–Mi padre dejó en su testamento instrucciones sobre cómo tratar contigo.
–¿Y tú sigues esas instrucciones al pie de la letra, sin reflexionar?
Selene puso la mano sobre el escritorio, como si necesitara apoyarse en algo.
–Mi padre no quería que crecieras demasiado. Pensaba que, si te hacías demasiado fuerte, el negocio naviero mundial sufriría, y todos estamos de acuerdo.
Aris dio un paso adelante.
–Al menos, deberías decirme cuáles son los cargos contra mí antes de pronunciar la sentencia. Además, aunque fuese el monstruo que tu padre creía que era, tú eres experta en controlar a los posibles enemigos y en convertir un peligro en un beneficio potencial.
Esos ojos mágicos de Selene se volvieron opacos mientras sacudía la cabeza.
–La decisión ha sido tomada.
–Pues cámbiala. Te juro que lo que pasó hace año y medio no significa que quisiera librarme de ti. No tienes que luchar a muerte conmigo.
Selene dejó escapar un suspiro.
–Muy bien. Entonces redactaré una nueva lista de reglas para futuras negociaciones. Serán justas pero estrictas y nos protegerán contra futuras traiciones. Si hablas en serio, estarás de acuerdo con ellas.
Aris no vaciló ni un segundo.
–Lo haré –afirmó.
–Si lo haces, recomendaré a mis hermanos que sigan haciendo negocios contigo.
Aris sintió la emoción de la pelea, de su interacción, ese toma y daca que también habían vivido en el dormitorio.
–Entonces, está decidido. Y ahora que nos hemos quitado eso de encima, hablemos de cosas más importantes. Hablemos de nosotros.
Los ojos de Selene se volvieron tan oscuros como una noche sin luna.
–Mira, Sarantos…
–Aris –la corrigió él.
Lo había llamado Sarantos durante aquel fin de semana y, aunque eso era excitante y quería que lo llamase así en determinados momentos, también quería llevar la relación a otro nivel. Quería que lo llamase por el apelativo que siempre le había gustado, aunque nunca se había sentido tan cerca de alguien como para dejar que lo usara.
Selene frunció los labios, intentando mostrarse severa, pero solo consiguió que pareciesen más generosos y jugosos que nunca.
–Prefiero llamarte Sarantos. Y este es el final de la conversación.
Aristedes levantó una ceja.
–Dame una buena razón para eso.
–Sencillamente, porque yo deseo que sea así.
–Pero yo deseo otra cosa: a ti.
Eso pareció dejarla sin palabras por un momento. Y tuvo que aclararse la garganta antes de contestar:
–¿Por qué? ¿Tienes el fin de semana libre?
El tono en que lo había dicho, lo dejaba perplejo. Parecía… ¿enfadada, dolida? ¿Por qué?
–Nuestro fin de semana fue increíble, incendiario. Y quiero más.
–Hemos vivido perfectamente sin tener «más» durante un año y medio.
–No, yo no –le confesó él entonces, con todo el ansia que había intentado contener durante ese tiempo–. Pensé que era mejor que no volviéramos a vernos, pero no he dejado de desearte.
Selene apartó la mirada durante un segundo, pero enseguida volvió a mirarlo con una sonrisa irónica.
–Bienvenido al mundo real, Sarantos. Uno no debería tener todo lo que desea.
–De nuevo, dame una buena razón.
–¿Qué quieres, que pasemos otro fin de semana juntos? Ya he dicho que paso –Selene apartó la mirada de nuevo, sintiéndose acorralada por la suya–. Y no tengo por qué darte razones.
–Pero yo no quiero otro fin de semana, quiero todo lo que podamos tener… cuando resulte conveniente para los dos.
Ella lo miró, boquiabierta.
–¿Me estás proponiendo… por falta de un término más moderno, que tengamos una aventura?
Aris se acercó un poco más, tanto que sus muslos se rozaban.
–Si eso es lo que los dos necesitamos…
–Pero no estás proponiendo solo una aventura. Quieres una relación intermitente, puramente sexual y, sin duda, secreta.
Él la tomó por los brazos y Selene se quedó inmóvil, las emociones cambiaban en sus ojos a tal velocidad que era incapaz de descifrarlas.
–Es lo único que podemos hacer –le dijo, intentando transmitirle su deseo, su convicción–. Separar este acuerdo nuestro del negocio, del mundo, empezando por tu familia, para evitar que ensucien lo que sentimos el uno por el otro. Nuestras carreras son demasiado exigentes y nuestras agendas de trabajo nos mantienen en países diferentes. Pero haré todo lo posible para estar contigo a la menor oportunidad. Debería habértelo propuesto hace año y medio… no debería haberte dejado marchar.
Selene bajó la mirada para ocultar su expresión.
–Supones que yo quiero lo mismo.
–Porque así es. Pero, evidentemente, crees que debes sacrificar el placer a cambio de tu carrera y tu familia. Por eso has llegado tan lejos siendo tan joven, eres como yo.
Ella lo miró entonces y el antagonismo que vio en sus ojos lo sorprendió. Y, sin embargo, lo enloquecía con el deseo de domarlo.
–Yo no soy como tú –le espetó, su voz era tan dura como su mirada–. Y no me gusta que me digan lo que quiero o lo que necesito.
Selene quería pelea, estaba claro. Y a él no le importaba. Estaba dispuesto a cualquier cosa para volver a tenerla entre sus brazos.
–Me deseas –le dijo, tomándola por la cintura–. Y, si quieres pruebas, te las daré.
Aris apartó de un manotazo todo lo que había sobre el escritorio y ella lo miró, alarmada y consternada… y excitada a la vez.
–Son las cosas de mi padre, idiota…
Él la empujó contra el escritorio hasta que estuvo tumbada de espaldas sobre él y, sin decir nada, empezó a desabrochar los botones de su chaqueta.
–No se ha roto nada y volveré a colocarlo todo en su sitio… después. Ahora, en cuanto a esa prueba…
Los ojos de Selene eran como océanos tormentosos mientras deslizaba una mano por sus muslos.
–¿Qué haces?
–Dime que no te gusta esto –murmuró Aristedes, sujetando su pelo y despertando un gemido de esos labios rojos como pétalos de rosa–. Y esto… –dijo luego, inclinando la cabeza para hundir la cara entre sus pechos, inhalando el aroma que había estado persiguiéndolo durante dieciocho meses.
Cuando Selene abrió los labios para respirar, él invadió su boca, devorando sus gemidos de placer.
–Y esto… –Aristedes empujó sus caderas hacia ella–. Dime que no es esto lo que veías cuando cerrabas los ojos, despierta o dormida.
Selene lo miró con fiero desafío y algo que le pareció ¿decepción?
–Tengo un apetito sexual normal y tú eres la fantasía de cualquier mujer. Demasiado obvio como para necesitar pruebas.
–Soy tu fantasía, pero tú no vas por ahí satisfaciendo tu apetito sexual con cualquiera. Seguro que a otro hombre le habrías sacado los ojos.
Selene intentó colocarse la ropa con manos temblorosas.
–Yo estaba pensando en la catástrofe legal que sería dejarnos llevar por la tentación.
–La única tentación a la que tú te has resistido es la de arrancarme la ropa y clavar las uñas en mi espalda mientras me suplicas que te haga mía.
–Tal vez –concedió ella–. Y tal vez si me hubieras hecho esa proposición aquel fin de semana habría dicho que sí. Pero ahora es demasiado tarde, hay otra persona en mi vida.
Aristedes se quedó inmóvil mientras ella bajaba del escritorio para dirigirse a la puerta, vibrando como un edificio después de un terremoto.
Pero, cuando puso la mano en el picaporte, le ordenó:
–Rompe con él.
Selene lo miró, incrédula.
–¿Perdona?
–Si aún me devuelves los besos, si deseas devorarme como yo a ti, es absurdo que sigas con él. Terminarás haciéndole daño.
–Crees que lo controlas todo, ¿verdad?
–No, pero por fin me he dado cuenta de lo que hay entre nosotros. Si puedes decirme que estar conmigo no fue el placer más intenso de tu vida, que otra persona puede darte lo que yo te doy… estarás mintiendo. Un deseo como este, una compatibilidad como esta ocurre una vez en la vida… si tienes suerte. Y nosotros la tuvimos ese fin de semana.
Ella negó con la cabeza, volviéndose para abrir la puerta.
–Di que sí, como hiciste ese fin de semana –insistió Aristedes, llegando a su lado en dos zancadas para tomarla del brazo–. Rompe con ese otro hombre. Yo esperaré.
Pero esa vez, ella se apartó como si su roce la quemara.
–No. Y es una respuesta final. Tuvimos nuestra aventura y no hay ninguna razón para resucitarla –Selene abrió la puerta y lo miró por encima del hombro–. Ya conoces el camino, Sarantos. Puedes salir solo.
Aristedes salió de la casa, pero no antes de reunir toda la información que necesitaba para empezar su campaña.
No iba a aceptar una negativa y tampoco esperaría a que Selene recuperase el sentido común. No estaba comprometida o él lo sabría, de modo que su plan era muy sencillo: averiguaría quién era el otro hombre y rompería la relación.
Había descubierto que ya no vivía en la mansión familiar, de modo que esperaría en el coche hasta que saliera de la fiesta.
Quince minutos después, la seguía hasta un exclusivo club de campo cercano a la mansión Louvardis. Selene se detuvo frente a una mujer que tenía un niño en brazos y se inclinó para besarlo antes de alejarse.
Aristedes fue tras ella, temiendo perderse el encuentro con el hombre al que ya consideraba su rival, y pasó al lado de la mujer, mirando distraídamente al bebé que tenía en brazos.
Pero algo que no podría definir hizo que lo mirase por segunda vez. Y por tercera vez. Y entonces el mundo se puso patas arriba.
El niño.
Ese niño.
Ese niño era hijo suyo.